»De este modo, para habitar nuestro mundo, ese hombre dejó desierto este planeta; pero no quiso el Todopoderoso que una estancia tan dichosa quedase sin habitar: pocos siglos después permitió… Aburrido de la compañía de los hombres, cuya inocencia se corrompía, sintió deseos de abandonarlos… Este personaje no juzgó segura retirada contra la ambición de sus parientes, que ya se disponían al reparto de vuestro mundo, sino la tierra dichosa de que ya tanto le había hablado su abuelo y de la cual nadie todavía conocía el camino… Pero le valió su imaginación; porque habiendo observado… llenó dos grandes vasijas, que luego cerró herméticamente, y se las ató por debajo de las alas. En seguida el humo que tendía a elevarse y que no podía expansionarse a través del metal empujó las vasijas hacia lo alto, de modo que con ellas elevaron a tan grande hombre. El cual, cuando ya hubo ascendido hasta la Luna y mirado con sus ojos este hermoso jardín, sintió un desbordamiento de alegría casi sobrenatural que le demostró que éste era el lugar en que su abuelo había vivido antaño. Se desató prestamente las vasijas que se había ceñido, como si fuesen alas, alrededor de sus espaldas, y lo hizo tan dichosamente, que cuando aún no estaba a una altura de cuatro toesas por encima de la Luna, se vio libre de sus elevadores. La altura, sin embargo, era bastante grande para dañarle en su caída, y así hubiese sucedido si sus ropas de gran vuelo no viniesen a hincharse con el viento, sosteniéndole suavemente hasta que descansó los pies sobre el suelo. En cuanto a las dos vasijas, ascendieron hasta un cierto espacio, en el que desde entonces permanecen. Estas vasijas son lo que vosotros llamáis hoy Las Balanzas.
»Preciso será que os cuente de qué manera llegué yo hasta aquí. Creo que no habréis olvidado mi nombre, porque anteriormente os lo he dicho. Vos debéis saber, pues, que vivía yo en las gratas orillas de uno de los más famosos ríos de nuestro planeta y que mi vida se deslizaba entre los libros tan dichosamente, que aunque ya haya pasado no puedo ponerle ningún reproche. Sin embargo, cuanto más se encendían las luces de mi espíritu, más crecía el deseo de conocer las que no tenía. Nunca los sabios me recordaron al ilustre Mada sin que la memoria de su filosofía perfecta me hiciese suspirar; y cuando ya desesperaba de poderla adquirir un día, después de estar soñando largo rato, tomé un imán que aproximadamente medía dos pies cuadrados y lo metí en un horno; después, cuando ya estuvo bien purgado, precipitado y disuelto, recogí su masa calcinada y la reduje al grosor que tiene aproximadamente una mediana bala.
»Luego de estas preparaciones hice construir una máquina de hierro muy ligera, en la cual me instalé…, y cuando ya estuve bien firme y bien apoyado en su asiento, tiré mi bola de imán con violencia y hacia lo alto. Entonces la máquina de hierro que intencionadamente había hecho yo más maciza en el centro que en las extremidades, se fue elevando con un perfecto equilibrio porque por este sitio ascendía siempre más de prisa. Así, a medida que yo llegaba hasta el punto donde el imán me había traído, volvía a lanzar mi bola por encima de mí.» «¿Pero cómo -le interrumpí yo entonces- podíais vos lanzar vuestra bola tan derechamente sin que se torciese a uno u otro lado?» «Nada ha de maravillaros esto -me dijo él-, porque el imán, que una vez lanzado estaba en el aire, atraía hacia sí el hierro derechamente, y, por tanto, no podía yo desviarme en mi ascensión. Os diré, además, que aunque retenía la bola en mi mano, no dejaba por ello de ascender, porque mi chirrión iba siempre en seguimiento del imán, que yo sostenía sobre mí; pero el ímpetu del hierro hacía doblar todo mi cuerpo y quitarme el deseo de volver a intentar esta experiencia. Era, en verdad, algo espantoso de ver, porque el acero de mi caja volante, que yo había pulimentado con mucha pulcritud, reflejaba en todas las direcciones la luz del Sol con tanta fuerza y tan gran brillantez, que yo mismo me creía por todas partes rodeado de fuego. Finalmente, después de haber lanzado muchas veces mi bola, y volar hacia ella tras este lanzamiento, llegué, como a vos os ha pasado, a un término desde el cual caí en este mundo. Y porque en este instante yo retenía la bola entre mis manos apretándola mucho, la máquina, cuyo asiento me apresaba en virtud de su atracción, no me dejó libertad. El único temor que me quedaba era el de romperme el cuello; pero para evitarlo, yo tiraba mi bola de cuando en cuanto para que la violencia de la máquina, disminuida por su atracción, fuese amortiguándose y haciendo que mi caída resultase menos dura, como en efecto pude lograrlo; porque cuando me vi a doscientas o trescientas toesas de la tierra, fui lanzando mi bola a un lado y otro de mi chirrión, ora aquí, ora allá, hasta que me hallé a prudente distancia; entonces la tiré por encima de mí, y como mi máquina la siguiese, yo la abandoné, dejándome caer por uno de sus lados con la mayor suavidad que pude y vine a dar sobre la arena, con lo cual el porrazo no fue tan violento como lo hubiese sido si cayera desde aquella altura.
»No quiero deciros el asombro que invadió a mi alma al ver estas maravillas que aquí existen, porque, aproximadamente, fue parecido al que acabo de ver que a vos os ha tenido suspenso…»
Apenas había yo gustado de ello cuando una nube espesa cayó sobre mi alma y ya no distinguí a nadie a mi alrededor, y mis ojos no vieron en todo el hemisferio ni una huella siquiera del camino que había andado. Y a pesar de esto, no dejaba yo de acordarme de todo lo que había sucedido. Cuando más tarde he reflexionado sobre este milagro, he sospechado que la corteza del fruto que yo mordí no me había quitado totalmente el sentido, porque mis dientes al atravesarla se sintieron humedecidos con el jugo que ella recubría y cuya energía había disminuido el maleficio de la corteza. Me quedé muy sorprendido de verme tan solo en un país que yo no conocía. En vano sobre él esparcía los ojos paseándolos por toda la Naturaleza; no les ofrecía consuelo la contemplación de ninguna criatura. Finalmente me determiné a seguir andando, hasta que la Fortuna me deparase la compañía de algunos animales o la de la muerte. Vino aquélla en mi ayuda, pues al cabo de un cuarto de legua encontré dos enormes animales de los cuales uno se detuvo ante mí y el otro se fue ligeramente a su albergue, o, por lo menos, así lo pensé yo, porque al poco tiempo le vi volver acompañado de setecientos u ochocientos más de su misma especie que en seguida me rodearon. Cuando pude observarlos de cerca, advertí que en cuerpo y rostro eran a nosotros semejantes. Me hizo esto pensar en las sirenas, los faunos y los sátiros de que antaño me hablaba en sus cuentos mi nodriza. Aullaban frecuentemente con tanta furia, seguramente por la admiración que de verme sentían, que casi llegué a pensar si yo sería un monstruo. En esto, una de esas bestias-hombres, tomándome por el cuello como lo hacen los lobos que roban ovejas, me dejó sobre sus espaldas y me condujo a su ciudad, en la cual todavía quedé más suspenso que antes, al ver que eran hombres y que, sin embargo, todos ellos andaban en cuatro pies.
Cuando este pueblo me vio tan pequeño (pues ellos, la mayor parte, tenían doce codos de estatura) y con el cuerpo sostenido tan sólo por dos pies, no pudieron creerse que fuese un hombre, porque pensaban que habiendo dado la Naturaleza a los hombres dos piernas y dos brazos, como a los animales, debían aquéllos usarlos como éstos. Y, en efecto, pensando yo después en esta creencia, comprendí que tal disposición del cuerpo no era muy extravagante, pues, según yo recordaba, los niños, cuando todavía no tienen otra instrucción que la que les da la Naturaleza, andan en cuatro patas y sólo lo hacen en dos por la indicación de sus nodrizas, que los levantan sobre pequeños carricoches y les atan andaderas para que no caigan sobre el suelo, como el único asiento en que la corporeidad de nuestra masa tiende a posarse.