Изменить стиль страницы

– Mi chiquito lindo, no eres feo como dicen, bien visto…

– Friduchita, te amo más y más.

– ¿Quién te dijo que eres feo, mi amor?

– Mira, un recorte de México. Me llaman el Huichilobos obeso.

– ¿Y yo?

– Una Coatlicue en decadencia.

Ella se rió, tomó la mano de Laura, todos se rieron mucho, ¿y Laura?

– Yo te bautizo mariposa de obsidiana -dijo Diego-. Digo yo.

Con Laura al lado pasándole lápices, pinceles, colores, papeles, Frida empezó a pintar hablando, igual que su marido, como si ninguno de los dos pudiese crear sin la sombra protectora del verbo, a la vez ajeno al artista y su sombra indispensable. Frida le hablaba a Laura pero se hablaba a sí misma pero le hablaba a Laura, le pidió que la dejase verse en un espejo y Laura, mirando a la mujer reducida, encogida en la cama con el pelo embadurnado y las cejas en rebeldía y el bigote sin recortar, no pudo hacer nada y Frida le dijo que lo pensara bien, una cosa era ser cuerpo y otra cosa era ser bella, a ella le bastaba por ahora saber que era cuerpo, que había so-

brevivido, la belleza vendría después, lo primero era darle forma al cuerpo que amenazaba a cada rato y cada vez más con desintegrársele como ese feto que sólo pudo expulsar a carcajadas: dibujó cada vez más rápido y febril, como sus palabras que Laura ya no olvidaría nunca, lo feo es el cuerpo sin forma, ayúdame a reunir todo lo disperso, Laura, para darle forma propia, ayúdame a coger al vuelo la nube, el sol, la silueta de gis de mi vestido, el listón rojo que me une a mi feto, la sábana ensangrentada que es mi toga, el cristal coagulado de las lágrimas que me corren por los cachetes, todo junto, por favor, ayúdame a reunir todo lo disperso y darle forma propia, ¿quieres?, no importa el tema, dolor, amor, muerte, nacimiento, revolución, poder, orgullo, vanidad, sueño, memoria, voluntad, no importa qué cosa anime al cuerpo con tal de darle forma y entonces deja de ser feo, la belleza sólo le pertenece al que la entiende, no al que la tiene, la belleza no es otra cosa más que la verdad de cada uno de nosotros, la de Diego al pintar, la mía la estoy inventando desde esta cama de hospital, a ti te falta descubrir la tuya, Laura, tú entiendes por todo lo que te he dicho que yo no te la voy a revelar, a ti te toca entenderla y encontrarla, tu verdad, puedes mirarme sin pudor, Laura Díaz, decir que me veo horrible, que no te atreves a mostrarme el espejo, que a tus ojos hoy no soy bella, en este día y en este lugar no soy bonita, y yo no te contesto con palabras, te pido en cambio unos colores y un papel y convierto el horror de mi cuerpo herido y mi sangre derramada en mi verdad y en mi belleza, porque sabes, amiga mía de verdad, de verdad mi cuata mía a toda madre, ¿sabes?, conocernos a nosotros mismos nos vuelve hermosos porque identifica nuestros deseos; cuando desea, una mujer siempre es bella…

El cuarto de hospital se fue llenando de cuadernos primero, papeles sueltos más tarde, láminas cuando Diego trajo unos retablos de iglesia de Guanajuato y le recordó a Frida cómo pintaba la gente de las aldeas y los campos, sobre láminas de latón y tablas de madera abandonadas que se convertían, tocadas por manos pueblerinas, en exvotos dando gracias al Santo Niño de Atocha, a la Virgen de los Remedios, al Señor de Chalma, por el milagro concedido, el milagro cotidiano que salvó al niño de la enfermedad, al padre del derrumbe en la mina, a la madre de ahogarse en el río donde se bañaba, a Frida de morirse atravesada por un riel, a la abuela Cósima de sucumbir a machetazos en el camino a Perote, a la tiíta María de la O de quedarse abandonada en un prostíbulo de negros, al abuelo

Felipe de morir en una trinchera del Marne, al hermano Santiago de morir fusilado al amanecer en Veracruz, a Frida otra vez de desangrarse en el parto y a Laura de qué, ¿de qué debía agradecer ella la salvación?

– Léele este poema a Frida -Rivera le entregó una pla-quette muy esbelta a Laura-. Es el mejor poema mexicano desde Sor Juana. Lee lo que dice en esta página,

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis

por un dios inasible que me ahoga,

y más adelante,

¡Oh inteligencia, soledad en llamas,

que todo lo concibe sin crearlo!

y al final,

con El, conmigo, con nosotros tres…

– ¿Ven cómo lo entiende todo Gorostiza? Sólo somos tres, siempre tres. Padre, madre e hijo. Mujer, hombre y amante. Cám-bialo todo como quieras, al cabo siempre te quedas con tres, porque cuatro ya es inmoral, cinco es inmanejable, dos es insoportable y uno es el umbral de la soledad y la muerte.

– ¿Por qué ha de ser inmoral el cuarteto, tú? -se asombró Frida-. Laura se casó y tuvo dos hijos.

– Mi marido se fue -sonrió tímidamente Laura-. O mejor dicho yo lo dejé.

– Y siempre hay un hijo preferido, aunque tengas una docena -añadió Frida.

– Tres, siempre tres -salió musitando el pintor.

– Algo se trae el muy cabrón -juntó las cejotas Frida-. Dame acá esas láminas, Laura.

Cuando el hospital se quejó del desorden creciente del cuarto, los papeles regados por todas partes y el olor de los colores, Diego apareció como Dios en las tragedias clásicas, Júpiter tonante, y dijo en inglés que esta mujer era una artista, ¿no se daban cuenta estos idiotas?, los regañaba a ellos pero se lo decía a ella, con amor y con orgullo, esta mujer que es mi mujer pone toda la verdad, el sufrimiento y la crueldad del mundo en la pintura que el dolor le ha obligado a hacer: ustedes, rodeados del sufrimiento rutinario del hospital, jamás han visto tanta poesía agónica y por eso no la entienden…

– Mi chiquito lindo -le dijo Frida.

Cuando ella ya pudo moverse, regresaron al hotel y Laura clasificó los papeles pintados por ella. Un día por fin fueron las dos a ver a Diego pintando en el Instituto. El mural estaba muy adelantado pero Frida se dio cuenta del problema y cómo lo había resuelto el pintor. Las máquinas relucientes y devoradoras se trenzaban como grandes serpientes de acero y proclamaban su primacía sobre el mundo gris de los trabajadores que las manejaban. Frida buscó en vano los rostros de los obreros norteamericanos y entendió. Diego los había pintado a todos de espaldas porque no los entendía, porque eran rostros de pambazo crudo sin personalidad, caras de harina. En cambio, había introducido rostros morenos, negros y mexicanos, que ellos, sí, le daban la cara al público. Al mundo.

Las dos mujeres le llevaban todos los días una comida sabrosa y decente en canasta y se sentaban a verlo trabajar en silencio mientras él dejaba correr su río de palabras. Frida chupaba cucharadas de cajeta de Celaya que había traído para empacharse a gusto con el dulce de leche quemada, más ahora que recuperaba fuerzas. Laura iba vestida muy simplemente con un traje sastre y Frida, en cambio, llegaba cada vez más engalanada con rebozos verdes, morados, amarillos, trenzas de colores y collares de jadeíta.

Rivera había dejado tres espacios en blanco en su mural de la industria. Empezó a mirar cada vez más a la pareja femenina sentada a un lado de los andamios mirándolo trabajar, Frida chupando cajeta y sonando collares, Laura cruzando cuidadosamente las piernas ante la mirada de los ayudantes del pintor. Un día, las dos entraron y se vieron convertidas en hombres, dos obreros de pelo corto y overol largo, con camisas de mezclilla y manos enguantadas empuñando herramientas de fierro, Frida y Laura acaparando la luz del mural en un extremo bajo de la pared, Laura con sus facciones angulares acentuadas, el perfil de hachazo, las ojeras, el pelo ahora más corto que la permanente rehusada por la veracruzana de fleco y corte de paje, Frida también con pelo corto y patillas de hombre, las cejas espesas pero su detalle más masculino, el bozo del labio superior, eliminado por el pintor, ante el estupor divertido de la modelo: -Yo sí me pinto los bigotes, tú.

Quedaba otra área en blanco en el centro del muro y en toda la parte superior del fresco y Frida miraba inquieta esas ausencias, hasta que una tarde tomó a Laura de la mano, le dijo vamonos, tomaron un taxi, llegaron al hotel y Frida arrancó un papelote, lo