Por aquellos días Pedro Negrete viajó a Villaviciosa a conseguirle un hombre de confianza a su compadre Pedro Rengifo.
Vio a varios jóvenes. Los estudió, les hizo algunas preguntas.
Les preguntó si sabían disparar. Les preguntó si él podía depositar su confianza en ellos. Les preguntó si querían ganar dinero. Hacía tiempo que no iba a Villaviciosa y el pueblo le pareció igual que la última vez. Casas bajas, de adobe, con pequeños patios delanteros. Sólo dos bares y una tienda de alimentos.
Hacia el este las estribaciones de una sierra que parecía alejarse y acercarse, según el desplazamiento del sol y de las sombras. Cuando hubo elegido a un joven hizo llamar a Epifanio y le preguntó en un aparte qué le parecía. ¿Cuál de ellos es, jefe? El más jovencito, dijo Negrete. Epifanio lo miró como de pasada y luego miró a los otros y antes de volver al coche dijo que no estaba mal, pero que quién sabía. Después Negrete se dejó invitar por un par de viejos de Villaviciosa. Uno era muy delgado, vestía de blanco y usaba un reloj chapado en oro. Por las arrugas de su cara se podía calcular que tenía más de setenta años. El otro era aún más viejo y más delgado y no llevaba camisa.
Era de pequeña estatura y tenía el tórax lleno de cicatrices que los colgajos de pellejo ocultaban en parte. Bebieron pulque y de vez en cuando enormes vasos de agua porque el pulque era salado y daba sed. Hablaron de cabras perdidas en el cerro Azul y de agujeros en la sierra. En un intervalo, sin darle mayor importancia, Negrete llamó al muchacho y le dijo que lo había elegido a él. Ándele, vaya a despedirse de su mamá, dijo el viejo descamisado. El muchacho miró a Negrete y luego miró el suelo, como si pensara en lo que iba a contestarle, pero de pronto cambió de idea, no dijo nada y se marchó. Cuando Negrete salió del bar encontró al muchacho y a Epifanio platicando apoyados en los guardabarros del coche.
El muchacho se sentó a su lado, en la parte de atrás. Epifanio se sentó al volante. Cuando dejaron las calles de tierra de Villaviciosa y el coche rodaba por el desierto el jefe de la policía le preguntó cómo se llamaba. Olegario Cura Expósito, dijo el muchacho. Olegario Cura Expósito, dijo Negrete mirando las estrellas, curioso nombre. Durante un rato estuvieron en silencio.
Epifanio intentó sintonizar una emisora de Santa Teresa pero no lo consiguió y apagó la radio. Desde su ventanilla el jefe de policía divisó, a muchos kilómetros de distancia, el resplandor de un rayo. En ese momento el coche dio un retumbo y Epifanio frenó y se bajó a ver qué había arrollado. El jefe de policía lo vio perderse en la carretera y luego vio la luz de la linterna de Epifanio. Bajó la ventanilla y le preguntó qué pasaba.
Oyeron un balazo. El jefe abrió la puerta y se bajó. Dio unos cuantos pasos para desentumecer las piernas, hasta que la figura de Epifanio apareció sin prisas. Me cargué un lobo, dijo. Vamos a verlo, dijo el jefe de policía y los dos volvieron a internarse en la oscuridad. Por la carretera no se veían los faros de ningún coche. El aire era seco aunque a veces llegaban rachas de viento salado, como si antes de extenderse por el desierto ese aire hubiera limpiado la superficie de una salina. El muchacho miró el tablero encendido del coche y luego se llevó las manos a la cara. A unos metros de allí el jefe de policía le ordenó a Epifanio que le pasara la linterna y enfocó el cuerpo del animal tendido en la carretera. No es un lobo, buey, dijo el jefe de policía. ¿Ah, no? Mírale el pelo, el del lobo es más lustroso, más brillante, aparte de que no son tan pendejos como para dejarse atropellar por un carro en medio de una carretera desierta.
A ver, vamos a medirlo, sostén tú la linterna. Epifanio enfocó al animal mientras el jefe de la policía lo estiraba y procedía a una medición a ojo. El coyote, dijo, mide de setenta a noventa centímetros, contando la cabeza, ¿cuántos dirías tú que mide éste?
¿Unos ochenta?, dijo Epifanio. Correcto, dijo el jefe de policía.
Y añadió: el coyote pesa entre diez y dieciséis kilos. Pásame la linterna y levántalo, no te va a morder. Epifanio cogió entre sus brazos al animal muerto. ¿Cuánto dirías tú que pesa? Pues entre doce y quince kilos, dijo Epifanio, como un coyote. Es que es un coyote, pendejo, dijo el jefe de policía. Le enfocaron los ojos con la luz. Tal vez estaba ciego y por eso no me vio, dijo Epifanio. No, no estaba ciego, dijo el jefe de policía mientras observaba los grandes ojos muertos del coyote. Después dejaron al animal junto a la carretera y volvieron al coche. Epifanio intentó sintonizar otra vez una emisora de Santa Teresa. Sólo escuchó ruido de fondo y la apagó. Pensó que el coyote al que había atropellado era un coyote hembra y que estaba buscando un sitio seguro para parir. Por eso no me vio, pensó, pero la explicación no le pareció satisfactoria. Cuando aparecieron desde El Altillo las primeras luces de Santa Teresa, el jefe de policía rompió el silencio en que se habían sumido los tres. Olegario Cura Expósito, dijo. Sí, señor, dijo el muchacho. ¿Y tus amigos cómo te llaman? Lalo, dijo el muchacho. ¿Lalo? Sí, señor.
¿Lo has oído, Epifanio? Lo he oído, dijo Epifanio, que no podía dejar de pensar en el coyote. ¿Lalo Cura?, dijo el jefe de policía.
Sí, señor, dijo el muchacho. Es una vacilada, ¿verdad? No, señor, así me dicen mis amigos, dijo el muchacho. ¿Lo has oído, Epifanio?, dijo el jefe de policía. Pues sí, lo he oído, dijo Epifanio. Se llama Lalo Cura, dijo el jefe de policía, y se echó a reír. Lalo Cura, Lalo Cura, ¿lo captas? Pues sí, está claro, dijo Epifanio, y también se rió. Al poco rato los tres se pusieron a reír.
Esa noche el jefe de la policía de Santa Teresa durmió bien.
Soñó con su hermano gemelo. Tenían quince años y eran pobres y salían a pasear por unas lomas llenas de matojos donde muchos años después se levantaría la colonia Lindavista. Atravesaron un barranco en donde a veces los niños iban a cazar, en la época de lluvias, sapos bufos, que eran venenosos y a los que había que matar con piedras, aunque ni a él ni a su hermano les interesaban los sapos bufos sino los lagartos. Al atardecer volvían a Santa Teresa y los niños se desperdigaban por el campo, como soldados derrotados. En las afueras siempre había tráfico de camiones, camiones que iban a Hermosillo o hacia el norte o que hacían la ruta a Nogales. Algunos tenían inscripciones curiosas. Uno decía: ¿Tienes prisa? Pasa por abajo. Otro decía: Pásame por la izquierda. No más tócame el pito. Y otro:
¿Qué te pareció el sentón? En el sueño ni su hermano ni él hablaban, pero todos sus gestos eran iguales, la misma forma de caminar, el mismo ritmo, idéntico braceo. Su hermano ya era bastante más alto que él, pero aún se parecían. Después ambos entraban en las calles de Santa Teresa y deambulaban por las aceras y el sueño poco a poco se iba desvaneciendo en una confortable bruma amarilla.
Esa noche Epifanio soñó con el coyote hembra que había quedado tirado en el borde de la carretera. En el sueño él estaba sentado a pocos metros, sobre una piedra de basalto, contemplando la oscuridad, muy atento, y escuchaba los gemidos del coyote que tenía el interior destrozado. Probablemente ya sabe que ha perdido a su cachorro, pensaba Epifanio, pero en lugar de levantarse y descerrajarle un certero tiro en la cabeza se quedaba sentado sin hacer nada. Luego se vio conduciendo el coche de Pedro Negrete por una larga pista que iba a morir en los faldeos erizados de rocas puntiagudas de las montañas. No llevaba ningún pasajero. No sabía si había robado el coche o si el jefe de policía se lo había prestado. La pista era recta y podía alcanzar sin mayor problema los doscientos kilómetros por hora, aunque cada vez que aceleraba oía un ruido irregular, debajo de la carrocería, como si algo saltara. Detrás se levantaba una enorme cola de polvo, como la cola de un coyote alucinógeno.