– No, eso no; no es eso.
– Te lo he oído alguna vez; es que parece que al hacer caridad se proponen avergonzar al que la recibe. Ya ves lo que nos decía la lavandera al contarnos cuando les dieron de comer en Navidad y les servían las señoritas…, «esas cosas que hacen las señoritas para sacarnos los colores a la cara»…
– Pero, hombre…
– Sé franca y no tengas secretos conmigo. Comprende que nos dan limosna para humillarnos…
En las noches de helada no tenían para calentarse ni aun el fuego de la cocina, pues no le encendían. Era el suyo un hogar apagado.
El niño lo comprendía todo y penetraba en el alcance todo de aquel continuo estribillo de «¡Aplícate, Agustinito, aplícate!»
Ruda fue la brega en las oposiciones de la beca, pero la obtuvo, y aquel día, entre lágrimas y besos, se encendió el fuego del hogar.
A partir de este día del triunfo, acentuóse en don Agustín su vergüenza de ir a pretender puesto; aunque poco y mal, comían de lo que el hijo cobraban y con algo más, trabajando el padre acá y allá de temporero, iban saliendo, mal que bien, del afán de cada día. ¿No se ha dicho lo de «bástele a cada día su cuidado»?, y no lo traducimos diciendo que «no por mucho madrugar amanece más temprano»? Y si no amanece más temprano por mucho madrugar, lo mejor es quedarse en cama. La cama adormece las penas. Por algo los médicos dicen que el reposo lo cura todo.
– ¡Agustín, los libros! ¡Los libros! ¡Mira que eres nuestro único sostén, que de ti depende todo…! ¡Dios te lo premie! – decía la madre.
Y Agustinito ni comía, ni dormía, ni descansaba a su sabor. ¡Siempre sobre los libros! Y así se iba envenenando el cuerpo y el espíritu: aquél, con malas digestiones y peores sueños, y éste, el espíritu, con cosas no menos indigeribles que sus profesores le obligaban a engullir. Tenía que comer lo que hubiera y tenía que estudiar lo que le diese en el examen la calificación obligada para no perder la beca.
Solía quedarse dormido sobre los libros, a guisa de almohada, y soñaba con las vacaciones eternas. Tenía que sacar, además, premios, para ahorrarse las matrículas del curso siguiente.
– Voy a ver a don Leopoldo, Agustinito, a decirle que necesitas el sobresaliente para poder seguir disfrutando la beca…
– No, no haga eso, madre, que es muy feo…
– ¿Feo? ¡Ante la necesidad, nada hay que sea feo, hijo mío!
– Pero si sacaré sobresaliente, madre; si lo sacaré.
– ¿Y el premio?
– También el premio, madre.
Hallábase obligado a sacar el premio, obligado, que es una cosa verdaderamente terrible.
– Mira, Agustinito: don Alfonso, el de Patología médica, está enfermo; debes ir a su casa a preguntar cómo sigue…
– No voy, madre; no quiero ser pelotillero.
– ¿Ser qué?
– ¡Pelotillero!
– Bueno, no sé lo que es eso, pero te entiendo, y los pobres, hijo mío, tenemos que ser pelotilleros. Nada de aquello de «pobre, pero orgulloso», que es lo que más nos pierde a los españoles…
– Pues no voy.
– Bien, iré yo.
– No, tampoco irá usted.
– Bueno, no quieres que sea pelotillera…, pues no iré. Pero, hijo mío…
– Sacaré el sobresaliente, madre.
Y lo sacaba, el desdichado, pero ¡a qué costa! Una vez no sacó
más que notable, y hubo que ver la cara que pusieron sus padres.
– Me tocaron tan malas lecciones…
– No, no; algo le has hecho… -dijo el padre.
Y la madre añadió:
– Ya te lo decía yo… Has descuidado mucho esa asignatura…
El mes de mayo le era terrible. Solía quedarse dormido sobre los libros, teniendo la cafetera al lado. Y la madre, que se levantaba solícita de la cama, iba a despertarle y le decía:
– Basta por hoy, hijo mío; tampoco conviene abusar… Además, te rinde el sueño y se malgasta el petróleo. Y no estamos para eso.
Cayó enfermo y tuvo que guardar cama; le consumía la fiebre. Y los padres se alarmaron, se alarmaron del retraso que aquella enfermedad podía costarle en sus estudios; tal vez le durara la dolencia y no podría examinarse con seguridad de nota, y le quedaría el pago de la beca en suspenso.
El médico aseguró a los padres que duraría aquello, y los pobres, angustiados, le preguntaban:
– ¿Pero podrá examinarse en junio?
– Déjense de exámenes, que lo que este mozo necesita es comer mucho y estudiar poco, y aire, mucho aire…
– ¡Comer mucho y estudiar poco! -exclamó la madre-. Pero, señor, ¡si tiene que estudiar mucho para poder comer poco…!
– Es un caso de surmenage.
– ¿De sur qué?
– De surmenage, señora; de exceso de trabajo.
– ¡Pobre hijo mío! -y rompió a llorar la madre-. ¡Es un santo…, un santo!
Y el santo fue reponiéndose, al parecer, y cuando pudo ponerse en pie pidió los libros, y la madre, al llevárselos, exclamó:
– ¡Eres un santo, hijo mío!
Y a los tres días:
– Mira, hoy que está mejor tiempo puedes salir; vete a clase bien abrigado, ¿eh?, y dile a don Alfonso cómo has estado enfermo, y que te lo dispense…
Al volver de clase dijo:
– Me ha dicho don Alfonso que no vuelva hasta que esté del todo bien.
– Pero ¿y el sobresaliente, hijo mío?
– Lo sacaré.
Y lo sacó, y vio vacaciones, su único respiro. «¡Al campo!», había dicho el médico. ¿Al campo? ¿Y con qué dinero? Con dos pesetas no se hacen milagros. ¿Iba a privarse don Agustín, el padre, de su café diario, del único momento en que olvidaba penas? Alguna vez intentó dejarlo; pero el hijo modelo le decía:
– No, no; vete al café, padre; no lo dejes por mí; ya sabes que yo me paso con cualquier cosa…
Y no hubo campo, porque no pudo haberlo. No recostó el pobre mozo su cansado pecho sobre el pecho vivificante de la madre Tierra; no restregó su vista en la verdura, que siempre vuelve, ni restregó su corazón en el olvido reconfortante.
Y volvió el curso, y con él la dura brega, y volvió a encamar el becario, y una mañana, según estudiaba, le dio un golpe de tos y se ensangrentaron las páginas por el sitio en que se trataba de la tisis precisamente.
Y el pobre muchacho se quedó mirando al libro, a la mancha roja, y más allá de ella, al vacío, con los ojos fijos en él y frío de la desesperación acoplada en el alma. Aquello le sacó a flor de alma la tristeza eterna, la tristeza trascendental, el hastío prenatal que duerme en el fondo de todos nosotros y cuyo rumor de carcoma tratamos de ahogar con el trajineo de la vida.
– Hay que dejar los libros en seguida -dijo el médico en cuanto le vio-; ¡pero en seguida!
– ¡Dejar los libros! -exclamó don Agustín-. ¿Y con qué comemos?
– Trabaje usted.
– Pues si busco y no encuentro; si…
– Pues si se les muere, por su cuenta…
Y el rudo don José Antonio se salió mormojeando: «¡Vaya un crimen! Este es un caso de antropofagia…: estos padres se comen a su hijo».
Y se lo comieron, con la ayuda de la tisis; se lo comieron poco a poco, gota a gota, adarme a adarme.
Se lo comieron vacilando entre la esperanza y el temor, amargándoles cada noche el sacrificio y recomenzándolo cada mañana.
¿Y qué iba a hacer? El pobre padre andaba apesadumbrado, lleno de desesperación mansa. Y mientras revolvía el café con la cucharilla para derretir el terrón de azúcar, se decía: «¡Qué amarga es la vida! ¡Qué miserable la sociedad! ¡Qué cochinos los hombres! Ahora sólo no falta que se nos muriera…» Y luego, en voz alta: «Mozo: ¡el Vida Alegre!»
Aún llegó el chico a licenciarse y tuvo el consuelo de firmar en el título, de firmar su sentencia de muerte con mano trémula y febril. Pidió luego un libro, una novela.
– ¡Oh, los libros, siempre los libros! -exclamó la madre-. Déjalos ahora. ¿Para qué quieres saber tanto? ¡Déjalos!
– A buena hora, madre.
– Ahora a descansar un poco y a buscar un partido…
– ¿Un partido?
– Sí; he hablado con don Félix, y me ha prometido recomendarte para Robleda.