«Pobre de mí -me replicó él-; por más que decís, no puedo comprender del todo ese infinito de que habláis.» «¡Ah! -le dije yo-, decidme si acaso comprendéis mejor la nada que hay más allá de él. Tampoco. Porque cuando penséis en esa nada os la imaginaréis, por lo menos, como viento o como aire, y eso ya es alguna cosa; pero el infinito, si no podéis comprenderlo en su universalidad, al menos lo concebís por partes, puesto que no es difícil imaginar más allá de la porción de tierra o de aire que nosotros vemos, fuego, otro aire y otra tierra. Por lo demás, el infinito no es otra cosa que un tejido sin límites de todo esto. Ahora bien: si me preguntáis de qué modo han sido hechos todos estos mundos, siendo así que la Santa Escritura habla tan sólo de uno, que creó Dios, yo os contestaré que no puedo discutir sobre este punto, porque si me obligáis a daros razones de lo que sólo mi imaginación las tiene, con esa demanda me dejáis sin palabras si no son las que necesito para confesaros que mi razonamiento en esta clase de problemas siempre dará preferencia a mi fe.» Él me dijo que realmente su pregunta era censurable y que volviese yo a desenvolver mi idea. «De suerte -añadí yo entonces-, que todos estos otros mundos que no se ven o que tan sólo se distinguen confusamente no son más que la espuma de los soles que se purgan. Porque, ¿cómo podrían existir esos grandes fuegos si no estuviesen ligados a alguna materia que los nutriese? Por tanto, así como el fuego expulsa de su seno la ceniza que ahoga su llama, del mismo modo que el oro en su crisol se desprende, para purificarse, de la marcasita que debilita su quilate, y como nuestro corazón se desprende por medio del vómito de los humores indigestos que lo emponzoñan, así estos soles se limpian todos los días purgándose de los restos de las materias que estorban su fuego. Pero cuando ya hayan consumido esta materia que les mantiene, no dudéis que se extenderán dilatándose por todas partes para buscar otro pasto, y que se unan a todos los mundos que hayan creado otras veces y principalmente a los que encuentren más cercanos; entonces estos grandes fuegos, rebullendo todos los cuerpos, los irán rechazando confusamente de todas partes como antes, y habiéndose purificado poco a poco empezarán a servir de soles a otros pequeños mundos que engendrarán, empujándolos más allá de sus esferas. Esto es, sin duda, lo que ha hecho que los pitagóricos predijeran la atracción universal. No es esto una fantasía ridícula. La Nueva Francia, en cuyas tierras ahora estamos, es un elemento convincente. Este vasto continente de América es una mitad de la Tierra que, a pesar de nuestros predecesores que mil veces habían atravesado el Océano, aún no había sido descubierta, y antes, hasta puede afirmarse que no existía, como muchas islas, penínsulas y montañas que se han erguido sobre nuestro planeta cuando las herrumbres del Sol por él eliminadas han sido lanzadas bastante lejos y condensadas en masas bastante pesadas para ser atraídas hacia el centro de nuestro mundo, acaso en pequeñas partículas, o tal vez, de pronto, en grandes masas. No es esto muy absurdo, y quizá san Agustín lo hubiese realizado en su tiempo, ya que este grande personaje, cuyo genio con tan luminoso fuego estaba encendido, asegura que en su tiempo la Tierra era achatada como un horno y que nadaba sobre las aguas como una media naranja. Pero si alguna vez tengo yo el honor de veros en Francia os haré notar, por medio de un excelente anteojo, que ciertas oscuridades que desde aquí parecen sombras son mundos que se están formando.»

Mis ojos, que al acabar estas palabras ya se me iban cerrando, obligaron a salir al virrey. El día siguiente y otros sucesivos los pasamos en semejantes razones. Pero como algún tiempo después las vicisitudes de los asuntos de la provincia suspendieron nuestra filosofía, otra vez volví con el mayor empeño a mi deseo de subir a la Luna.

Tan pronto como ésta amanecía yo me iba por los bosques soñando en la realización y el éxito de mi empresa, y por fin en vísperas de san Juan, mientras todos estaban en el fuerte reunidos en consejo para determinar si se prestarían socorros a los salvajes del país en sus luchas contra los iroqueses, yo me fui solo por las espaldas de nuestra casa hasta la cima de una montaña no muy grande, donde veréis lo que me sucedió. Había construido yo una máquina y creía que sería capaz para elevarme todo lo que yo quisiera, porque, no faltándole nada de lo que yo pensaba que era necesario, me senté dentro de ella y me precipité en el aire desde la cima de una roca; pero por no haber calculado bien las medidas me caí rudamente en el valle. Y aunque había quedado muy maltrecho, me volví a mi cuarto y sin encogérseme el ánimo, con algo de medula de buey me unté el cuerpo desde la cabeza hasta los pies, pues todo él lo tenía quebrantado. Y así que me tomé una botella de esencia cordial para fortificarme el corazón, volví en busca de mi máquina; pero ya no la hallé, pues ciertos soldados que habían sido enviados al bosque a cortar leña para encender las hogueras de san Juan, como toparan con ella casualmente, la habían llevado al fuerte, en donde tras algunas explicaciones de lo que pudiera ser, y habiendo descubierto el mecanismo del resorte, algunos dijeron que había que atarles muchos cohetes voladores, porque habiéndoles levantado muy alto, con su rapidez y agitando el resorte de sus grandes alas, nadie dejaría de tomar esta máquina por un dragón de fuego. Yo estuve buscándola mucho tiempo y la encontré por fin en medio de la plaza de Quebec, cuando ya iban a prenderle fuego. Y tan grande fue mi dolor al ver en considerable peligro la obra de mis manos que fui corriendo a coger el brazo del soldado que encendía el fuego. Le arranqué la mecha y frenéticamente me metí en mi máquina para romper el artificio de que la habían rodeado. Pero ya llegué tarde, porque apenas hube metido los pies fui elevado hacia las nubes. El horror que me invadió no me consternó tanto ni alteró mis facultades hasta el punto de que no pueda acordarme de todo lo que en aquel momento me sucedió. Porque en el mismo instante en que la llama devoró parte de los cohetes que estaban dispuestos en grupos de seis por medio de una atadura que reunía cada media docena, otros seis se encendieron y luego otros seis, de tal modo que el salitre, al encenderse, al mismo tiempo que acrecía el peligro, lo alejaba. Sin embargo, cuando ya estuvieron consumidos todos los cohetes, el artificio faltó, y cuando ya soñaba yo dejarme la cabeza pegada a cualquier montaña, sentí sin moverme casi que mi elevación continuaba y que libertándose de mí la máquina, volvía a caer sobre la Tierra. Esta aventura tan extraordinaria me ensanchó el corazón con una alegría tan poco común, que, transportado por verme fuera de un peligro seguro, tuve el atrevimiento de filosofar sobre esto, y buscando con la razón y con los ojos cuál pudiera ser la causa, advertí que mi carne estaba hinchada y todavía grasienta con la grasa de la medula que yo me había untado en las contusiones de mi porrazo; entonces me di cuenta de que como iba descendiendo y como la Luna durante este cuadrante había tenido costumbre de sorber la medula de los animales, se bebía la que yo me había untado, con tanta fuerza como era menor la distancia que de mí la separaba, y que no debilitaba en su vigor la interposición de nube alguna.

Cuando ya hube atravesado, según el cálculo que yo me hice después, mucho más de las tres cuartas partes del camino que separa la Luna de la Tierra, me vi de pronto dar con los pies en alto, y esto sin que me cayese de ninguna manera, y no me hubiese dado cuenta de ello, seguramente, si no hubiera notado gravitar sobre mi cabeza la carga pesada de mi cuerpo. Yo me daba muy buena cuenta de que no caía hacia la Tierra, porque aunque me encontrase entre dos lunas y aunque notase perfectamente que a medida que me acercaba a una de ellas me alejaba de la otra, estaba convencido de que la más grande era nuestro planeta, porque como al cabo de uno o dos días de viaje las refracciones alejadas del Sol venían a confundir la diversidad de los cuerpos y de los climas, se me aparecía ya solamente como una gran placa de oro. Esto me hizo pensar que iba dirigiéndome hacia la Luna, y me confirmé en esta opinión cuando recordé que había empezado a caer a las tres cuartas partes de mi camino, porque, me decía yo para mis adentros, como esta masa es menor que la nuestra, es lógico también que su esfera de actividad sea de menos extensión y que, por consiguiente, haya sentido más tarde la fuerza de su centro.