– ¿Locuras? -le interrumpí.
– No, no eran locuras, tiene usted razón, no lo eran; pero han conseguido que acaben por serlo. Yo, que le leo ahora, desde que le tengo aquí, comprendo que el error estuvo en empeñarse en ver un escritor de ideal en uno que, como este desgraciado, no lo era. Sus ideas eran una excusa, una primera materia, y tanta importancia tienen en sus escritos como las tierras de que se valiera Velázquez para hacer las drogas con que pintaba o el género de piedra en que talló Miguel Ángel a Moisés. ¿Qué diríamos del que para juzgar de la Venus de Milo hiciese, microscopio y reactivos en mano, un detenido análisis del mármol en que está esculpida? Las ideas no son más que materia prima para obras de filosofía, de arte o de polémica.
– Siempre he creído lo mismo -le dije-, pero veo que es una de las doctrinas que más resistencia encuentra en nuestro pueblo. Una vez, viendo jugar a unos ajedrecistas, asistí al más intenso drama de que he sido espectador. Aquello era terrible. No hacían sino mover las figurillas, dentro de los cánones del juego y sin salirse del casillero, y, sin embargo, no puede usted figurarse ¡qué intensa pasión, qué tensión de espíritu, qué derroche de energía vital! Los que seguían sólo las peripecias del juego creían asistir a una vulgar partida, pues lo cierto es que jugaban los dos medianamente; pero yo atendía al modo de coger las piezas y ponerlas, al silencio solemne, al ceño de los jugadores. Hubo una jugada de las peores y más vulgares por cierto, un jaque que no remató en mate, que fue extraordinaria. Usted hubiera visto cómo empuñó, con la mano toda, su caballo y lo puso dando un golpe sobre el tablero, y cómo exclamó: ¡jaque! ¡Y aquellos dos hombres pasaban por dos jugadores vulgares! ¿Vulgares? De seguro que Morphi o Filidor no eran mucho más. ¡Pobre Montarco!
– Sí, ¡pobre Montarco! Y hoy no le ha oído sino cosas razonables… Rara, muy rara vez desbarra por completo, y cuando le da por desbarrar se finge un personaje grotesco, al que llama el consejero privado Herr Schmarotzender; se pone una peluca, se sube en una silla y declama unos discursos llenos de espíritu, unos discursos en que palpitan las ansias eternas de la humanidad, y al concluirlo y bajarse de la silla me dice: "¿No es cierto, amigo Atienza, que hay mucho de verdad en el fondo de estas locuras del pobre consejero privado Herr Schmarotzender?" Y la verdad es que muchas veces he pensado en lo que hay de justo en ese sentimiento de veneración y respeto con que se rodea a los locos en algunos países.
– Hombre, me parece que debe usted abandonar la dirección de esta casa.
– No tenga usted cuidado, amigo. No es que yo crea que a estos desgraciados se les rasgue el velo de un mundo superior que nos está velado; es que creo que dicen cosas que pensamos todos y por pudor y vergüenza no nos atrevemos a expresar. La razón, que es una potencia conservadora y que la hemos adquirido en la lucha por la vida, no ve sino lo que para conservar y afirmar esta vida nos sirve. Nosotros no conocemos sino lo que nos hace falta conocer para poder vivir. Pero ¿quién le dice a usted que esa inextinguible ansia de sobrevivir no es revelación de otro mundo que envuelve y sostiene al nuestro, y que, rotas las cadenas de la razón, no son estos delirios los desesperados saltos del espíritu por llegar a ese otro mundo?
– Me parece, y usted dispense lo rudo de lo que voy a decirle, me parece que en vez de estar usted asistiendo al doctor Montarco, es el doctor Montarco el que le asiste a usted. Le están haciendo mella los discursos del señor consejero privado.
– ¡Qué sé yo! Lo único que le aseguro es que cada día me confino más en esta casa de salud, pues prefiero cuidar locos a tener que sufrir tontos. Aunque lo peor es que hay muchos locos que son a la vez tontos. Ahora me dedico muy en especial al doctor Montarco. ¡Pobre Montarco!
– ¡Pobre España! -le dije, le di la mano, y nos separamos.
Duró poco en la casa de salud el doctor Montarco. Le invadió una tristeza enorme, un abrumador aplanamiento y acabó por sumirse en una tozuda mudez, de la cual no salía más que para suspirar: "o todo o nada… o todo o nada… o todo o nada…" Su mal agravándose y acabó en muerte.
Luego que hubo muerto, registraron el cajón de su mesa, hallando en él un voluminoso manuscrito que tenía escritas al frente estas palabras:
O TODO O NADA
(Ruego que, así que yo muera, se queme este manuscrito sin leerlo).
No sé si el doctor Atienza resistiría o no la tentación de leerlo, ni sé si, cumpliendo la última voluntad del loco, lo quemó.
¡Pobre doctor Montarco! ¡Descanse en paz, quien bien mereció paz y descanso!
Y VA DE CUENTO
A Miguel, el héroe de mi cuento, habíanle pedido uno. ¿Héroe? ¡Héroe, sí! ¿Y por qué? -preguntará el lector-. Pues, primero, porque casi todos los protagonistas de los cuentos y de los poemas deben ser héroes, y ello por definición. ¿Por definición? ¡Sí! Y, si no, veámoslo.
P. -¿Qué es un héroe?
R.-Uno que da ocasión a que se pueda escribir sobre él un poema épico, un epinicio, un epitafio, un cuento, un epigrama, o siquiera una gacetilla o una mera frase.
Aquiles es héroe porque le hizo tal Homero, o quien fuese, al componer la Ilíada. Somos, pues, los escritores -¡oh noble sacerdocio!- los que para nuestro uso y satisfacción hacemos los héroes, y no habría egoísmo si no hubiese literatura. Eso de los héroes ignorados es una mandanga para consuelo de simples. ¿Ser héroe es ser cantado?
Y, además, era héroe el Miguel de mi cuento porque le habían pedido uno. Aquel a quien se le pida un cuento es, por el hecho mismo de pedírselo, un héroe, y el que se lo pide es otro héroe. Héroes los dos. Era, pues, héroe mi Miguel, a quien le pidió Emilio un cuento, y era héroe mi Emilio, que pidió el cuento a Miguel. Y así va avanzando este que escribo. Es decir,
burla burlando, van los dos delante,
Y mi héroe, delante de las blancas o agarbanzadas cuartillas, fijos en ellas los ojos, la cabeza entre las palmas de las manos y de codos sobre la mesilla de trabajo -y con esta descripción me parece que el lector estará viéndole mucho mejor que si viniese ilustrado esto-, se decía: «Y bien, ¿sobre qué escribo ahora yo el cuento que se me pide? ¡Ahí es nada, escribir un cuento quien, como yo, no es cuentista de profesión! Porque hay el novelista que escribe novelas, una, dos, tres o más al año, y el hombre que las escribe cuando ellas le vienen de suyo. ¡Y yo no soy un cuentista…!»
Y no, el Miguel de mi cuento no era un cuentista. Cuando por acaso los hacía, sacábalos o de algo que, visto u oído, habíale herido la imaginación, o de lo más profundo de sus entrañas. Y esto de sacar cuentos de lo hondo de las entrañas, esto de convertir en literatura las más íntimas tormentas del espíritu, los más espirituales dolores de la mente, ¡oh, en cuanto a esto…! En cuanto a esto, han dichos poetas líricos de todos los tiempos y países, que nos queda muy poco por decir.
Y luego los cuentos de mi héroe tenían para el común de los lectores de cuentos -los cuales forman una clase especial dentro de la general de los lectores- un gravísimo inconveniente, cual es el de que en ellos no había argumento, lo que se llama argumento. Daba mucha más importancia a las perlas que no al hilo en que van ensartadas, y para el lector de cuentos lo importante es la hilación, así, con hache, de hilo, y no ilación, sin ella, como nos empeñamos en escribir los más o menos latinistas que hemos dado en la flor de pensar y enseñar que ese vocablo deriva de infero, fers, intuli, illatum. (No olviden ustedes que soy catedrático, y de yo serlo comen mis hijos, aunque alguna vez merienden de un cuento perdido).