En Rivera (sentado junto a la ventana del carro comedor, contando mentiras fabulosas sobre su origen físico -a veces era hijo de una monja y un sapo enamorado, a veces de un capitán del ejército conservador y de la enloquecida emperatriz Carlota-, evocando su fabulosa vida parisina al lado de Picasso, Modigliani y el ruso Iliá Ehrenburg, que publicó una novela sobre la vida de Diego en París titulada Aventuras del mexicano Julio Jurenito, detallando sus gustos culinarios aztecas por la carne humana, tlaxcalteca de preferencia -los muy traidores merecían ser fritos en manteca de cerdo-, mentiras, todo el tiempo, diseñaba sobre grandes papeles extendidos en la mesa del salón comedor el trazo gigantesco y detallado del mural de Detroit, el canto a la industria moderna), Laura
encontraba la novedad excitante de un hombre creativo, a la vez fantástico y disciplinado, tan trabajador como un albañil y tan soñador como un poeta y tan divertido como un cómico de carpa y tan cruel, en fin, como un artista que necesita ser el dueño tiránico de todo su tiempo, sin contemplación alguna para las necesidades de los demás, sus angustias, sus gritos de auxilio… Diego Rivera pintaba y la puerta hacia el mundo y los hombres se cerraba para que en la jaula del arte volasen libremente las formas, los colores, los recuerdos, los homenajes de un arte que, por muy social o político que se declare, es ante todo parte de la historia del arte, no de la historia política, y añade o resta realidad a una tradición y, a través de ella, a la realidad que el común de los mortales juzga autónoma y fluyente. El artista sabe mejor: su arte no refleja la realidad. La funda. Y para cumplir esa obra, nada importan la generosidad, la preocupación, el contacto con los demás, si todo ello interrumpe o ablanda la obra. En cambio, la mezquindad, el desdén, el egoísmo más flagrantes son virtudes del artista si gracias a ellos hace su trabajo.
¿Qué buscaba en un hombre así una mujer tan frágil como Frida Kahlo? ¿Cuál era su fuerza? ¿Le daba Rivera el poder que necesitaba su fragilidad, o lo importante era la suma de dos fuerzas para darle su sitio independiente y doloroso a la fragilidad física? Y el propio Diego, ¿era tan fuerte como su apariencia física, gigantón, robusto, o tan débil como ese mismo cuerpo desnudo, sin vello, color de rosa, gordinflón, con un pene infantil, que Laura descubrió una mañana al abrir accidentalmente la puerta del camarín? ¿No sería ella, Frida, la víctima, quien le daba fuerza a él, el hombre del vigor y las victorias?
Frida fue la primera en notar la cualidad de la luz, antes que Diego, pero se lo dijo como si él lo hubiese descubierto, sabiendo ella que él le agradecería la mentira primero y enseguida la haría verdad original, propia de Diego Rivera.
– Falta luz, falta sombra en Gringolandia. Qué bien lo adivinaste, mi chiquito lindo… -brillaba ella, mientras él regresaba, pretendiendo olvidar, pues para tu chiquito lindo, tu espejo de la noche, sólo hay dos luces en el mundo, la del atardecer parisino donde me hice pintor y la del altiplano mexicano donde me hice hombre, no entiendo ni la luz del invierno gringo ni la del trópico mexicano, y por eso mis ojos son espadas verdes dentro de tu carne y se transforman en ondas de luz entre tus manos, Frida…
Por eso los dos llegaron de la estación al hotel dispuestos a contrastar, a dar guerra, a no permitir que nada pasara desapercibi-
do o tranquilo. Detroit les dio gusto en todo, los alimentó desde un principio, les ofreció la ocasión del escándalo para él y el humor para ella. Hicieron cola para registrarse en el hotel. Una pareja de viejos, delante de ellos, fue rechazada por el recepcionista con una respuesta cortante.
– Lo sentimos mucho. Aquí no se admiten judíos.
La pareja se retiró desconcertada, murmurando, sin encontrar quién los ayudara con las maletas. Frida pidió llenar las tarjetas de entrada y en ellas puso con letras grandotas MR AND MRS DIEGO RIVERA y debajo su dirección en Coyoacán, su nacionalidad mexicana y con letras aún más grandotas su religión JUDÍA. El recepcionista los miró azorado. No supo qué decir. Frida lo dijo por él.
– ¿Qué le pasa, señor?
– Es que nosotros no sabíamos.
– ¿No sabían qué?
– Perdone, señora, su religión…
– Más que la religión. La raza.
– Es que…
– ¿No admiten judíos?
Se volteó en redondo sin escuchar a la respuesta del recepcionista. Laura contuvo la risa y escuchó los comentarios de la clientela blanca, ellas con sombreros de paja de alas anchas para el verano, ellos con esos extraños trajes gringos de seersucker, una popelina blanca, de rayas azules, y sombreros panamá, ¿serán gitanos, de qué anda disfrazada esa mujer?
– Vamonos, Diego, Laura, fuera de aquí.
– Señora Rivera -urgió temblando el manager extraído de la oficina olorosa a goma de borrar y con el periódico abierto en la página de los monitos-. Perdón, no sabíamos, no importa, usted es el huésped del señor Ford, acepten nuestras excusas…
– Vaya y dígale al par de viejitos que los aceptan aunque sean judíos. A esos que van por la puerta. Step on in it, shit! -ordenó Frida y luego, en la suite, se dobló de la risa, tocando yes we have no bananas today en el ukelele; ¡No sólo nos admitieron, admitieron al par de rucos y nos bajaron la renta!
Diego no perdió un minuto. AJ día siguiente ya estaba en el Detroit Institute examinando los espacios, preparando los alfres-cos, instruyendo a los asistentes, extendiendo los dibujos y recibiendo periodistas.
– Pintaré a una nueva raza de la edad de acero.
– Un pueblo sin memoria es como una sirena bien intencionada. No sabe cuándo porque no tiene cómo.
– Voy a darle una aureola de humanidad a una industria deshumanizada.
– Le enseñaré a recordar a los Estados Unidos de Amnesia.
– Cristo corrió a los mercaderes del templo. Yo les voy a dar a los mercaderes el templo que les hace falta. A ver si se portan mejorcito.
– Mister Rivera, está usted en la capital del automóvil. ¿Es cierto que no sabe conducir?
– No, pero sé quebrar huevos. Viera qué bien me salen mis omelettes.
No paraba de hablar, bromear, ordenar, pintar mientras hablaba, hablar mientras pintaba, como si un mundo de formas y colores necesitase la defensa y distracción externas del alboroto, del movimiento y las palabras para gestarse lentamente detrás de sus ojos adormilados y saltones. Regresaba, sin embargo, vencido al hotel.
– No entiendo los rostros gringos. Los escudriño. Los quiero querer. Palabra que los miro con simpatía, rogándoles: díganme algo, por favor. Es como ver bolillos en una panadería. Todos iguales. No tienen color. No sé qué hacer. Me están saliendo preciosas las máquinas y horrendos los hombres. ¿Qué hago?
¿Cómo nos salen las caras, cómo se gesta un cuerpo?, le repetía Frida a Laura cuando Diego se marchaba muy temprano para vencer el calor en ascenso del verano continental.
– Qué lejos estoy del suelo donde… -canturreaba Frida-. ¿Sabes por qué hace tanto calor?
– Estamos lejísimos de los dos océanos. No llegan hasta acá las brisas marinas. Sólo nos alivian los vientos del polo norte. ¡Bonito alivio!
– ¿Por qué sabes todo eso?
– Mi padre era banquero pero leía mucho. Recibía revistas cada mes. íbamos al muelle en Veracruz a recibir libros y revistas de Europa.
– ¿Y también sabes por qué siento tanto calor, sea cual sea la temperatura en el termómetro?
– Porque vas a tener un hijo.
– ¿Y eso cómo los sabes?
Por la manera de caminar, le dijo. Pero soy coja. Pero ahora tus plantas han tocado el suelo. Antes caminabas de puntas, incier-
ta, como si estuvieras a punto de volar. Ahora es como si echaras raíces a cada paso.
Frida la abrazó y le dio las gracias por acompañarla. Desde el primer momento le agradó Laura; viéndola, tratándola, le dijo, supo, que la joven mujer se sentía inútil, o inutilizada.