Yo le pregunté si ellos eran cuerpos iguales a nosotros; él me respondió que sí, que eran cuerpos, pero no como nosotros, ni como ninguna de las cosas que nosotros considerábamos cuerpos. Porque vulgarmente nosotros no llamamos de ese modo sino aquello que podemos tocar; me dijo también que, por lo demás, todo cuanto existía en la Naturaleza era cosa material, y que aunque ellos mismos lo fuesen, cuando querían hacerse ver de nosotros estaban obligados a tomar la apariencia de los cuerpos que nuestros sentidos son capaces de conocer; que esto era lo que a muchas gentes había hecho pensar que las historias que de ellos se contaban eran tan sólo efectos de sueños de extraviados, porque ellos no se aparecían sino de noche; y añadió que, como se veían obligados a hacerse ellos mismos el cuerpo del cual con toda prisa habían de servirse, no tenían con frecuencia tiempo para formarlo convenientemente y lo escogían ateniéndose solamente a un sentido que bien podía ser el oído, como las voces de los oráculos; bien la vista, como los fuegos fatuos y los espectros, o el tacto, como los íncubos; y que no siendo esta masa más que aire, el cual adaptaba al espesarse ésta u otra forma, la luz, por efecto de su color, los destruía como se ve que destruye una niebla dilatándola.

Tan extrañas cosas me contaba, que a mí me despertaron la curiosidad y el deseo de preguntarle por su nacimiento para saber si en el país del Sol el individuo salía a la luz del día por vías de generación y moría por algún desorden de su temperamento o ruptura de sus órganos. «Hay muy poca relación -me dijo él- entre vuestros sentidos y la explicación de estos misterios. Vosotros pensáis que lo que no podéis comprender pertenece al dominio de lo espiritual, o no pertenece a ninguno; pero éste es un falso pensar y prueba que en el universo hay por lo menos un millón de cosas que para ser de vosotros conocidas necesitarían presentar ante vosotros un millón de órganos distintos. Yo, por ejemplo, sé y conozco por mis sentidos la simpatía que existe entre el imán y el polvo, y sé a qué es debido el reflujo del mar y sé también en qué se convierte el animal después de su muerte; vosotros los hombres, en cambio, no sabríais dar a estas altas razones otra que la de vuestra fe, porque os falta la comprensión de estos milagros, del mismo modo que un ciego no podría imaginar qué es la belleza de un paisaje, el color de un cuadro o los matices del arco iris; bien pudiera ser que los imaginase como algo palpable, como comida, como sonido o como olor. Del mismo modo si quisiera yo explicaros todo lo que yo percibo con los sentidos que a vos os faltan, os lo representaríais con los vuestros como algo que puede ser oído, visto, tocado, olido o saboreado, y no sería, sin embargo, nada de eso.»

En eso estaba de su discurso cuando mi batelero se apercibió de que las gentes empezaban a aburrirse de mi jerigonza, que no entendían y que les parecía un runrún inarticulado. Se puso a tirar de mi cuerda a más y mejor, hasta que hartos de reír los espectadores, asegurando que tenía tanto espíritu como las bestias de su país, fueron cada uno a sus casas. Con las visitas que este oficioso demonio me hacía, endulzaba yo las durezas del mal trato de mi amo. Porque juzgad qué mal me hubiese entendido con las gentes que venían a verme, no conociendo yo su lengua ni ellos la mía y considerándome además por un animal de los más ilustres entre la raza de los brutos. Y el desconocer las lenguas obedecía a que, como vosotros sabréis, en este país sólo se usaban dos idiomas: uno, que lo hablaba la grandeza, y el otro, que era patrimonio del pueblo. El primero, el de la grandeza, es tan sólo un conjunto de matices de tonos no articulados, poco más o menos parecidos a nuestra música, cantada sin letras; y a fe mía que es esto una invención muy armónica, muy útil y muy agradable, porque cuando les viene el cansancio del habla o cuando desprecian malgastar su garganta en este uso, cogen un laúd u otro instrumento y de él se sirven como de la voz para comunicarse su pesar; así, que muchas veces estarán hasta quince o veinte tratando en compañía de un asunto teológico, o de las dificultades de un proceso, y lo harán con el más armonioso concierto que puedan halagar oídos.

La segunda habla, que por el pueblo es usada, consiste en un estremecimiento de todos los miembros; pero no dicen acaso lo que uno se imagina porque tal vez ciertas partes del cuerpo vengan de suyo a expresar la totalidad de un discurso. Por ejemplo: el agitar una mano, o una oreja, o un labio, o un brazo, o un ojo, o una mejilla, constituirán por sí solos una oración o un período con todas sus partes. Otros movimientos sirven para expresar una palabra, como el mostrar una arruga de la frente u otros diversos estremecimientos de los músculos, o el girar las manos, o el patalear, o el contorsionar los brazos. Así es que, cuando hablan, teniendo como tienen la costumbre de andar desnudos, sus miembros, acostumbrados a esta gesticulación para expresar sus ideas, de tal modo se remueven, que ya no parecen hombres que hablan, sino cuerpos llenos de temblor.

Casi todos los días venía mi demonio a visitarme y las maravillas de su charla me hacían pasar sin enojos las violencias de mi cautiverio. En fin, una mañana vi entrar en mi albergue a un hombre que no conocía y que habiéndome lamido durante mucho tiempo, suavemente me cogió de un mordisco por la remolacha y estirándome de una de las piernas, con lo que se ayudaba a sostenerme temeroso de que me hiriese, me cargó sobre sus espaldas, en las que me encontré tan muellemente y tan a mi gusto, que, a pesar de la aflicción que me producía el verme tratado como una bestia, no tuve ningún deseo de salvarme. Además, estos hombres que andan a cuatro patas lo hacen con una velocidad muchísimo mayor de la nuestra, puesto que hasta los que son pesados pueden alcanzar un ciervo en su carrera.

Mucho, a pesar de todo, me apenaba el estar sin noticias de mi cortés demonio; mas he aquí que en la noche de mi primera jornada, cuando llegué al sitio de descanso y estaba paseándome por el patio de la hospedería esperando que estuviese presta la comida, un hombre muy joven y bastante hermoso vino hacia mí y riéndose en las barbas me tiró al cuello sus dos pies de delante. Cuando ya le hube observado algún tiempo me dijo él en francés: «¿Cómo, ya no conoces a tu amigo?». Dejo a vuestra consideración pensar cuál sería el estado de mi ánimo, porque quedé tan suspenso, que desde entonces pensé que todo el globo de la Luna, todo lo que me había sucedido y todo lo que yo veía no era sino arte de encantamiento; y este hombre-bestia, que era el mismo que me había servido de montura, siguió hablándome con estas razones: «Me habíais prometido que nunca perderíais la memoria de los buenos servicios que os tengo hechos, y, sin embargo, ¡parece que nunca me hayáis conocido!». Pero viendo que no volvía yo de mi asombro, añadió: «Bueno; soy el demonio de Sócrates». Estas palabras aumentaron mi asombro, y para sacarme de él, el demonio me dijo: «Yo soy el demonio de Sócrates que os ha divertido durante vuestra prisión y que, para seguir dispensándoos su favor, se ha revestido del cuerpo con el cual os llevó ayer». «Pero ¿cómo puede ser esto así -le interrumpí yo-, si ayer teníais una estatura tan considerable y hoy sois tan pequeño? ¿Si ayer teníais una voz débil y cortada, y hoy la tenéis clara y vigorosa? ¿Si ayer, en fin, erais un viejo muy encanecido, y hoy sois un hombre joven? ¡Cómo! ¿Así como en mi país la gente desde que nace camina hacia la muerte, los animales de este mundo van de la muerte hacia el nacer, y rejuvenecen cuando más viejos son?» «Tan pronto como hablé con el príncipe -me dijo él-, después de recibir la orden de conduciros a la corte, fui a buscaros allí donde estabais, y luego de haberos traído hasta aquí he sentido el cuerpo cuya forma había tomado yo, tan lleno de cansancio, que todos los órganos me negaban sus funciones ordinarias. Entonces me fui camino del hospital, donde encontré el cuerpo de un hombre joven que acababa de morir en virtud de un accidente bastante raro, y a pesar de ello bastante conocido en este país…; yo me acerqué a él fingiendo creer que todavía tenía movimiento y diciendo a los que estaban presentes que no había muerto y que lo que ellos consideraban como su muerte era tan sólo un letargo. Y dicho esto, y procurando no ser advertido, acerqué mi boca a la suya y por ella me introduje como un soplo. Entonces mi viejo cadáver cayó y, como si yo en realidad hubiese sido aquel joven me levanté dejando allí a los que presenciaron esto gritando: "¡Milagro! ¡Milagro!"» En esto vinieron a llamarnos a comer, y yo seguí a mi guía hasta una sala magníficamente amueblada, pero en la que no vi nada dispuesto para la comida. Tan gran carencia de vianda cuando ya estaba yo pereciendo de hambre me hizo preguntar a mi guía dónde habían puesto el cubierto. No tuve tiempo a escuchar lo que me contestó, porque tres o cuatro mozos, hijos del huésped, se acercaron a mí en aquel instante y con mucha ciudadanía me despojaron hasta de la camisa. Me dejó tan suspenso esta ceremonia, que no tuve ni siquiera alientos para preguntar a mis ayudas de cámara por la causa de este despojo. Ni sé siquiera cómo mi guía, al preguntarme con qué vianda quería empezar, pudo hacerme pronunciar estas dos palabras: «Un potaje». Apenas las había proferido cuando me llegó el olor del más suculento guisado que halagó narices de rico. Quise levantarme de mi sitio para averiguar el origen de tan halagüeño aroma; pero mi guía me lo impidió: «¿Adónde queréis ir? -me preguntó-. Ya iremos luego de paseo, pero ahora es razón que comamos. Acabad vuestro potaje y luego haremos que nos sirvan otra cosa». «Pero ¿en dónde diablos está tal potaje? -le contesté yo montando en cólera casi-. ¿Os habéis apostado con alguien burlaros de mí todo el día?» «Es que yo creía -me contestó él- que en la ciudad en que antes estabais ya habríais visto a vuestro batelero o a cualquier otro comer sus viandas; por eso no os había advertido cómo se nutren aquí las gentes. Pues sabed desde ahora que no se nutren más que del olor. El arte de la cocina es encerrar en grandes vasijas, dispuestas para el caso, el aliento que de las viandas surte al guisarlas; y cuando se han concentrado muchas clases y diferentes gustos, según el apetito de los comensales, se abren las vasijas en que ese olor está contenido, y después se abren otras, y así hasta que la gente está ya sacia. Al menos que no hayáis vivido ya de esta manera, nunca podréis creer que la nariz, sin dientes y sin garganta, pueda servir para nutrir al hombre haciendo las veces de boca; pero yo quiero demostrároslo por vuestra propia experiencia».