Jam juvenem vides;

me decía,

instet cum serior aetas

moerentem stultos praeteriisse dies.

«Y, en verdad -añadía-, creo que Tibulo profetizaba mi estado cuando hablaba así, pues nadie sintió tanto como yo haber pasado tan inútilmente días tan gustosos.»

Tú, lector, debes perdonarme esta digresión, y si me extendí tanto sobre el mérito de un amigo, su muerte me disculpa de la que hubiese tenido por ser un vano adulador, aunque estas cosas no creo que dejen de gustar jamás. Y ahora, para proseguir la cita de las autoridades en las que se ha fundado, te diré que el demonio, del cual se hizo acompañar tan provechosamente en la Luna, no es nada inaudito, puesto que Tales y Heráclito han dicho que el mundo estaba lleno de esos seres. Además, lo abona así lo que se ha publicado de Sócrates, de Dión, de Bruto y de tantos más: la pluralidad de mundos, de la que también nos habla, está confirmada por la opinión de Demócrito, que la ha sostenido; así como lo que dice del infinito y de los minúsculos cuerpos o átomos, de los que han hablado, después que este filósofo, Epicuro y Lucrecio.

El movimiento que atribuye a la Tierra no es tampoco nuevo, puesto que Pitágoras, Filolao y Aristarco sostuvieron antes que giraba en torno del Sol, que situaban en el centro del mundo. Lisipo y varios más han dicho aproximadamente lo mismo; pero Copérnico, en el siglo pasado, ha sido quien más altamente lo ha proclamado, puesto que ha cambiado el sistema de Tolomeo, antes seguido por todos los astrónomos, que ahora, en su mayor parte, aprueban el de Copérnico, más simple y más fácil, ya que sitúa el Sol en el centro del mundo y la Tierra entre los planetas, en el sitio en que Tolomeo daba el Sol; es decir, que hace girar en torno del Sol a la esfera de Mercurio, después a la de Venus, después la de la Tierra, al borde de la cual sitúa un epiciclo, sobre el cual hace girar a la Luna en torno de la Tierra y acabar esa revolución en veintisiete días, a más de la que le hace dar en torno al Sol, durante un año.

Por su otra parte, lector, he de confesarte que ese cambio me es indiferente, porque yo no sé nada de esas ciencias, que son demasiado abstractas para mí; y te aseguro que todo lo que yo sé no es más que algo de lo que recuerdo de alguna lectura de obras sobre este tema. Por esto declaro que con lo que he dicho de Copérnico no he querido ofender a Tolomeo. Me basta que Coeli enarrant gloriam Dei, y que su admirable estructura me prueba que no son obra del hombre. Por más que Tolomeo diga lo contrario, son lo mismo que siempre fueron; y sea el que fuere el cambio que Copérnico aportase han permanecido en el mismo sitio y con la misma función que les dio el Ser Supremo, que puede cambiarlo todo sin Él cambiar.

Al principio de este discurso he dicho lo que me había decidido a desarrollarle; a continuación podrá saberse cómo y por qué he citado a todos esos sabios. Yo te ruego, lector, que te acuerdes, para justificar la poca o ninguna diferencia que yo tengo para las invenciones ajenas, en lo que puedan alterar la verdad de mi creencia.

HISTORIA CÓMICA O VIAJE A LA LUNA

Estaba la Luna en el lleno y el cielo despejado, y ya habían sonado las nueve de la noche cuando, regresando de Clamart [7] , cerca de París (cuyo actual mayorazgo, el señor Cuigy, nos había obsequiado a mis amigos y a mí), los múltiples pensamientos que esa bola de azafrán nos sugirió fue divirtiéndonos durante nuestro caminar; porque con los ojos anegados en ese gran astro, ya lo consideraba alguien como una buhardilla del cielo; ya otros aseguraban que era la plancha con que Diana saca brillo a la pechera de Apolo, y otros creían que bien podría ser el Sol, que habiéndose despojado de sus rayos por la tarde miraba por un agujero lo que pasaba en el mundo cuando él no estaba alumbrándolo. «Y a mí -les dije yo-, que me complace unir mis entusiasmos con los vuestros, me parece, sin que me seduzcan vuestras agudas hipótesis, con las que pretendéis distraer al tiempo para que pase más de prisa, me parece, os digo, que la Luna es un mundo como este vuestro, y que a su vez la Tierra sirve de Luna a esa que veis vosotros.»

Algunos de mis compañeros soltaron una gran carcajada cuando yo hube dicho tales razones. «Puede ser -les repliqué yo- que en la Luna haya también algunos que en este momento se estén burlando de cualquiera que afirme que este globo nuestro es un mundo.» Pero por más que les quise convencer de que esa opinión mía era la de muchos grandes hombres, no conseguí que dejasen de reír, como lo estaban haciendo de muy buena gana.

No obstante, este pensamiento, cuya audacia agitaba mi espíritu, afirmada por la contradicción de los otros, se fue afincando tanto en mi ánimo, que ya durante el resto del camino me quedé embarazado con mil definiciones de la Luna que no podía alumbrar; de suerte que, a fuerza de apoyar esta creencia burlesca con argumentos casi serios, ya faltaba poco para que yo me desdijese, cuando el milagro o la casualidad, la Providencia, la fortuna, o quizá lo que comúnmente se llama visión, ficción o quimera, o locura si se quiere, me suministró la ocasión que me inclinó a esta idea. Cuando llegué a mi casa, subí a mi estudio y encontré sobre la mesa un libro abierto que yo no había dejado allí. Era el de Cardan [8], y aunque no tuviese el propósito de leer, dejé caer los ojos, como si fuese por fuerza, sobre una historia de este filósofo que dice que estudiando una tarde a la luz de una candela vio entrar, filtrándose por las puertas cerradas, a dos grandes ancianos, los cuales, después de muchas preguntas que él les hizo, contestaron que eran habitantes de la Luna, y desaparecieron en diciendo esto. Me quedé tan sorprendido al ver un libro que había llegado hasta mi mesa él solo, sin que nadie lo dejara allí, y al ver que además se había abierto en aquella ocasión y precisamente por aquella página, que tomé todos estos incidentes encadenados como una inspiración que me obligaba a dar a conocer a los hombres que la Luna es un mundo. «¡Cómo -me decía yo a mí mismo-, después de estar hablando todo el día de una cosa, un libro que acaso es el único en el mundo donde estas materias se tratan tan detalladamente vuela de mi biblioteca a mi mesa, para abrirse precisamente por las páginas de tan inaudita aventura, y arrastra a mis ojos, como una fuerza secreta, hasta él, y luego suministra a mi fantasía las reflexiones y a mi voluntad los propósitos que yo he formado! Sin duda -continué diciéndome a mí mismo- los dos viejos que se aparecieron al gran Cardan no eran otros que los que han cogido mi libro y lo han dejado en mi mesa abierto por esas páginas para ahorrarse conmigo la arenga que a Cardan le hicieron. ¿Pero -pensaba yo- no sabré resolver esta duda si no subo hasta allá? ¿Y por qué no? -me replico luego-. Prometeo en otro tiempo fue al cielo y robó el fuego. ¿Acaso yo soy menos osado que él? ¿Y tengo motivos para no confiar en un éxito tan favorable como el suyo?»

A estas humoradas que acaso llaméis exceso de delirio febril, sucedió la esperanza de realizar un viaje tan encantador. Y alentado por esa esperanza me encerré en una casa de campo bastante solitaria, donde después de halagar mis sueños con algunos medios proporcionados a mi intento, he aquí cómo conseguí subir al cielo.

En torno a mi cuerpo me había atado bastantes frascos llenos de rocío, sobre los cuales el Sol proyectaba tan ardientemente sus rayos, que su calor, que los atraía como hace con las más grandes nubes, me levantó a tan grande altura, que por fin llegué a encontrarme por encima de la primera región. Pero como esa atracción me elevaba demasiado rápidamente, y como en vez de aproximarme a la Luna, como era mi deseo, todavía me parecía estar más lejos de ella que al principio, fui rompiendo algunos de mis frascos hasta que observé que mi peso sobrepujaba la atracción del calor e iba descendiendo sobre la Tierra. No fue falsa mi opinión, puesto que en aquélla me encontré poco tiempo después. Teniendo en cuenta la hora en que había salido, ya debía de estar mediada la noche. Sin embargo, vi que el Sol estaba en lo más alto del horizonte, y que era mediodía. A vosotros dejo el pensar cuál no sería mi asombro: y fue tan fácil este asombro, tuve la insolencia de imaginar que, como premio a mi atrevimiento, Dios, por una vez más, había detenido el curso del Sol a fin de alumbrar una empresa tan generosa. Todavía acreció mi atrevimiento el no conocer el país donde me encontraba, puesto que, según yo creía, habiendo ascendido derechamente debiera haber descendido al sitio mismo de mi partida. Y tal como estaba equipado encaminé mis pasos hacia una especie de choza en la que apercibí humo; y ya estaba de ella a un trecho de pistola cuando me vi rodeado por una cantidad numerosa de hombres completamente desnudos. Mucho parecieron espantarse de mi presencia, pues, a lo que yo creo, era yo el primer hombre que ellos viesen vestido de botellas. Y para alterar todavía más todos los pensamientos que ellos pudiesen tener acerca de este hábito mío, todavía estaba el ver que al andar apenas si tocaba yo en el suelo; tampoco imaginaban ellos que a la menor inclinación que yo diese a mi cuerpo el ardor de los rayos del Sol me levantaría con mi rocío y que, aunque ya mis frascos no eran muchos, probablemente ante su vista me hubiesen levantado por el aire. Quise yo abordarles; pero como si su temor les hubiese cambiado en pájaros, vi cómo en un instante se perdían por la próxima selva. Aún pude coger a uno cuyas piernas sin duda le habían traicionado el corazón. A éste le pregunté (con bastante esfuerzo porque estaba yo lleno de ahogo) cuánto había desde allí hasta París, cómo y desde cuándo iba la gente en Francia desnuda de aquel modo y por qué huían ellos de mí con tanto espanto. Este hombre, con el cual yo hablaba, era un anciano aceitunado que muy temeroso se hincó en seguida de hinojos ante mí y juntando las manos hacia lo alto por detrás de su cabeza quedó con la boca abierta y cerró los ojos. Largo tiempo estuvo murmurando entre dientes sin que yo pudiese entender nada de lo que decía; así que di en pensar que su lenguaje era tan sólo el ceceo gutural de un mudo.