»Pero me preguntaréis vos seguramente: ¿por qué razón el hierro, los metales y la madera llegan más pronto a ese centro que una esponja, sino porque ésta está llena de aire, que naturalmente tiende hacia lo alto? No es ésa la exacta razón, y he aquí lo que yo os replicaría: aunque una roca caiga con más rapidez que una pluma, ambas tienen la misma inclinación por realizar ese viaje; pero una bala de cañón, si encontrase la Tierra libremente agujereada, se dirigiría hacia su centro con más rapidez que una gran vejiga de viento, y la razón de esto está en que la masa de metal supone mucha tierra reconcentrada en una pequeña parte y en cambio, el viento supone muy poca tierra repartida en mucho espacio; porque todas las partículas de las materias que contiene ese hierro, unidas unas a las otras, aumentan con la cohesión su fuerza, ya que apretándose únense muchas para combatir contra poco, pues una partícula de aire que igualase en grosor a la bala no la igualaría en calidad.

»Sin probar esto con tal serie de razones, ¿cómo, según vuestro entender, una pica, un puñal, una espada, pueden herirnos? Pues no hallaréis otra causa si no es la de que el acero es de una materia cuyas partículas están más próximas y más apretadas unas a las otras, y, en cambio, vuestra carne, como lo demuestran sus poros y blandura, contiene poca materia repartida en muy gran lugar; y por esto, como la punta de hierro que lo hiere representa una gran cantidad de materia contra muy poca carne, la obliga a ésta a ceder ante su fuerza, lo mismo que un escuadrón bien formado y compacto fácilmente vence a un batallón menos apretado y más extendido. Por esto mismo una lupa de acero abrasado es más ardiente que un tronco de madera encendido, y se explica pensando que hay más fuego en la lupa, aun siendo de pequeño tamaño, porque le tiene adherido en todas las partes del metal, que en el tronco, que, por ser muy esponjoso, contiene siempre un vacío; y como el vacío no es más que una ausencia del ser, no resulta susceptible de adaptar la forma del fuego. Seguramente me objetaréis que yo os hablo del vacío como si lo hubiese probado, y que precisamente la afirmación de que el vacío no es más que la ausencia del ser es lo que hemos de discutir. Pues bien; esto es lo que yo voy a probaros, y aunque el hacerlo sea de una dificultad parecida a la de cortar el nudo gordiano, yo tengo el brazo bastante fuerte y seré el Alejandro de este nudo.

»Que me replique, pues, esa bestia vulgar -yo se lo suplico-, que me replique si sólo cree ser hombre porque le han dicho que lo es. Suponiendo que no haya más que una materia, como ya pienso haberlo demostrado suficientemente, ¿por qué causa se dilata y contrae a su gusto? ¿Por qué un pedazo de tierra, a fuerza de condensarse, se vuelve piedra? ¿Es que las partes de esta piedra se han colocado unas dentro de otras de tal modo que allí donde se fija un grano de arena en el mismo sitio hay otro grano de arena? Esto no puede ser así, aun admitiendo sus principios, porque los cuerpos no se penetran; pero es indispensable que esta materia se haya reunido y, si queréis, se haya comprimido de suerte que venga a llenar algún lugar que antes estaba vacío.

»También me objetáis que es incomprensible que existiese la nada en el mundo y que nosotros estuviésemos en parte compuestos de esa nada; pues ¿por qué no? ¿No está el mundo entero rodeado por la nada? Puesto que esto me lo habréis de conceder, otorgadme también que con la misma facilidad el mundo puede tener la nada a su alrededor que en su seno.

»Ya sé yo muy bien que vais a preguntarme cómo es que el agua comprimida por la helada en un vaso lo hace reventar, y a decirme que esto sólo es explicable pensando que quiera impedir la producción del vacío. Pero yo os explicaré que eso sucede por la sola razón de que el aire de encima, que tiende, lo mismo que la tierra y el agua, hacia el centro, encuentra en el recto camino de ese país una hospedería vacante y quiere en ella establecerse; y si encuentra los poros de esa vasija, es decir, los caminos que conducen a esa habitación de vacío demasiado estrechos o demasiado largos o demasiado torcidos, complace su impaciencia rompiendo el vaso para llegar más pronto a su hospedaje.

»Pero sin que vaya a divertirme ahora contestando a todas vuestras objeciones, fácilmente me atrevo a decir que si no hubiese vacío no habría tampoco movimiento, o, de lo contrario, es necesario admitir la penetración de los cuerpos. Sería muy ridículo pensar que cuando una mosca empuja con el ala parte del aire, esta parte hace retroceder ante ella a otra, esta otra a otra y que de tal manera el movimiento del artejo posterior del insecto llegase a producir una abolladura detrás del mundo.

»Cuando ya no pueden ellos encontrar otros argumentos apelan al de la ratificación. Pero ¿cómo puede pensarse de buena fe que un cuerpo se ratifica, que una partícula de la masa se aleja de la otra, sin dejar un vacío? ¿No sería necesario que estos dos cuerpos que acaban de separarse hubiesen estado en el mismo tiempo, en el mismo sitio donde éste estaba y que con ello se hubiesen penetrado, entre sí, los tres? Ya sé yo muy bien que me replicaréis diciéndome que entonces cómo se explica que valiéndose de un tubo de absorción, de una jeringa o de una bomba se eleve el agua contra su natural inclinación de caer; pero a esto podré replicaros que si se logra violentarla no es tan sólo el miedo al vacío lo que la obliga a contravenir su camino, sino también que, estando unida al aire por una traba imperceptible, se eleva ella cuando se eleva el aire que la tiene abrazada.

»No es esto muy espinoso y difícil de comprender cuando se conoce la relación perfecta y el delicado encadenamiento de los elementos, porque si vos consideráis con atención ese barro que resulta del maridaje de la tierra y del agua, os encontraréis con que tal producto ya no es ni tierra ni agua, sino un cuerpo que viene a interceder en el contrato de estos dos enemigos; del mismo modo, el agua y el aire se envían recíprocamente una bruma que penetra los humores de aquélla y de éste para así mediar en su paz; y el aire se reconcilia a su vez con el fuego por medio de una exhalación intercesora que los une.»

Creo que todavía pretendía él seguir su plática; pero entonces nos trajeron nuestro yantar y, como ya teníamos hambre, cerré mis oídos a sus discursos para abrir el estómago a las viandas que nos sirvieron.

Me aconteció que otra vez, estando los dos filosofando, pues ni al uno ni al otro nos gustaba hablar de cosas bajas, me dijo él: «Estoy muy disgustado de ver un espíritu del temple del vuestro infectado por los errores del vulgo. Es preciso que sepáis que a pesar del pedantismo de Aristóteles, cuya palabra suena todavía en todas las clases de vuestra Francia, todo está en todo; es decir, que en el agua, por ejemplo, existe el fuego, y en éste, agua, y en el aire, tierra, y en ésta, aire. Y aunque esta opinión les haga abrir a los escolásticos unos ojos tan grandes como saleros, aún resulta más fácil de probar que de demostrar. Pues yo les preguntaría, ante todo, si el agua engendra pescado, y cuando me lo negaran: cavar un hoyo, llenarlo con el jarabe del aguamanil, y aunque todavía quisiera pasar a través de una criba para escapar a las sujeciones de los ciegos, yo me comprometo a que si al cabo de cierto tiempo no encuentran ellos el pescado, beberme toda el agua que del hoyo habrán tirado; pero si sí lo encuentran, como yo tengo por muy cierto, es una prueba convincente de que en él había sal y fuego. Por tanto, encontrar en seguida agua en el fuego no es empresa muy difícil, porque aunque escojan el fuego más separado de la materia, como es el de los cometas, siempre encontrarás mucho, puesto que si este humor untuoso de que están hechos, reducido a azufre por el calor de la antiperístasis que los alumbra, no encontrase un obstáculo a su violencia en la húmeda frialdad que lo atempera y la combate, se consumiría bruscamente como un relámpago. En cuanto a que hay aire en la tierra, no creo que vayan a negarlo, y si lo niegan es que no han oído hablar nunca de los espantosos estremecimientos que han agitado tan frecuentemente las montañas de Sicilia. Además de esto vemos que la tierra es absolutamente porosa y hasta lo son los granos de arena que la componen. Sin embargo, nadie ha dicho todavía que estos hoyos estuviesen llenos de vacío; y a pesar de eso no parecerá mal que el aire habite en ellos. Me queda por demostrar que en el aire hay tierra; pero casi no creo digno empeñarse en este trabajo, pues de ello os habréis convencido muchas veces al sentir caer sobre vuestra cabeza esas legiones de átomos tan numerosas que acaban por exceder a las posibilidades de aritmética, ahogándola.