»Pasemos ahora de los cuerpos simples a los compuestos; éstos han de proporcionarnos argumentos mucho más frecuentes para demostrar que todas las cosas están en todas las cosas y no que se cambian unas en otras como lo indican vuestros peripatéticos; y quiero sostener en sus barbas que los principios se mezclan, se separan y vuelven a mezclarse directamente, de tal suerte, que aquello que había sido hecho agua por el Criador del mundo ya lo será siempre; yo nunca sostengo, como hacen ellos, una máxima si no la pruebo.

»Y para probarlo, coged si os place un leño o cualquier materia combustible y prendedle fuego; ellos dirán, cuando ya estará ardiendo, que lo que antes era madera se ha convertido en fuego; pero yo les replicaré que no; que no hay más fuego en el leño cuando está lleno de llamas que antes de acercarle la cerilla; sino que el fuego que estaba en el leño escondido y constreñido por el frío y la humedad a no extenderse ni obrar, al ser libertado por un elemento extraño, concentra sus fuerzas contra la flema que le ahogaba y se ampara del campo que su enemigo ocupaba, acabando por mostrarse, ya libre de obstáculos, como triunfador de su carcelero. ¿Y no veis cómo el agua huye por las dos extremidades, caliente y humeante todavía por el combate que ha sostenido? Esta llama que vos veis cómo se levanta hacia lo alto es el fuego más sutil, el más libre de la materia y el que más presto está, por consiguiente, para volver a su elemento. Asciende unido, formando una pirámide, a cierta altura, hasta penetrar la espesa humedad del aire que le opone resistencia; pero como al propio tiempo que asciende va libertándose poco a poco de la violenta compañía de sus huéspedes, cuando ya no encuentra nada que le repele en su paso, lo apresura libremente con descuido que a veces le ocasiona otra prisión, pues andando con esa prisa alguna vez se topa con una nube, y si ésta está unida a otras y forma con ellas una asamblea tan numerosa que logra hacer frente al vapor, se juntan y lo castigan; la muerte de los inocentes es con frecuencia el efecto de esta cólera animada de las cosas muertas. Si el fuego, al encontrarse embarazado entre estas crudezas importunas de la región media, no es bastante fuerte para defenderse, se abandona a merced del enemigo, que con su pesadez le obliga nuevamente a caer hacia tierra. De este modo el desdichado prisionero acaso se encuentre dentro de una gota de agua al pie de una encina, donde el fuego animal tal vez ofrecerá a este pobre perdido el albergue de su seno; ved, pues, cómo vuelve al mismo estado del que salió algunos días antes.

»Y ahora veamos la suerte corrida por los demás elementos que componían nuestro leño. El aire se retira a su rincón, mezclado todavía con vapores, porque el fuego encolerizaba y bruscamente lo persiguió en confusión. Y en este estado sirve de germen a los vientos, suministra la respiración a los animales, llena el vacío que la Naturaleza produce y acaso envuelto en una gota de rocío será sorbido y digerido por las hojas alteradas del árbol en cuyo leño prendimos nuestro fuego. El agua que la llama había sacado de nuestro tronco, elevada por el calor hasta la cuna de los meteoros, caerá transformada en lluvia, ya sobre nuestra encina, ya sobre otro árbol cualquiera; y la tierra, convertida en ceniza y curada luego de su esterilidad, acaso merced al nutritivo calor de un estercolero en que se la habrá echado, o a la sal vegetal de algunas plantas vecinas, o al agua fecunda de los ríos, volverá a encontrarse al lado de esta encina, la cual, por el calor de su germen, irá atrayéndola hasta lograr que forme parte de su totalidad.

»De este modo, ved cómo esos cuatro elementos, siguiendo una suerte común, se reintegran al mismo tiempo del que salieran días antes. Esto nos permite decir que en un hombre hay todo lo necesario para constituir un árbol y en un árbol todo lo necesario para constituir un hombre, y prosiguiendo de esta manera se encontrará que todas las cosas están en todas las cosas. Pero nos hace falta un Prometeo que saque de la Naturaleza, y nos la haga ver, eso que yo he dado en llamar materia primera.»

He aquí las cosas con que distraíamos nuestro ocio. Realmente, este buen español tenía un gentil espíritu. Nuestras charlas, comúnmente, entretenían nuestras noches, porque durante las seis horas que van desde la mañana a la tarde la muchedumbre que venía a nuestra jaula para contemplarnos nos hubiese estorbado, pues algunos nos tiraban piedras y otros nueces y otros hierba. No se hablaba más que de las bestias del rey. Todos los días nos daban de comer a nuestras horas, y hasta el rey y la reina, preocupándose personalmente y con frecuencia de mi estado, venían a tocarme la barriga para ver si estaba embarazado, porque se consumían en el deseo extraordinario de reproducir una raza de estos pequeños animales. No sé si por prestar más atención que mi macho a las señas y a los tonos de los reyes, aprendí más pronto que él a entender su lenguaje y hasta llegué a tartamudearlo un poco, lo que hizo que se nos considerase de otra manera. Con lo cual se esparció luego por todo el reino la noticia de que se habían encontrado dos hombres salvajes más pequeños que los demás, a causa de los malos alimentos que en la soledad se les habían suministrado, y que por una deficiencia de la semilla de sus padres no tenían las piernas de delante bastante fuertes para poderse apoyar sobre ellas.

Esta creencia iba tomando suficiente fuerza para ser confirmada, y así hubiese ocurrido si los doctores del país no se opusieran a ella diciendo que era una vergüenza espantosa creer que no sólo las bestias, sino también los monstruos fueran de su especie. «Parecería mucho más natural -añadían los menos apasionados- que los animales domésticos participasen de los privilegios de la humanidad y, por consiguiente, de la inmortalidad, que el que estas ventajas las tenga una bestia monstruosa que dice haber nacido en no sé qué país de la Luna; y luego, ¡ver cuánta diferencia hay entre nosotros y él! Nosotros andamos en cuatro pies porque Dios no quiso que una criatura suya tan perfecta se asentase en el suelo con apoyo menos firme, y tuvo miedo de que andando de otro modo le ocurriera alguna desgracia; por eso tuvo buen cuidado de asentarle sobre cuatro pilares para que no pudiera caerse. En cambio, no queriendo poner su mano en la constitución de esos dos despreciables brutos, los abandonó al capricho de la Naturaleza, la cual, no temiendo la pérdida de tan poca cosa, los apoyó en dos patas solamente.

»Hasta los pájaros -decían ellos- han sido mejor tratados. Porque al menos les ha sido dado el plumaje, con el que pueden sustituir la debilidad de sus pies y lanzarse hacia el aire cuando nosotros los echemos de casa. En cambio, la Naturaleza, quitándoles los dos pies a estos monstruos ha impedido que puedan escaparse de nuestra justicia.

»Por otra parte, reparad un poco en la actitud de su cabeza, vuelta hacia el cielo [23]. Les ha puesto así la cabeza la escasez de medios con que Dios les dotó, pues esta postura suplicante acredita que ellos imploran al cielo quejándose de que su creador les haya tenido en descuido y pidiéndole permiso para vivir de nuestras sobras. Pero nosotros tenemos la cabeza inclinada hacia abajo para contemplar los bienes de que somos señores, seguros de que en el cielo no hay nada que pueda provocar la envidia de nuestra dichosa condición.»

Todos los días oía yo en mi posada éstas o parecidas razones, y tanto influyeron los doctores sobre todo el pueblo con su opinión, que faltó poco para que yo fuese considerado como un papagayo sin plumas; creían ellos, y hasta estaban persuadidos, de que como no tenía más que dos pies no era otra cosa que un pájaro. Lo cual hizo que se me metiese en una jaula por mandato especial del Consejo Supremo.

En la jaula, aunque el pajarero de la reina no faltaba día que no viniese a silbarme en la lengua como aquí se acostumbraba hacer con los estorninos, me sentía de veras dichoso, porque nunca me faltaba la comida. Además, aprovechándome de las burlas con que mis mirones me hinchaban los oídos, fui aprendiendo a hablar con ellos, y cuando ya estuve bastante entrenado en su idioma para expresar la mayor parte de mis concepciones, empecé a referir las más sorprendentes. Ya las gentes no hablaban más que de la gentileza de mis palabras y de la estima que mi espíritu les inspiraba. Esto hizo que el consejo se viese obligado a mandar que se publicase un edicto por el cual se prohibía creer que yo tuviese razón, con una orden muy terminante para todo el mundo, cualquiera que fuese su condición, obligando a pensar que, aunque yo mostrase mucho ingenio, sólo era el instinto el que me lo hacía tener.