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Y luego tiempo, para algunas caricias tristes de parte de él y ella consintiéndole algunos cariños de gratitud, antes de reaccionar con vergüenza y erguirse en la cama, no te debo engañar, Juan Francisco, tengo que empezar por esto, quiero contarte todo lo que me pasó desde que delataste a la monja Gloria Soriano y me golpeaste la cara en la calle cuando me fui, quiero que sepas con quien me acosté; a quien desee; con quien gocé; quiero que te entre bien en la cabeza todo lo que he hecho lejos de ti para que finalmente puedas contestarme una pregunta para la que aún no tienes respuesta, ¿por qué me juzgaste por mi voluntad de amarte, en vez de condenarme por haberte engañado?, te lo pregunto ahora, Juan Francisco, antes de contártelo todo antes de que vuelva a ocurrir todo lo que ya pasó,

¿vas a juzgarme esta vez por mi voluntad de amarte otra vez, de regresar contigo? ¿O desde ahora estás dispuesto a condenarme si te engaño de nuevo?, ¿te atreves a contestarme?, soy una cabrona bien hecha, de acuerdo, pero fíjate lo que te estoy preguntando, ¿vas a tener el coraje de no juzgarme si te engaño -por primera vez o la siguiente vez, eso tú no lo sabes, verdad?, tú nunca vas a saber si lo que te confieso es cierto o si lo acabo de inventar para vengarme de ti, aunque yo puedo darte nombres y direcciones, puedes averiguar si te miento o te digo la verdad sobre mis amores desde que te dejé, pero eso no cambia en nada lo que te acabo de pedir, ¿ya no me volverás a juzgar, nunca más?, te lo pido como retribución en nombre de la monja que delataste y la causa que traicionaste, yo te perdonaré eso, ¿me perdonarías tú a mí?, ¿eres capaz de eso?…

El largo silencio que siguió a las palabras de Laura no lo rompió su marido sino hasta que se levantó abotonándose el pijama de rayas azules y blancas, fue al tocador y tomó un poco de agua del garrafón, la bebió y se sentó al filo de la cama. El cuarto, en temporada de aguaceros, estaba frío y en el techo tamborileaba el granizo cada vez más tupido e inesperado. Por la ventana abierta entraba un olor recién resucitado de Jacarandas, venciendo con sensualidad la agitación de las cortinas y el mínimo charco de agua formándose al pie de la ventana. Entonces, las palabras de Juan Francisco salieron muy lentas, como si fuese un hombre sin pasado -¿de dónde venía, quiénes eran sus padres, por qué nunca revelaba sus orígenes?

– Yo siempre supe que era fuerte por fuera y débil por dentro. Desde jovencito lo supe. Por eso hice un esfuerzo tan grande de mostrarme fuerte ante el mundo. Ante ti sobre todo. Porque conocía desde niño mis temores y debilidades de adentro. ¿Has oído hablar de Demóstenes, cómo venció su tartamudez tímida paseándose a la orilla del mar hasta vencer con su voz el rumor de las olas y convertirse en el más famoso orador público de Grecia? Así me pasó a mí. Me hice fuerte porque era débil. Lo que nunca sabes, Laura, es cuánto tiempo vas a ganarle la partida al miedo. Porque el miedo es canijo y cuando el mundo te ofrece regalos para tranquilizarlo -dinero, poder o sensualidad, juntos o separados, no le hace- pues ni modo, agradeces que el mundo te tenga lástima y le vas entregando la fuerza real que ganaste cuando no tenías nada a la falsa fuerza del mundo que comienza a hablarte. Entonces acaba ganándote la debilidad, casi sin darte cuenta. Si tú me ayudas, puede

que alcance un equilibrio y ya no sea tan fuerte como tú creías al conocerme, ni tan débil como creías al abandonarme.

Ella no iba a discutir quién dejó a quién. Si él persistía en creerse el abandonado, ella, con compasión, se resignaría a verle interpretar ese papel y se resistiría a perderle aún más el respeto. Pero él, a cambio, iba a tener que aguantarle todas las verdades a ella, aun las más crueles, pero no por crueldad sino para que los dos vivieran de allí en adelante en la verdad, por desagradable que fuese y sobre todo para que Dantón y Santiago pudiesen vivir en una familia sin mentiras. Laura recordó a Leticia su madre y quiso ser como ella, tener el don de entenderlo todo sin pronunciar palabras innecesarias.

Cuando regresó de Xalapa, le llevó la muñeca china a Frida Kahlo. La casa de Coyoacán estaba vacía. Laura entró al jardín y dijo en voz alta, «¿Hay alguien en casa?» y Ja voz pequeña de una sirvienta le contestó, «No, señorita, no hay naiden». La pareja continuaba en Nueva York y Rivera trabajaba en los frescos del Rocke-feller Center, así que Laura puso a Li Po sobre la cama de Frida y no quiso añadir nada, una nota, nada; Frida entendería, era el regalo de Laura al niño perdido. Trató de imaginar la pureza de marfil de la muñeca oriental en medio de la maleza del trópico que pronto habría de invadir la recámara: monos, dijo Frida, pericos, mariposas, perros pelones, ocelotes y una espesura de lianas y orquídeas.

Mandó traer a los niños desde Xalapa. Muy formales, Santiago y Dantón siguieron las instrucciones precisas y prácticas de la abuela Leticia y tomaron solos el Interoceánico a la estación de Bue-navista, donde los esperaban Laura y Juan Francisco. El carácter de los muchachos, que Laura ya conocía, fue una sorpresa para Juan Francisco, aunque también para Laura, en el sentido de que cada uno de los niños iba acentuando velozmente sus perfiles personales, Dantón chocarrero y audaz, le dio dos besos apresurados a sus padres en las mejillas y corrió a comprarse unos dulces diciendo en voz alta -para qué nos dio dinero la abuela si en el tren no había chocolates Larín ni paletas Mimí aunque de todos modos la muy coda nos dio poquísimos tostones- y velozmente siguió a un puesto de periódicos y pidió los números más recientes de Pepín y el Chamaco Chico, pero al darse cuenta de que el dinero no le alcanzaría se limitó a adquirir el último cuaderno de Los Supersabios y cuando Juan Francisco se metió la mano al bolsillo para pagar las revistas, Laura lo detuvo, Dantón les dio la espalda y corrió hacia la calle, adelantándose a todos. ¡

Santiago, en cambio, saludó de mano a sus padres y estableció una distancia infranqueable contra todo intento de besuqueo. Dejó que Laura le pusiera la mano en el hombro guiándolo hacia la salida y no tuvo empacho en que Juan Francisco cargara las dos pequeñas maletas hasta el Buick negro estacionado en la calle. Los dos muchachos se notaban incómodos, pero como no querían atribuir su desazón al encuentro con sus padres, se pasaban el dedo índice por los cuellos tiesos y encorbatados del atuendo formal dispuesto por doña Leticia: saco ribetado con tres botones, pantalones knickers hasta la rodilla, altos calcetines de rombos; zapatos cafés cuadrados de agujeta.

Todos guardaron silencio en el trayecto de la estación de ferrocarril a la Avenida Sonora, Dantón embebido en los comics, Santiago mirando impávido el paso de la ciudad majestuosa, el Monumento a la Revolución recién inaugurado y que la gente comparaba a una gasolinera gigante, el Paseo de la Reforma y la sucesión de glorietas que parecían respirar en nombre de todos, del Caballito en el cruce con Juárez, Bucareli y Ejido, Colón y su círculo impávido de frailes y escribas, al altivo Cuauhtémoc, lanza en alto, en el cruce con Insurgentes; a lo largo de la gran avenida bordeada de árboles, calzadas peatonales y apisonadas para los jinetes matutinos que a esta hora ya la recorrían lentamente a caballo y suntuosas mansiones privadas de fachadas y remates parisinos. Al Paseo desembocaban las elegantes calles de la Colonia Juárez con casas de piedra de dos pisos, garajes en la planta baja y salones de recepción entrevistos gracias a los balcones de marco blanco abiertos para que las sirvientas de trenza complicada y uniforme azul airearan los interiores y sacudieran los tapetes.

Santiago iba leyendo los nombres de las calles -Niza, Genova, Amberes, Praga- hasta llegar al Bosque de Chapultepec -ni allí levantó Dantón la mirada de los monitos- y seguir al hogar de la Avenida Sonora. A Santiago le quedó como un ensueño la entrada al gran parque de eucaliptos y pinos, flanqueado por leones yacentes y coronado por el castillo afabulado donde Moctezuma tuvo sus baños, desde donde se arrojaron los Niños Héroes del Colegio Militar antes que rendir el Alcázar a los gringos en 1848 y donde vivieron todos los gobernantes, desde Maximiliano de los Habsburgos hasta Abelardo de los Casinos hasta que el nuevo presidente, Lázaro Cárdenas, decidió que estos fastos no eran para él y se trasladó, republicanamente, a una modesta villa al pie del Castillo, Los Pinos.