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Inútil decir que a don Catalino se le conoce mucho más y mejor en Alemania que en esta su ingrata patria. Como que yo creo que aquí se empezará a conocerle cuando se traduzca su gran obra de la última traducción alemana. Don Catalino está en correspondencia con los grandes espadas extranjeros de la especialidad que cultiva, con los don Catalinos de Europa. De Europa como unidad intelectual, por supuesto.

Don Catalino se lamenta de nuestra ligereza, de nuestro exceso de imaginación. Esto del exceso de imaginación, que es una manía de don Catalino, es una manera de decir, porque nuestro sabio, hablando de imaginación, es como un buey mugiendo amor. Un día le encontré apenadísimo y casi indignado. Yendo de viaje, en un momento de distracción tentadora, se le ocurrió leer una crónica de Julio Camba, y luego me decía: «¡Esto no es serio…, esto no es serio!»

– ¿Y qué es lo serio, don Catalino? -le pregunté.

– Bueno, dejémonos de paradojas -me contestó-. Eso que yo le digo a usted, amigo don Miguel, es que, a título de humorismo y para hacer reír a las gentes, se produce un lamentable espíritu de irreverencia hacia la Ciencia…

No se descubrió al pronunciar la palabra Ciencia -y la pronunció así, con letra mayúscula-, pero es porque estaba ya descubierto. Yo volví a ponerme en salvo, de miedo de que intentara demostrarme que es pernicioso para un pueblo el espíritu de irreverencia para con la Ciencia y sus abnegados cultivadores.

Como se ve, cada vez que me pongo a tiro de don Catalino acabo por escaparme, buscando ponerme a salvo. Y es que temo que acabe por convencerme de algo, que sería para mí lo más terrible que pudiera sucederme.

Fui, pues, como dije, a ver a don Catalino. Quería conocer su opinión respecto a esta guerra. Es decir, respecto a la guerra precisamente no, sino respecto a los zeppelines, a los submarinos, a los morteros del 42 y a los gases asfixiantes. Esperaba oírle cosas regocijantes y peregrinas sobre esos grandes inventos de la ciencia aplicada. Pero apenas me tuvo don Catalino a tiro, me espetó a boca de jarro este epifonema:

– Hombre, me alegra verle a usted, para decirle que cada vez le comprendo menos.

– ¡Tanto honor…! -exclamé.

– ¿Cómo honor?

– Honor, sí. El no ser comprendido por un sabio, y por un sabio como usted, don Catalino, es uno de los más grandes honores.

– Pues no le comprendo…

– Yo sí comprendo que usted no lo comprenda. Porque ustedes los sabios estudian las cosas, pero no los hombres…

– Hombre, hombre, amigo don Miguel… Hay antropólogos, es decir, sabios que se dedican a estudiar al hombre…

– Sí, pero como cosa, no como hombre.

– Y psicólogos…

– Sí, que estudian también el alma objetivamente, como una cosa…

– ¡Ah! -exclamó- ¡Usted es partidario, sin duda, de la introspección! Pues verá usted…

– No, no veré nada -le dije, aterrado-. Me acuerdo de repente que tengo una cita. Volveré otro día…

Y me escapé una vez más. Fuime a casa a leer un poeta cualquiera, el menos científico, forzosamente convencido de aquella verdad de que si el poeta es loco, el sabio, en cambio, es tonto de capirote. Y entre oír los graciosos embustes de un loco o las ramplonas verdades de un tonto, no cabe duda alguna. Me divierten más las aventuras de Belerofonte o la leyenda de Edipo, que no el binomio de Newton. Y en cuanto a la utilidad, como al fin y al cabo se ha de morir uno… La cuestión es pasar la vida divertido. Y aunque me divierto con don Catalino, puedo asegurarles a ustedes que don Catalino no me divierte. No pasa de ser para mí una rara estética; quiero decir, un sujeto para bromas de mal género, como con esta semblanza pretendo darle. ¡Porque cuando la lea…!

(La Esfera, Madrid, 24-VII-1915)

LA REVOLUCIÓN DE LA BIBLIOTECA DE CIUDÁMUERTA

Había en la biblioteca pública de Ciudámuerta dos bibliotecarios que, como apenas tenían nada que hacer, se pasaban el tiempo discutiendo si los libros debían estar ordenados por las materias de que tratasen o por las lenguas en que estuviesen escritos. Y al cabo de mucho bregar vinieron a ponerse de acuerdo en ordenarlos según materias, y, dentro de éstas, según lenguas, en vez de ordenarlos según lenguas y, dentro de éstas, según materias. Venció, pues, el materialista al lingüista. Pero luego se acomodaron ambos a la rutina, aprendieron el lugar que cada volumen ocupaba entre los demás, y nada les molestaba ya sino que el público se los hiciera servir. Echaban las grandes siestas, rendían culto al balduque y remoloneaban cuando había que catalogar nuevas adquisiciones.

Y hete aquí que, no se sabe cómo, viene a meterse entre ellos un tercer bibliotecario, joven, entusiasta, innovador y, según los viejos, revolucionario. ¿Pues no les salió con la andrómina de que los libros no deben estar ordenados ni por materias ni por las lenguas en que están escritos, sino por tamaños? ¡Habráse oído disparate mayor! ¡Estos jóvenes utópicos y modernistas…!

Pero el joven bibliotecario no se rindió y, prevaliéndose de que su charla divertía a los dos viejos ordenancistas y sesteadores, al materialista y al lingüista, emprendió la tarea de demostrarles que, artificio por artificio, el de ordenar los libros según tamaño era el más cómodo y el que mayor economía de espacio procuraba, aprovechando estantes de todas alturas. Era como quedaban menos huecos desaprovechados. Y, a la vez, les convenció de otras reformas que había que introducir en la catalogación. Mas para esto era preciso ponerse a trabajar, y aquellos dos respetables funcionarios no estaban por el trabajo excesivo. Se contentaban con lo que se llama cumplir con la obligación, que, como es sabido, suele consistir en no hacer nada.

No se oponían, no -¡qué iban a oponerse!-, a las reformas que el joven revolucionario propugnaba; lo que hacían es irlas siempre difiriendo. Y más que por otra cosa, por haraganería. Faltábales tiempo, que lo necesitaban para hacer cálculos y más cálculos sobre el escalafón del Cuerpo, para leer los periódicos y para pedir recomendaciones para sus hijos, yernos y nietos. Y para jugar al dominó o al tute además. La haraganería y la rutina eran allí, como en todas partes, el mayor obstáculo a todo progreso.

Harto el joven de que le oyeran y le diesen la razón, sin hacerle más caso, amenazóles un día con echar abajo todos los volúmenes, para obligarlos así a reordenarlos debidamente.

– ¡Ah, eso sí que no! -exclamó, indignado, el materialista-. Con amenazas, ¿eh, mocito? ¡Pues ahora sí que no se les toca a los libros!

– ¡Pues no faltaba más! -agregó el lingüista-. A buenas se logra todo con nosotros; pero lo que es a malas…

– Pero es que voy perdiendo la paciencia… -argüyó el joven.

– Pues no perderla -le contestó el materialista-. ¿Qué se ha creído usted, que eso era cosa de coser y cantar? Hay que meditar mucho las cosas antes de hacerlas…

– ¿Meditar? -dijo el revolucionario-. Será sestear…

Y la discusión acabó de mala manera y muy satisfechos los dos viejos de tener un pretexto para seguir no haciendo nada. Porque eso de «a mí no se me viene con imposiciones y malos modos» es el recurso a que apelan los que jamás atienden a razones moderadas ni están nunca dispuestos sino a no hacer caso.

Y un día sucedió una cosa pavorosa, y fue que el joven bibliotecario, harto de la senil tozudez de aquellos dos megaterios humanos, aburrido de su indomable voluntad de no salirse de la rutina y del balduque, fue y empezó a echar todos los libros por el suelo. ¡La que se armó, cielo santo! Iban rodando por el suelo, en medio de una gran polvareda, mamotreto tras mamotreto; los incunables se mezclaban con los miserables folletos en rústica; aquello era una confusión espantosa. Un tomo de una obra yacía por acá, y tres metros más allá otro tomo de la misma obra. Los dos viejos quedaron aterrados. Y tuvo el joven que comparecer ante el Consejo Superior del Cuerpo de Bibliotecarios a dar cuenta de su acto.