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– ¿Pero a usted le cura bien?

– ¡Oh, eso sí, no tengo la menor queja! Desde que me puse en sus manos, voy a su consulta y sigo sus prescripciones, me va mucho mejor y noto de día en día que voy mejorando; pero… esos escritos… ese hombre no debe andar bien de la cabeza… eso es una olla de grillos…

– No haga usted caso, don Servando; yo le trato mucho, como usted sabe, y nada he observado en él. Es un hombre muy razonable.

– El caso es que sí, cuando se le habla responde de acorde y todo lo que dice es muy sensato; pero…

– Mire usted, yo prefiero que me opere bien, con ojo y pulso seguros, un hombre que diga locuras (y éste no las dice), a no que un señor muy sesudo, soltando sensateces como puños de Pero Grullo, me descoyunte y destroce el cuerpo.

– Así será…, así será…, pero…

Al día siguiente le pregunté al doctor Montarco por Fernández Gómez, y me contestó:

– ¡Tonto constitucional!

– ¿Y qué es eso?

– Tonto por constitución fisiológica, a nativitate, irremediable.

– Yo le llamaría a eso tonto absoluto.

– Tal vez… porque aquí lo constitucional y lo absoluto se confunden; no es como en política…

– Dice que la cabeza de usted debe ser una olla de grillos…

– Y la suya y la de sus congéneres, ollas de cucarachas, que son grillos mudos. Al fin los míos cantan, o chirrían, o lo que sea.

Algún tiempo después publicó el doctor su tercer relato, éste ya agresivo y lleno de ironías, burlas e invectivas mal veladas.

– Yo no sé si le conviene a usted publicar esas cosas -le dije.

– ¡Oh, sí!, necesito echarlas fuera; si no escribiera esas atrocidades acabaría por hacerlas. Yo sé lo que me hago.

– Hay quien dice que no sientan bien a un hombre de su edad, de su posición, de su profesión… -le dije por tentarle.

Cuentos de mí mismo pic_6.jpg

Y, en efecto, saltó y exclamó:

– Lo dicho, lo dicho, se lo tengo a usted dicho mil veces: tendré que irme, loco, a morirme de hambre. ¡Mi posición! ¿A qué llamarán posición esos porros? Créame: no saldremos en España de unos marroquíes empastados, y mal empastados, pues estaríamos mejor en rústica; no saldremos de eso mientras no entremos porque el Presidente del Consejo de Ministros escriba y publique un tomo de epigramas o de cuentos para los niños o un sainete mientras es Presidente. Arriesga con eso su prestigio, dicen. Y con lo otro arriesgamos nuestro progreso. ¡Qué estúpidamente graves somos!

Y así, arrastrado por un fatal instinto, se puso el doctor Montarco a luchar con el espíritu público de la ciudad en que vivía y trabajaba. Esforzábase cada vez más por ser concienzudo y exacto en el cumplimiento de sus deberes profesionales, cívicos y domésticos; ponía un exquisito cuidado en atender a sus clientes estudiándoles las dolencias; recibía afablemente a todo el mundo; con nadie era grosero; hablaba a cada cual de lo que podía interesarle, procurando darle gusto, y en su vida privada continuaba siendo el marido y el padre ejemplar. Pero cada vez eran sus cuentos, relatos y fantasías más extravagantes, según se decía, y más fuera de lo corriente y vulgar. Y la clientela se le iba retirando y haciendo el vacío en su derredor. Con esto su irritación mal contenida iba en aumento.

Y no fue esto lo peor, sino que empezó a tomar cuerpo e ir hinchándose y redundando un rumor maligno, y fue la acusación de soberbia. Sin motivo alguno que lo justificara empezó a susurrarse que el doctor Montarco era un espíritu soberbio, un hombre lleno de sí mismo, que se tenía por un genio y a los demás los tenía por pobres diablos incapaces de comprenderle por entero. Se lo dije, y en vez de estallar en una de aquellas sus acostumbradas diatribas, como yo esperaba, me contestó con calma:

– ¿Soberbio yo? Sólo los tontos son de veras soberbios, y francamente, no me tengo por tonto; no llega mi tontería a tanto. ¿Soberbio? ¡Si pudiésemos asomarnos los unos al brocal de la conciencia de los otros y verles el fondo! Sí sé que me tienen por desdeñoso de los demás, pero se equivocan. Es que no los tengo por aquello en que se tienen ellos mismos. Y además, si entrara en descubrirle más por dentro mi corazón, ¿qué es eso de soberbia y empeño de prepotencia y otros estribillos así? ¡No, amigo mío, no!, el hombre que trata de sobreponerse a los demás es que busca salvarse; el que procura hundir en el olvido los nombres ajenos es que quiere se conserve el suyo en la memoria de las gentes, porque usted sabe que la posteridad tiene un cedazo muy cerrado. ¿Usted se ha fijado en un mosquero alguna vez?

– ¿Qué es eso? -le pregunté.

– Una de esas botellas con agua dispuestas para cazar moscas. Las pobres tratan de salvarse, y como para ello no hay más remedio que encaramarse sobre otras y así navegar sobre un cadáver en aquellas estancadas aguas de muerte, es una lucha feroz a cuál se sobrepone a las demás. Lo que menos piensan es en hundir a la otra, sino en sobrenadar ellas. Y así es la lucha por la fama mil veces más terrible que la lucha por el pan.

– Y así es -añadí- la lucha por la vida. Darwin…

– ¿Darwin? -me atajó-. ¿Conoce usted el libro Problemas biológicos, de Rolph?

– No.

– Pues léalo usted. Léalo y verá que no es el crecimiento y la multiplicación de los seres lo que les pide más alimento y les lleva, para conseguirlo, a lucha así sino que es una tendencia a más alimento cada vez, a excederse, a sobrepasar de lo necesario, lo que les hace crecer y multiplicarse. No es instinto de conservación lo que nos mueve a obrar, sino instinto de invasión; no tiramos a mantenernos, sino a ser más, a serlo todo. Es, sirviéndome de una fuerte expresión del Padre Alfonso Rodríguez, el gran clásico, "apetito de divinidad". Sí, apetito de divinidad. "¡Seréis como dioses!"; así tentó, dicen, el demonio a nuestros primeros padres. El que no sienta ansias de ser más, llegará a no ser nada. ¡O todo o nada! Hay un profundo sentido en esto. Díganos lo que nos dijere la razón, esa gran mentirosa que ha inventado, para consuelo de los fracasados, lo del justo medio, la áurea mediocritas, el "ni envidiado ni envidioso" y otras simplezas por el estilo; diga lo que dijere la razón, la gran alcahueta, nuestras entrañas espirituales, eso que llaman ahora el Inconsciente (con letra mayúscula) nos dice que para no llegar, más tarde o más temprano, a ser nada, el camino más derecho es esforzarse por serlo todo.

– La lucha por la vida, por la sobre-vida más bien, es ofensiva y no defensiva; en esto acierta Rolph. Yo, amigo, no me defiendo, no me defiendo jamás; ataco. No quiero escudo, que me embaraza y estorba; no quiero más que espada. Prefiero dar cincuenta golpes y recibir diez, a no dar más que diez y no recibir ninguno. Atacar, atacar, y nada de defenderse. Que digan de mí lo que quieran; no lo oiré, no me entero de ello, cierro los oídos, y si a éstos, a pesar de mis precauciones para no oírlo, me llega lo que dicen, no lo contesto. Si nos dieran siglos por delante, antes les convencería yo a ellos mismos de que son tontos, y vea si es esto difícil, que ellos a mí de que estoy loco o de que soy soberbio.

– Pues -me atajó-, tiene sus quiebras, y sobre todo un gran peligro, y es que el día en que me flaquee el brazo, o la espada me quede mellada, aquel día me pisotean, me arrastran y me hacen polvo. Pero antes se saldrán con la suya: me volverán loco.

Entercóse en proseguir con sus relatos, relatos tan fuera de lo que aquí, en España, es corriente, y a la vez en no salir del género tan razonable de vida que llevaba. La clientela se fue alejando; llegó la penuria a llamar a las puertas de su casa, y, para colmo de males, ni encontraba revistas o diarios que admitieran sus trabajos, ni su nombre ganaba terreno en la república de las letras. Y todo ello concluyó en que unos cuantos amigos suyos tuvimos que hacernos cargo de su mujer y sus hijas y llevarle a él a una casa de salud, porque su agresividad de palabra iba en aumento.