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extendió sobre la mesa y comenzó a dibujar una y otra vez, insaciablemente, el sol y la luna, la luna y el sol, apartados, yuxtapuestos.

Laura miraba por la alta ventana del hotel en busca del astro y el satélite, elevados por Frida a un rango idéntico de estrellas diurnas y nocturnas, sol y luna paridos por Venus la primera estrella del día y la última de la noche, luna y sol iguales en rangos pero opuestos en horas, vistos por los ojos del mundo, no por los del universo, Laura, ¿con qué va a llenar Diego esos espacios en blanco de su mural?

– Me da miedo. Nunca se ha guardado un secreto así.

Sólo lo supieron el día de la inauguración. Una sagrada familia obrera presidía el trabajo de las máquinas y los hombres blancos de espaldas al mundo, los hombres morenos de cara al mundo y, en el extremo del fresco, las dos mujeres vestidas como hombres mirando a los hombres y encima de la depicción del trabajo y las máquinas una virgen de humilde vestido de percal y bolitas blancas como cualquier empleada del almacén de Detroit, levantando a un niño desnudo, con aureola también, y buscando en vano el apoyo de la mirada de un carpintero que le daba la espalda a la madre y al niño. El carpintero sostenía los instrumentos de su trabajo, el martillo y los clavos, en una mano, y dos maderos en cruz en la otra. Su halo se veía desteñido y contrastaba con el carmesí brillante de un mar de banderas que separaba a la sagrada familia de las máquinas y los obreros.

El murmullo creció cuando cayeron los velos.

Burla, parodia, burla de los capitalistas que lo emplearon, parodia del espíritu de Detroit, sacrilegio, comunismo. Otro muro, este de voces, comenzó a levantarse frente al de Diego Rivera, los asistentes comenzaron a dividirse, la gritería fue creciendo. Edsel Ford, el hijo del magnate, pidió calma, Rivera se subió a una escalera de mano y proclamó el nacimiento de un nuevo arte para la sociedad de futuro y tuvo que descender pintado de amarillo y rojo por los cubetazos que le empezaron a arrojar provocadores preparados de antemano por el propio Rivera mientras otra brigada de obreros, también preparada con anticipación por Diego, se plantó frente al mural y proclamó una guardia permanente para protegerlo.

Diego, Frida y Laura salieron la mañana siguiente por tren a Nueva York para iniciar el proyecto de los murales del Rockefeller Center. Rivera iba eufórico, limpiándose la cara con gasolina, feliz como un niño travieso que prepara su siguiente broma y las gana todas: atacado por los capitalistas por comunista y por los comunis-

tas por capitalista, Rivera se sentía puro mexicano, mexicano burlón, travieso, con más púas que un puercoespín para defenderse de los cabrones de aquí y de allá, ayuno de los rencores que vencían de antemano a los cabrones de aquí y de allá, encantado de ser el blanco del deporte nacional de atacar a Diego Rivera que ahora sería visto como una tradición nacional frente al nuevo deporte gringo de atacar a Diego Rivera, Diego el Puck gordo que en vez de las enramadas del bosque de una noche de verano, se reía del mundo desde el bosque de tablas de su andamio de pintor un minuto antes de caer al suelo y descubrir que tenía una cabeza de asno pero encontraba un regazo amoroso donde acogerse y ser acariciado por la reina de la noche que no veía al burro feo sino a un príncipe encantado, la rana convertida en el príncipe enviado por la luna para amar y proteger a su Friducha, mi chiquita, mi niñita adorada, quebrada, adolorida, todo es por ti, tú lo sabes, ¿verdad que sí?, y cuando te digo, Frida, «déjame ayudarte, pobrecita», ¿qué te estoy diciendo sino ayúdame, pobrecito de mí, ayuda a tu Diego?

Le pidieron a Laura que regresase a México con las maletas de verano, las cajas de cartón llenas de papeles, que pusiera todo en orden en la casa de Coyoacán, que se quedara a vivir allí si le cuadraba, que no necesitaban decirle más porque Laura vio que ellos se necesitaban más que nunca después del aborto, que Frida no iba a trabajar durante un rato y que en Nueva York no la necesitaría a Laura, saldría sobrando, tenía muchos amigos allí, le encantaba salir con ellos de tiendas y al cine, había un festival de películas de Tarzán que ella no quería perderse, las películas con gorilas le parecían maravillosas, había visto King Kong nueve veces, le devolvían el buen humor, la mataban de risa.

– Sabes que a Diego le cuesta mucho dormirse en invierno. Ahora tengo que pasar todas las noches con él para que tenga reposo y energía para el nuevo mural. Laura, no te olvides de llevarme una muñeca a mi cama en Coyoacán.

XI. Avenida Sonora: 1934

Un buen día, las tías Hilda y Virginia desaparecieron.

Su hermana Leticia se levantó a las seis de la mañana, hora habitual en que preparaba los desayunos para colocarlo todo -mangos y membrillos, mameyes y melocotones, huevos rancheros, pan de cemita, café con leche- a las siete en los lugares marcados por las servilletas enrolladas en aros de plata.

Miró con tristeza que luego juzgó premonición los sitios reservados para sus tres hermanas y las iniciales de plata, H, V, MO. Cuando a las siete y cuarto ninguna había aparecido, fue a la pieza de María de la O y la despertó.

– Perdóname. Tuve sueños muy pesados.

– ¿Qué soñaste?

– Que una ola. No sé -dijo casi avergonzada la tiíta-. Malditos sueños, ¿por qué se despiden tan rápido?

Enseguida Leticia tocó a la puerta de Hilda y no obtuvo respuesta. La entreabrió y vio que la cama estaba perfectamente tendida. Abrió las puertas del ropero y notó que sólo un gancho colgaba desnudo, y era el que normalmente se revestía del largo camisón blanco con pechera de holanes que más de mil veces Leticia había lavado y planchado. Pero las hileras perfectamente ordenadas de zapatillas y botines estaban completas, como un ejército en reposo.

Apresuró con angustia el paso al cuarto de Virginia, segura ya de que allí tampoco encontraría una cama revuelta. En cambio, había una nota escrita dentro de un sobre dirigido a Leticia y apoyado contra el espejo:

«HERMANITA: Hilda no pudo ser lo que quiso y yo tampoco. Ayer nos vimos al espejo y pensamos lo mismo. Es mejor la muerte que la enfermedad y la decadencia. ¿Para qué esperar con paciencia "¿cristiana?" la hora fatal, por qué no tener la valentía de ir hacia la muerte en vez de darle el gusto de que ella nos toque a la puerta una noche? Sentadas aquí en Xalapa, atendidas a tus bonda-

des y a tus esfuerzos, nos estábamos apagando como dos velas menguadas. Quisimos, las dos, hacer algo equivalente a lo que no pudimos realizar en vida. Nuestra hermana se miró los dedos artríticos y tarareó un Nocturno de Chopin. Yo me miré las ojeras y conté en cada una de mis arrugas un poema que nunca se publicó. Nos miramos y supimos lo que cada una pensaba -¡tantos años de vivir juntas, imagínate, desde que nacimos no nos hemos separado, nos adivinamos los pensamientos!-. La noche anterior, recordarás, nos sentamos las cuatro a jugar al tute en el salón. Me tocó barajar (a Hilda la excusamos por eJ estado de sus dedos) y me empecé a sentir mal, como debe sentirse alguien que entra en agonía y lo sabe, pero por muy mal que me sintiese, no podía dejar de barajar, seguí barajando sin ton ni son, hasta que tú y María de la O me miraron extrañadas y yo seguía barajando ahora frenéticamente, como si de mezclar las cartas dependiese mi vida y tú, Leticia, pronunciaste la frase fatal, repetiste ese dicho gracioso y viejo y terrible, "-Una viejita se murió barajando".

»Entonces miré a Hilda y ella a mí y nos entendimos. Tú y nuestra otra hermana estaban en otra parte, fuera de nuestro mundo.

«Mirando las cartas. Tú ofreciste sobre la mesa el rey de bastos.

«Hilda y yo nos miramos desde el fondo del alma… no nos busques. Desde ayer en la noche las dos nos pusimos los camisones blancos, nos dejamos los pies descalzos, despertamos a Zampayita y le ordenamos que nos llevara en el Issota al mar, al lago, donde nacimos. No se resistió. Nos miró como locas por salir en camisón. Pero él siempre seguirá las órdenes de cualquiera de nosotras. Así que cuando despiertes y leas esta carta, no nos encontrarás ni a Hilda ni a mí ni al negrito ni al coche. Zampayita nos soltará donde le indiquemos y las dos nos perderemos descalzas por la selva, sin rumbo, sin dinero, sin una canasta de pan, descalzas y con nuestros camisones puestos sólo por pudor. Si nos quieres, no nos busques. Respeta nuestra voluntad. Hemos querido hacer de la muerte un arte. El último. El único. No nos arrebates este gusto. Te quieren tus hermanas