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VIRGINIA Y HILDA».

– Tus tías no reaparecieron -le dijo Leticia a Laura-. El coche lo encontraron en una curva del camino de Acayucan. Al negrito lo hallaron cosido a puñaladas en el mismo prostíbulo, perdóname hija, donde creció María de la O. No me mires así. Son puros

misterios y no voy a ser yo quien los aclare. Bastantes quebraderos de cabeza tengo con lo que ya sé, para aumentarlos con lo que ignoro.

Laura viajó a Xalapa apenas supo de la desaparición de las tías solteras, pero ignoraba la terrible suerte del fiel servidor de tantos años. Era como si el espíritu malvado de la madre de María de la O «la Triestina», hubiese regresado, tan negro como su piel, para vengarse de todos los que tuvieron un destino que, según su propia hija, la madre exaltaba localmente:

– Tan feliz que era yo de puta. ¡Chinguen a su madre los que me volvieron decente!

Leticia, anticipadamente, le dijo a Laura lo que ésta sabía desde siempre. La Mutti no andaba en chismes y averiguaciones. Iba enfrentando las cosas según acontecían. No necesitaba inquirir porque lo entendía todo y como lo acababa de decir, lo que no entendía lo imaginaba.

De regreso en el hogar veracruzano, Laura, como si mirase un desconcertado reloj de sol, entendió retrospectivamente, a causa del destino de sus tías y la actitud de su madre, que Leticia lo sabía todo sobre Laura, el fracaso de su matrimonio con Juan Francisco, su rebeldía contra el marido disuelta en la cómoda aceptación del trato protector de Elizabeth y de allí a la vacía, prolongada y al cabo inútil relación con Orlando; y sin embargo, ¿no habían sido indispensables estas etapas, en sí tan dispensables, para acumular instantes de percepción aislados pero que, sumados, la estaban conduciendo a una nueva conciencia, aún vaga, aún brumosa, de las cosas? El reloj de sol era inseparable del reloj de sombra.

Leticia aprovechó la fuga de las solteronas para mirar a fondo los ojos de Laura y pedirle lo que Laura le dijo, es muy pesado para ti y la tiíta cuidar a dos muchachos que ya van para los ocho y los nueve años, voy a llevármelos conmigo a México, tú y la tiíta también…

– Nos quedamos aquí, hija. Nos acompañamos. Tienes que rehacer tú sola tu hogar.

– Sí, Mutti. Juan Francisco nos espera a todos en la casa de la Avenida Sonora. Pero ya te lo dije, si tú y tu hermana quieren venir con nosotros, buscaremos una casa más amplia, no faltaba más.

– Resígnate a vivir sin nosotras -sonrió Leticia-. Yo no quiero salir del estado de Veracruz en toda mi vida. La capital me espanta.

¿Era necesario explicarle cómo, abandonada por Orlando, decidió rehacer su hogar con Juan Francisco, no por la flaqueza, sino por un acto de voluntad fuerte e indispensable que resumió para ella las lecciones de su vida con Orlando? Le había reprochado a su marido una falta de sinceridad básica, por no decir una cobardía por no decir una traición que para siempre lo volvería odioso a los ojos de la mujer y a ella odiosa ante sí misma, pues las excusas que pudo darse cuando se casó con el líder obrero, le parecían ahora insuficientes, por más que las justificasen la juventud y la inexperiencia.

Esta tarde, cercana a su madre en la vieja ciudad de su adolescencia, Laura hubiese querido decirle esto a la Mutti, pero la detuvo la propia Leticia con una conclusión contundente:

– Si quieres, puedes dejar aquí a los niños hasta que arregles tus asuntos con tu marido y vuelvan a acomodarse a la vida matrimonial. Pero eso tú ya lo sabes.

Las dos estuvieron a punto de decir al unísono «dime», pero ambas se dieron cuenta de que sin necesidad de cruzar palabra lo sabían todo, Leticia del fracaso matrimonial de Laura y Laura de la decisión de regresar, a pesar de todo, con Juan Francisco y darle una segunda oportunidad a su hogar y a sus hijos. Luego recordó que sí, estuvo a punto de decir que había perdido los años más recientes de su vida engañándose salvajemente, que la desilusión flagrante la había conducido a la mentira: ella misma se sintió justificada en romper con el hogar y entregarse a lo que dos mundos, el interno de su propio rencor y el externo de la sociedad capitalina, consagraban como aceptable vendetta para una mujer humillada: el placer, la independencia.

Laura no sabía ahora si una u otra cosa -goce, libertad- habían sido alguna vez suyos. Arrimada a Elizabeth hasta que la generosidad se convirtió en patronazgo, éste en irritación y al cabo en desprecio. Entregada al amor de Orlando hasta que la pasión se reveló como juego y engaño. Exploradora de una nueva sociedad de artistas, gente de abolengo viejo o de fortuna reciente, arribistas que, eso sí, nunca la engañó porque en las fiestas de Carmen Cortina la apariencia era la esencia y la realidad era su máscara.

Útil, sentirse útil, imaginar que servía para algo, la llevó bajo el techo del clan Kahlo-Rivera, pero toda su gratitud hacia la extraordinaria pareja que la acogió en un mal momento y la trató como amiga y compañera, no disfrazaba el hecho de que Laura era ancilar al mundo de los dos artistas; era una pieza sustituible dentro

de una geometría perfectamente lubricada como esas máquinas de acero reluciente que Diego celebró en Detroit, pero una máquina de frágiles pilares, como las piernas heridas de Frida Kahlo. Ellos se bastaban a sí mismos. Laura los querría siempre pero no se hacía ilusiones: ellos también la querían pero no la necesitaban.

– ¿Qué necesito, mamá, quién me necesita? -remató Laura después de decirle a Leticia todo lo anterior, todo lo que se había jurado no decirle y que ahora, habiéndolo dicho apresurada y vertiginosa, agarrada a las manos fuertes y hacendosas de su madre, no sabía si en verdad lo había dicho o si Leticia, una vez más, había adivinado los sentimientos y las ideas de su hija, sin que Laura pronunciara palabra.

«Dime», pidió Leticia y Laura supo que sabía.

– ¿Entonces los niños deberían seguir aquí?

– Sólo mientras vuelves a encontrarte con tu marido.

– ¿Y si no nos entendemos, como es muy posible?

– Es que no se van a entender nunca. Ésa es la cosa. Lo importante es que tú tomes a tu cargo algo verdadero y te decidas a salvarlo tú, en vez de esperar a que te salven. Como hasta ahora, perdóname que te lo diga.

– ¿Aunque sepa que va a salir mal otra vez?

Leticia asintió con la cabeza. -Hay que hacer ciertas cosas a sabiendas de que vamos a fracasar.

– ¿Qué salgo ganando, Mutti?

– Yo diría que la oportunidad de llegar a ser tú misma, dejando atrás tus pruebas fallidas. Ya no las volverás a pasar.

– ¿Ir con los ojos abiertos al desastre, mamá, eso me pides?

– Hay que consumar las cosas. Estás dejando demasiados pendientes, lo que se llama cabos sueltos. Sé tú misma, no el juguete de los demás, aunque ser un poquito más auténtica te salga caro.

– ¿No fue «auténtico» todo lo que me pasó desde que dejé a Orlando?

Esta vez, Leticia se limitó a entregarle la muñeca china a su hija.

– Toma. La última vez que viniste la olvidaste. Ahora le nace falta a la señora Frida.

Laura tomó a Li Po, besó a Dantón y Santiago mientras dormían y regresó a lo que ya estaba consumado desde antes de viajar a Xalapa alarmada por la desaparición de las tías.

Pasaron la primera noche juntos acostados lado a lado, como en una tumba, sin calor, sin recriminación pero sin tacto, de acuerdo en decirse algunas cosas, en llegar a determinados compromisos. No le negarían oportunidades al amor carnal, pero tampoco lo pondrían por delante como obligación. En vez, partirían, acostados de nuevo lado a lado, de algunas preguntas y afirmaciones tentativas, tú entiendes, Juan Francisco, que antes de conocerte ya te conocía por lo que se decía de ti, tú nunca te jactaste de nada, no puedo acusarte de eso, al contrario, apareciste en el Casino Xalapeño con una simplicidad que me resultó muy atrayente, tú no me presumiste para impresionarme, yo ya estaba impresionada de antemano por el hombre valiente y excitante de mi imaginación, en ella suplías el heroísmo sacrificado de mi hermano Santiago, tú sobreviviste para continuar la lucha en nombre de mi sangre, no fue tu culpa si no estuviste a la altura de mis ilusiones, la culpa fue mía, ojalá que esta vez podamos vivir juntos tú y yo sin espejismos, yo nunca sentí amor de tu parte, Laura, sólo respeto y admiración y fantasía, no pasión, la pasión no dura pero el respeto y la admiración, sí, y si eso se pierde, ¿qué nos queda, Laura?, vivir sin pasión y sin admiración, diría yo, Juan Francisco, pero con respeto sí, respeto por lo que realmente somos, sin ilusiones y por nuestros hijos que no tienen la culpa de nada y a los que echamos al mundo sin pedirles permiso, ¿ése es el pacto entre tú y yo?, no, algo más, trata de quitarme el miedo, te tengo miedo porque me pegaste, júrame que nunca me volverás a pegar, pase lo que pase entre tú y yo, tú no puedes imaginar el terror que siente una mujer cuando uno hombre se le va encima a golpes. Ésa es mi principal condición, no te preocupes, creí tener más fuerza de la que realmente tengo, perdóname.