No obstante la publicación de este edicto, el concepto que de mí se tenía dividió a la ciudad en dos partidos. El que opinaba en mi favor fue engrosando de día en día, hasta que, a despecho del anatema con el cual se había intentado atemorizar al pueblo, los que me defendían pidieron que se celebrase una asamblea de todos los Estados para resolver en ella esta controversia.

Mucho tiempo gastaron para ponerse de acuerdo en la selección de los miembros que habrían de opinar en la asamblea. Pero los árbitros pacificaron esta animosidad igualando el número de los contendientes, y ordenaron que se me llevase a la asamblea, como en efecto lo hicieron; pero me trataron con una severidad apenas imaginable. Los examinadores me preguntaron, entre otras cosas, varias de filosofía: yo les expuse con toda buena fe lo que en otro tiempo mi maestro me había enseñado; pero ellos no se cuidaron de refutármelo con razón alguna convincente. Como yo viese esto y que no podía confesar, alegué como último argumento los principios de Aristóteles, que tampoco me sirvieron de mucho, porque con dos palabras ellos me descubrieron su falsedad: «Este Aristóteles -me dijeron- cuya ciencia tan apologéticamente realizáis, acomodaba sin duda los principios a su filosofía, en vez de acomodar la filosofía a los principios. Y aun tenía mucha más fe en sus opiniones que en las pruebas de los demás, o de sectas de que vos nos habéis hablado. Por esto al muy gran señor no le parecería mal que le besásemos las manos». Finalmente, como los examinadores viesen que yo no cejaba de gritar afirmando mi tesis y diciendo que ellos no eran más sabios que Aristóteles, y como me hubiesen prohibido discutir contra los que negaban sus principios, resolvieron en conclusión, por unánime voto, que yo no era un hombre, sino una especie de avestruz que andaba en dos pies, que llevaba la cabeza erguida y que quitado el plumaje no había ninguna diferencia entre el ave y yo. Visto lo cual, ordenaron al pajarero mayor que me llevase otra vez a la jaula. En ésta pasaba yo el tiempo bastante distraído, pues como ya conocía con corrección la lengua de estas gentes, toda la corte se divertía conmigo haciéndome charlar. Las hijas de la reina, entre otras muchachas, siempre me metían en la jaula algún mendrugo de pan, y una, la más gentil de todas, como concibiese alguna amistad por mí, se ponía llena de alegría cuando secretamente yo le hablaba de las costumbres y los regocijos de las gentes de nuestro mundo, y principalmente de las campanas y de otros instrumentos de música; y tanto se complacía en esto, que con lágrimas en los ojos me aseguraba que si alguna vez yo pensaba volver a nuestro mundo ella me seguiría de muy buen grado.

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Un día, muy temprano, como yo me despertase sobresaltado, miré y vi que estaba ella tamborileando con sus dedos en los barrotes de mi jaula. «Regocijaos -me dijo ella-, porque ayer en el Real Consejo se determinó declarar la guerra al rey [24] , y yo espero que,favorecidos por el revuelo de los preparativos, y mientras nuestro monarca y sus gentes se marchan, tendré ocasión para aprovechar la de salvaros.» «¿Cómo la guerra? -le interrumpí yo-. ¿También los príncipes de este mundo se riñen y combaten como los del nuestro? Andad, os lo ruego, habladme de su manera de combatir.» «Cuando los árbitros elegidos por la opinión de los dos partidos -me dijo ella- han designado el tiempo que juzgan necesario para el armamento y la marcha y calculado el número de los habitantes, el día y el sitio de la batalla, y todo con tan escrupulosa medida que no haya en un ejército ni un solo hombre más que en el otro, y cuando han dispuesto que los soldados lisiados por una parte estén alistados todos en una compañía, y cuando se produzca el encuentro, los mariscales de campo tengan cuidado de enfrentarlos con otros lisiados, y que por otra parte los gigantes estén frente a los colosos, los esgrimidores frente a los hábiles en el juego de la espada, los valientes frente a los briosos, los débiles frente a los endebles, los delicados frente a los enfermos y los robustos frente a los fuertes, y ordenado que si alguien combatiese con otro enemigo que el que se le había designado, no pudiendo justificar que había sido por descuido, fuese condenado como cobarde, se libraba la batalla. La cual dada, se contaban los heridos, los muertos y los prisioneros. En cuanto a los desertores, no había que contarlos porque ninguno huía. Y si al final de todo esto las pérdidas por una y otra parte sufridas resultaban iguales, echábase a cara o cruz el decidir quién sería proclamado victorioso.

»Pero con haber ganado una de estas batallas, y aunque un reino deshaga al enemigo en buena lid, con esto nada se decide todavía, porque aún han de intervenir otros ejércitos más numerosos de sabios y hombres de talento, de cuyas disputas depende por completo el triunfo o servidumbre de los Estados.

»Un sabio se opone a otro sabio, un hombre de espíritu a otro hombre de espíritu, uno de juicio a otro de juicio. El triunfo que consigue un Estado con este género de lucha vale como tres victorias de fuerza armada. Después de la proclamación de la victoria se disuelve la asamblea y el pueblo vencedor escoge su rey, reconociendo al de los enemigos o proclamando al suyo.»

Yo no pude evitar el reírme de esta escrupulosa manera de batallar; y como ejemplo de una política mucho más vigorosa, alegué las costumbres de nuestra Europa, en donde el monarca procuraba no omitir ninguna de las ventajas que para vencer tenía. A lo cual ella me contestó con estas razones:

«Decidme, ¿vuestros príncipes no confirman a sus ejércitos con el derecho que les asiste?» «Así es -le contesté-; y se les muestra la justicia de su causa.» «¿Por qué, entonces, no escogen árbitros imparciales para llegar a un acuerdo? Y si llegase el caso de que uno y otro ejército tuviesen igual derecho, ¿por qué no se mantienen como estaban, o en una batalla rapidísima se discuten la provincia o la ciudad que es objeto de sus rivalidades?» «Pero ¿cómo en vuestro país -le repliqué yo- observáis todos esos detalles en vuestros procedimientos de combate? ¿Es que no basta que los ejércitos tengan igual contingente de hombres?» «Vos no tenéis piedad alguna -me contestó ella-. ¿Creeríais de buena fe haber vencido a vuestro enemigo cuerpo a cuerpo en el campo de batalla y ser ésta buena lid si vos fueseis vestido con una cota de malla y él no? ¿Si él tuviese tan sólo un puñal y vos un estoque, si él estuviese manco y vos en posesión de vuestros dos brazos?» «Sin embargo -le repliqué yo-, y a pesar de toda la igualdad que vos recomendáis a vuestros gladiadores, éstos nunca reñirán en condiciones análogas y proporcionadas, porque el uno será alto y el otro acaso sea bajo; éste tal vez diestro y aquél nunca habrá manejado la espada, y si el uno es robusto puede ser débil el otro. Y aun suponiendo que todas estas desproporciones no existiesen, y que tan hábil fuese el uno como el otro y tuviesen la misma fuerza, aun con todo esto, digo, no serían iguales, porque uno de ellos acaso tenga más arrojo que el otro. Y siendo así, el que por ese arrojo es impulsado no considerará el peligro y será bilioso y más sanguíneo, y tendrá el corazón bien apretado con todas las cualidades que constituyen el valor, y éste será como una espada más en sus manos, una espada que el enemigo no tiene y que a él le da fuerza para arrojarse sobre éste despreocupadamente y quitarle le vida al pobre hombre que prevé el peligro, cuyo calor le ahoga el respirar, y le dilata el corazón hasta el punto de que ya no puede comprimir en él las fuerzas necesarias para disipar ese mal que se llama cobardía. Y cuando vos alabáis a este hombre por haber matado con tanto valor a su enemigo, elogiando su arrojo, lo que realmente hacéis es alabarle un pecado contra naturaleza, puesto que todo su valor lo emplea en la destrucción. Y a propósito de esto os diré ahora que, hace de ello algunos años, se celebró una reunión en el Consejo de Guerra para establecer un reglamento más circunspecto y más concienzudo para regir los combates, y el filósofo que emitió su dictamen pronunció estas razones: