Se acordó entonces de que una especie de romadizo que había padecido en un tiempo, un comezón en las fosas nasales, le dijeron -hombres de libros, ¡claro!- que provenía del polen de las flores de unos árboles. El temblor nupcial de aquellas flores le dio a él aquella molesta comezón. Y todo, violero, hormiga, cigarra, araña, flor, todo le enseñaba lo mismo. Arriba, en la encina, la candela, su recatada flor, empezaba a hacerse bellota. Y se acordó de que cómo con el corazón de la encina, con el rojizo rollo íntimo de su leño, casi como si dijéramos con su tuétano leñoso, hacen los charros dulzainas en que canta el corazón de la muerta encina.
Y con todo ello sintió mi hombre un profundo asco de aquella otra vida -la política- en que se había visto enredado, como una mosca en telaraña, y de las hormigas y las cigarras -que cantan y chupan a la vez- y de las babas de buey y de los violeros políticos. Recogió el libro cerrado; mas al recogerlo se cayó de él, de entre sus páginas, ¿la momia del viejo violero?, no, sino un recorte de periódico, que le servía de señal, y en que venía estampado un manifiesto electoral de partido.
Cogió el recorte, hizo un hoyo en la tierra, al pie de la encina, y lo enterró allí. "¡Bah! -se dijo-, si un día se hace una dulzaina del corazón de esta encina no cantará en ella ese manifiesto político electoral." Y se fue. Se fue puesta la mira en otros tiempos y otros lugares que los de hoy y de aquí.
(Ahora, Madrid, 1 -VIII-1934)