No bien hubo él acabado de decirme esto, sentí entrar sucesivamente en la sala tan agradables vapores y tan sabrosamente nutritivos, que en menos de un cuarto de hora sentí mi hambre del todo saciada. Y cuando nos levantamos mi acompañante me dijo: «No debe esto sorprenderos mucho, porque no es razón que habiendo vos vivido tanto no hayáis observado que en vuestro mundo los cocineros, los pasteleros y los reposteros, que comen menos que las personas que se dedican a cualquier otro oficio, están, sin embargo, más gruesos. ¿Y de dónde les vendría, si no fuese de este buen vapor que constantemente les rodea y penetra sus cuerpos y les nutre, de dónde les vendría, os pregunto, ese bienestar? Por esto mismo las personas de este mundo gozan de una salud más vigorosa y más constante, porque su nutrición no deja casi excrementos, que son el origen de casi todas las enfermedades. Acaso a vos os haya sorprendido el que antes de la comida os hayan desnudado, pues esta costumbre no se usa en vuestro país; pero en éste está muy en boga, y se hace así para que el cuerpo se halle más dispuesto a la aspiración del humo». «Señor -le repliqué yo-, en eso hay gran apariencia de verdad, y yo mismo, por mi experiencia, he podido comprobarlo; pero os confieso que como no puedo desembrutecerme tan aprisa, me sería muy grato aún poder tener entre mis dientes algún pedazo palpable.» Prometió acceder a este deseo, pero no hasta el día siguiente, porque el comer tan luego de nuestro yantar, según me dijo, pudiera producirme una indigestión. Aún estuvimos hablando un rato y después subimos a nuestra habitación para acostarnos. Un hombre, en lo alto de la escalera, se presentó a nosotros y después de mirarnos atentamente me condujo a mí a una alcoba cuyo piso estaba cubierto con flores de azahar hasta una altura de tres pies, y a mi demonio le llevó a otra alcoba llena de claveles y jazmines. Viendo que yo me asombraba con toda esta magnificencia, me dijo que así eran las camas del país. Finalmente, nos acostamos cada uno en nuestra celda, y cuando ya estuve tendido sobre mis flores, vi, al resplandor de una treintena de gruesos gusanos luminosos, cerrados en un vaso de cristal (pues éstas son las lámparas que en este país se usan), a los tres o cuatro muchachos que me habían desnudado durante la cena; uno de ellos púsose a acariciarme los pies, el otro los muslos, el otro el costado y el otro los brazos, y todos cuatro con tanto mimo y tan gran delicadeza, que al punto me sentí por completo dormido. Al día siguiente, con la luz del Sol, vi entrar a mi demonio. «Quiero cumpliros mi palabra -me dijo-; hoy desayunaréis más sólidamente que cenasteis ayer.» Al oír estas palabras yo me levanté y él, cogiéndome de la mano, me condujo a un jardín que había detrás de nuestra posada, en el cual uno de los hijos del hostelero nos estaba esperando con un arma en la mano, casi en todo parecida a nuestros fusiles. Le preguntó a mi guía si yo quería una docena de alondras, porque los orangutanes (que por tal él me tenía) se nutrían con la carne de estos pájaros. Apenas hube yo contestado que sí, cuando el cazador descargó un tiro de fuego y veinte o treinta alondras cayeron a nuestros pies, asadas y todo. «¡Aquí vendría como anillo al dedo -pensé yo en seguida- lo que se dice en un refrán de nuestro mundo acerca de un país en que las alondras caigan asadas y todo!»

«No tenéis que hacer sino comer -me dijo mi demonio-, pues estos cazadores tienen la habilidad de mezclar con su pólvora y su plomo una cierta composición que mata, despluma, asa y condimenta gustosamente la caza.» Recogí yo algunas que fiando en su palabra comí, y en verdad os digo que nunca en mi vida he probado nada tan delicioso. Después de este desayuno nos dispusimos a marcharnos, y con mil muecas que ellos estilan cuando quieren demostrar su afecto, nuestro huésped recibió un papel de mi demonio. Yo le dije si este papel era el pago de nuestro hospedaje. Él me dijo que no, que no debíamos nada y que el papel que le había dado no tenía sino versos. «¡Cómo! ¿Versos? -le repliqué yo-. ¿Los hosteleros son aquí amantes de la rima?» «Es -me dijo él- la moneda corriente del país, y el gasto que nosotros hemos hecho asciende a treinta dineros, que es lo que con estos versos acabo yo de darle. No creo haberme quedado corto, porque aunque hubiésemos permanecido aquí durante ocho días no habríamos gastado más que un soneto, y yo tengo cuatro, más dos epigramas, dos odas y una égloga.» «Ojalá quisiese Dios -le contesté yo- que en nuestro país se pagase con la misma moneda. Porque conozco yo muchos honrados poetas que se están muriendo de hambre y que echarían muy buenas carnes si se pagase a los fondistas con esa moneda.» Yo le pregunté si los mismos versos, copiándolos, servían para pagarlo todo; él me contestó que no y me dijo: «Cuando el autor ha compuesto sus versos los lleva a la Casa de Moneda, donde los poetas jurados celebran su consejo; y allí los versificadores oficiales someten a su juicio las composiciones, y si son juzgadas como buenas se las tasan, no según su precio -es decir, que un soneto no vale siempre lo mismo que otro soneto-, sino por el mérito que en sí tiene; así es que cuando alguien muere de hambre prueba es de su majadería, porque las gentes de espíritu siempre pueden hacer fortuna». Yo admiré muy suspenso la juiciosa valoración que en este país se hacía, y mi demonio prosiguió sus razones de esta manera: «Pues aún hay gentes que ganan su vida de una manera muy distinta. Cuando se sale de su casa piden a proporción de los gastos un recibo para el otro mundo, y cuando se les da escriben en un gran registro que llaman el Gran Diario Mayor de Cuentas poco más o menos estas palabras: "Ítem, el valor de tantos versos librados en tal día a Fulanito de Tal, que me serán reembolsados según recibo adjunto con cargo a los fondos en que esos versos estén tasados"; y cuando se sienten en peligro de morir hacen romper estos registros en pedazos, los cuales se tragan porque creen que si no lo digiriesen bien no les aprovecharía para nada.»

Esta charla no impidió que siguiésemos andando mi guía y yo, él a cuatro pies debajo de mí y yo a horcajadas encima de él. No iré detallando las aventuras que por el camino nos sucedieron; sólo os diré que finalmente llegamos a la ciudad en que el rey tiene su corte. Y luego que hube llegado me condujeron a palacio, donde los grandes me recibieron con más moderada admiración que mostró el pueblo cuando pasé por la calle. Pero en cambio los grandes no se diferenciaron del pueblo ni en considerarme con toda certeza como la hembra del animalillo de la reina. Así me lo manifestaba mi guía, que al propio tiempo confesaba no entender este enigma, porque no sabía quién era el pequeño animal de la reina. Pronto lo supimos los dos. Porque el rey, después de haberme mirado algún tiempo, mandó que trajesen el animal, y al cabo de media hora vi entrar en medio de un regimiento de monos que iban vestidos con gorguera y alto capirote un hombre pequeño, de parecida constitución a la mía, pues, como yo, andaba en dos pies. Tan pronto como me vio me abordó diciéndome: Criado, vuestra merced [20] ; yo contesté a su reverencia aproximadamente en los mismos términos. Pero, ¡ay!, tan pronto como nos vieron hablar juntos vinieron a confirmarse en sus prejuicios, y todavía se afirmaba más el éxito de esta conjetura porque todos los asistentes, al opinar sobre nosotros, aseguraron fervorosamente que nuestra charla era el gruñido con que demostrábamos la alegría de estar juntos; alegría que por instinto natural nos hacía siempre runrunear. Este hombrecito me contó luego que era europeo, natural de la Vieja Castilla, y que agarrándose a unos pájaros había encontrado el medio de hacerse conducir hasta la Luna, donde a la sazón estábamos, y que, como cayera en manos de la reina, ésta le había tomado como un mico, porque, por capricho, en este país visten a los micos a la usanza de los españoles. Que además, como al llegar él iba ya vestido así, no dudó la reina de que perteneciese a la raza de estos animales. «La verdad es -le dije yo- que después de ensayar si les estarían bien a los micos todos los trajes que se estilaban no pudisteis encontrar otro más ridículo, y por eso le vestirían así. Porque si los reyes quieren tener micos, es tan sólo para reírse de ellos.» A esto me contestó él que con mis razones demostraba no conocer la dignidad de su nación, y que esa dignidad era tan alta, que si el universo producía hombres, tan sólo era para convertirlos en sus esclavos y que la Naturaleza no creaba nada que no fuese para dar a ella materias de satisfacción. Seguidamente me rogó que le contase cómo yo había podido atreverme a subir a la Luna sobre la máquina de que le había hablado. Yo le contesté que no tuve otro medio, puesto que él se había llevado los pájaros en que yo había pensado ir. Él se sonrió de esta broma, y al cabo de un cuarto de hora que entre los dos pasamos estas razones, el rey mandó a los guardianes de los monos que se nos llevasen dándoles el mandato expreso de que nos acostásemos juntos el español y yo para multiplicar nuestra especie en su reino. Punto por punto se cumplió la voluntad del príncipe. Lo cual me dio a mi mucho contento, porque me producía placer encontrarme con alguien a quien hablar durante la soledad de mi reclusión. Un día mi macho (puesto que se me tenía por su hembra) me contó que el motivo que verdaderamente le había obligado a recorrer toda la Tierra y finalmente a abandonarla, trasladándose a la Luna, no era otro sino que no había podido encontrar ni un solo país donde se consintiese la libertad de imaginación. «Sabed vos -me dijo- que si uno no lleva un bonete, aunque hable diciendo maravillas, si los doctores del paño [21] no las juzgan así, uno es considerado idiota, o majadero, o cualquier otra cosa peor. En mi país me han querido condenar por la Inquisición porque en las mismas barbas de los pedantes me atreví a sostener que el vacío existía y que no había en el mundo una materia que fuese más pesada que otras [22] .» Yo le pregunté qué probabilidades tenía para mantener una opinión tan poco tolerada. «Para llegar al término de mi juicio -me contestó él- es necesario suponer que tan sólo existe un elemento, porque aunque nosotros veamos el agua, la tierra y el agua y el fuego separados entre sí, nunca se les encuentra en estado de tanta pureza que podemos creerlos separados. Cuando, por ejemplo, vosotros veis el fuego, lo que veis no es fuego, es agua muy dilatada; y el aire también es agua muy dilatada; y el agua a su vez es tierra que se funde; y la tierra, por su parte, es agua muy comprimida; de tal modo que, si seriamente estudiamos la materia, vendremos en conocer que es tan sólo una, que, como excelente cómico, hace el papel de varios personajes vistiéndose mil trajes distintos; si no fuese así, habría que admitir tantos elementos como cuerpos; y si me preguntáis por qué el fuego calienta y el agua enfría siendo los dos una misma materia, os contestaré que esta materia obra por simpatía, según la disposición en que se encuentra en el tiempo de su acción. El fuego, que no es otra cosa sino tierra, esparcida con más expansión aún que la necesaria para constituir el aire, procura cambiar en tierra, por simpatía, lo que encuentra. Así, el calor del carbón, que es el más sutil y el más apropiado para penetrar en los cuerpos, al principio resbala entre los polos del nuestro porque es una nueva materia que nos llena y nos hace exhalarnos en sudor; ese sudor, extendido por el fuego, se convierte en humo y se torna aire; este aire, todavía más fundido por el calor de las antiperístasis o de los astros vecinos y la Tierra, abandonada por el fuego y partita, cae en el suelo; el agua, por otra parte, que no se diferencia del fuego sino en estar más comprimida, no nos quema nunca, porque como más apretada, por simpatía, tiende a condensar los cuerpos que encuentra, de tal modo, que el frío que nosotros sentimos es tan sólo el efecto de nuestra carne, que se repliega sobre sí misma, impulsada por la vecindad de la Tierra o del agua que le obligan a parecerse. Ésta es la causa de que los hidrópicos, llenos de agua, conviertan en ésta todo el alimento que toman, y esto también hace que los biliosos cambien en bilis toda la sangre que forma su hígado. Suponiendo, pues, que no haya más que un elemento, es evidente que todos los cuerpos, cada uno según su constitución, se inclinen igualmente hacia el centro de la Tierra.