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– Nunca vi pasar por mi puerta a una mujer con una ansia más desesperada de trabajo. Creo que ni tú misma lo sabías.

– No, no lo sabía, sólo me obsesionaba la necesidad de inventarme un mundo y supongo que eso supone inventarse un trabajo.

– O un hijo, que también es una creación -Frida miró inquisitivamente a Laura.

– Tengo dos.

– ¿Dónde están?

¿Por qué tuvo Laura Díaz la sensación de que sus conversaciones con Frida Kahlo, tan íntimamente femeninas, sin recovecos y terceduras, sin una gota de mala leche, eran, por una parte, una recriminación que Frida le dirigía a una maternidad irresponsable, no porque no era convencional, sino porque no era lo suficientemente rebelde ante los hombres -el marido, el amante- que habían alejado a la madre de los hijos? A Laura le dijo con toda franqueza que ella le era infiel a Rivera porque Rivera le fue infiel primero; sólo compartían un acuerdo; Diego se acostaba con mujeres, Frida también, porque acostarse con hombres hubiera enfurecido a Diego, pero no una simetría del gusto compartido por el sexo femenino. El problema no era ése, le confesó una noche la mujer inválida a Laura. La infidelidad a veces no tiene nada que ver con el sexo. Se trata de establecer intimidad con otra persona, pero la intimidad puede ser secreta y el secreto requiere mentiras para proteger a la intimidad y el secreto a veces se llama «sexo».

– No importa con quién te acuestas, sino en quién confías y a quién le mientes. Se me hace que tú no confías en nadie, Laura, y le mientes a todo el mundo…

– ¿Tú me deseas?

– Ya te dije que me gustas. Pero en las circunstancias actuales, te necesito sobre todo de compañía y de enfermera. Si complicamos las cosas sentimentalmente, puede que por angas o por mangas me quede sola y sin nadie que me lleve al hospital a la hora de los arrechunchos. ¡Ay nanita!

Se rió mucho, como siempre, pero Laura le insistió, ¿y la otra razón?, sólo dijiste «por una parte…», entonces por otra parte ¿qué?

– No te lo digo. Puedo necesitar que mañana me des lo mismo que te recrimino hoy. Hablemos de cosas prácticas.

Estaban en julio. El bebé era esperado en diciembre. Si Diego terminaba en octubre, tendrían tiempo de regresar juntos a tiempo y sin peligro para tener el niño en México. Pero si Diego se retrasa, ¿cómo voy a tener el hijo aquí, en el frío, sin amigos, sin nadie que me ayude más que tú?, y si me voy antes a México, ¿puedo perder al niño en el camino, en el jaleo del tren, como me lo han advertido mis doctorcitos?

Entonces Laura miraba a una mujer terriblemente vulnerable, casi encogida, empequeñecida, nadando entre los amplios ropajes campesinos que disfrazaban no sólo su disminución física sino su miedo, su temblor imperceptible, el segundo temor, un miedo de hasta adentro que no sólo extendía o duplicaba el temor físico de la mujer baldada, sino que lo sustituía por otro, inédito y compartido con el ser en gestación. Había una complicidad entre la madre y el hijo que se hacía en su vientre. Nadie podía entrar a ese círculo secreto.

Frida lanzaba la carcajada, le pedía a Laura que la ayudase a arreglarse las trenzas, a acomodarse las faldas y la blusa, a cruzarse el rebozo, a peinarse el bigotillo. Laura le daba la mano y salían a Gringolandia, a las cenas y fiestas ofrecidas al «pintor más famoso del mundo and Mrs Rivera», a bailar con los millonarios de la industria, desafiándolos a inquirir sobre los traspiés de inválida que Frida disfrazaba diciendo que eran pasos de baile del folclor oaxa-queño, bailes indios asombrosos, tan asombrosos como la cara del antisemita Henry Ford cuando ella le preguntó en voz alta y en medio de una cena, señor Ford, ¿es cierto que es usted judío?, escandalizando a la buena sociedad de Michigan con su fingida ignorancia de la grosería en lengua inglesa, diciendo con la sonrisa más cortés shit on you al levantarse de un banquete o en medio de una partida de cartas con señoras de sociedad, I enjoy fucking, don't you?, acompañada de Laura en los cines ardientes pero refrigerados de la ciudad a cien grados Fahrenheit, Chaplin en Luces de la ciudad, Laurel y Hardy, los pastelazos, las casas vandalizadas, las corretizas por la policía, un plato de espagueti derramado por el escote de una matrona, todo esto la mataba de risa, le tomaba la mano a Laura, lloraba de la risa, lloraba, reía, lloraba, gritaba de la risa, gritaba…

La camilla rodó bajo las luces que eran como ojos sin párpados y los doctores le preguntaron a Laura, ¿cómo se ha sentido?, siente mucho calor, le salen manchas en la piel, siente náuseas, le duele el útero, un riel le salió por la vagina, se la cogió un tranvía, ¿qué comió hoy?, dos vasos de crema, verdura, los vomitó, es la mujer que fue desflorada por un tranvía, ¿saben ustedes?, su marido pinta máquinas limpias, relucientes, aceradas, pero ella fue violada por una máquina vieja, herrumbrosa, indecente, pita y pita y caminando, gritó en el cine, se puso azul, comenzó a arrojar sangre, la recogieron en un lago de sangre, rodeada de coágulos perdidos por la risa, ¿saben ustedes?, el Gordo y el Flaco.

La niña de doce años acostada en una cama con el pelo mojado por el llanto, reducida, enjuta, silenciosa.

– Quiero ver a mi hijo.

– Es sólo un feto, Frida.

– No le hace.

– Los doctores no lo permiten.

– Diles que es por razones artísticas.

– Frida, nació desintegrado. Se te deshizo en el vientre. No tiene forma.

– Entonces yo se la daré.

Dormía. Despertaba. No soportaba el calor. Se levantaba. Quería huir. La recostaban. Pedía ver al niño. Diego pasaba a verla, cariñoso, comprensivo, lejano, urgido de regresar al trabajo; la mirada en el muro ausente, no en la mujer presente.

Entonces, una noche Laura escuchó un ruido olvidado que la retrajo a los días de su infancia en la selva de Catemaco. Dormía en un catre en el mismo cuarto de hospital de Frida y la despertó el ruido. Vio a Frida en la cama completamente desnuda con el cuerpo roto, una pierna más flaca que la otra, la vagina sangrando eternamente un manantial de claveles, la espalda atornillada como una ventana ciega y la cabellera creciéndole, visiblemente, por segundos, cada vez más larga, los pelos brotando como medusas del cráneo, arrastrándose como arañas por la almohada, descendiendo como culebras por el colchón, echando raíces alrededor de las patas de la cama, mientras Frida alargaba las manos y le mostraba la vagina herida, le pedía que se la tocara, que no tuviera miedo, las mujeres somos color de rosa por dentro, sácame del sexo los colores, embárramelos en los dedos, tráeme pinceles y un cuaderno, Laura, no me mires así, ¿cómo ve una mujer desnuda a otra mujer desnuda?,

porque tú estás desnuda también, Laura, aunque no lo sabes, yo sí, yo te veo con la cabeza llena de listones y cien cordones umbilicales enredados entre tus muslos: yo sueño tus sueños, Laura Díaz, veo que estás soñando con caracoles, lentísimos caracoles que van recorriendo tus años con una lentitud frágil y babosa sin darse cuenta que están en un jardín que también es un cementerio y que las plantas de ese jardín lloran y chillan y piden leche, piden teta, tienen hambre las niñas plantas, son sordos los caracoles niños y no les hacen caso a sus madres, sólo yo los veo, los oigo y los entiendo, sólo yo veo los colores reales del mundo, de los niños caracol, de las niñas plantas, de la selva madre, son azules, son verdes, son amarillos, son solferinos, son amarantos…, la tierra es jardín es tumba y lo que ves es cierto, el cuarto de hospital es la única selva pródiga en este páramo de cemento llamado Detroit, la pieza de hospital se llena de loros amarillos y gatos grises y águilas blancas y monos negros, todos me traen regalos menos tú, Laura, ¿tú que me vas a regalar?

Diego la vio y le pidió a Laura que le trajera cuadernos, lápices y acuarelas. Le bastaron una mirada y unas cuantas palabras cruzadas.