¡Nicanora en la cama! Estaba acostumbrada a esperar que el señorito se levantara antes de la hora de llamada.
– ¡El chocolate, mujer de Dios!
Al rato salió Nicanora diciendo, como diría un cómico:
– ¿Dónde estoy?
– ¡En todavía!…
Mi hombre se abrasó el paladar con el chocolate, se echó al hombro la vieja escopeta de pistón y a la calle.
Su madre le gritaba desde el cuarto:
– Luego con cuidao…, ¿eh?
Empezó a recorrer, como alma en pena, las calles desiertas, hasta que dieron las cinco y media. Vio algunos perros, al churrero melancólico y a los serenos que se retiraban. En la puerta de San Juan, algunas viejas acurrucaditas esperaban a Lucas.
Llegó al simontorio, y, al toque de las cinco y media, entró en la iglesia, fría como bodega, llena de criadas y hombres de boina.
Poco antes del alzar, entró Michel.
– ¡Esta misa no te sirve!
– ¡Otro día oiré el pedazo que me falta!
Michel llevaba su escopeta cargada con apretado perdigón mostacilla, y un perrito chimbero, color castaño, lanudo, de hocico fino, por nombre Napoleón.
Estos chimberos dormilones son la decadencia. En la edad de oro, el hoy rústico chimbero se componía de un perrillo como el de Michel, una escopeta de pistón y un chimbo, debajo de un alto sombrero de paja ahumado, forrado con una levita de pana, con polainas de paño y cargado de burjaca, cartuchero, capuzonero, polvorinero colgante de un cordón verde, mil cachivaches más y su zurroncillo con la gallofa de pan y merluza frita u otra golosina así. De misa de cuatro y media, ande Rosendo, a embaularse café con su copita de chilibrán.
Hacía tiempo que estaba cantando su alegre ¡nip, nip! el chindor, de collar anaranjado, el amante del sol, que le saludaba al romper el día, deja sus sábanas de bruma, y le da las buenas noches cuando se acuesta entre purpurinas nubes. Eran las seis y cuarto.
¡Qué agradable es recorrer la villa cuando ilumina el sol los tejados y escapa de él el fresco por las calles! Era septiembre, mes de los chimbos.
– ¡Mira, mira, cuánta eperdicara!
Eran las fregonas, con su delantal blanco y su mantilla negra, que salían en bandadas y se dispersaban escoltadas. Algunas venían de oír misa por el campo. ¡Judías! En el Arenal era todo un paseo.
– ¡Adiós, salada!
– ¡Adiós, salerosa!
No podían, ¡ay!, detenerse; el chimbo les esperaba cantando en su higuera himnos al sol recién nacido.
Cruzaron con un chinel, y empezaron a trepar como garrapos por la estrada del Tívoli. Cruzaban, a ratos, con aldeanas, que llevaban sobre la cabeza la cesta, cubierta con el trapo blanco, y, sobre éste, la cestita de la vendeja.
– ¿No sabes tú algo de vascuence?…
– ¡Sí, vascuence de Artecalle!…
– Diles algo, échales una flor…
– ¡Eh, su… nesca… gurusu… gurusu…!
– No soy nesca; nescas en Bilbao Vieja tienes…
– ¡Te ha chafao! ¿No sabes que hay que llamarlas nescatillas?
Michel quedó corrido y juró, en su corazón, vengarse del descalabro. Llegaron sudando a la cima de la cordillera.
Entonces pasaba un aldeano.
– Anda, Pachi, pregúntale por dónde se baja a Izarza…
– ¿No sabes o qué?…
– Pregúntale, ¡verás qué chirene!
Tomó el inocentón las más suaves inflexiones de su voz para decirle:
– Diga usted, buen hombre, ¿hará el favor de decirme por dónde se baja a Izarza?
El aldeano se encogió de hombros, sonrió y siguió su camino, sin contestar palabra.
– ¿Ves, ves, cómo no te las arreglas con el jebo?… Mira, aquí viene otro… ¡Eh, tú, di por donde puñeta se va a Izarza!
– ¡Por aquí, señor! -contestó, señalando el camino.
– ¿Ves, hombre, ves?… Aldeano de los alrededores de Bilbao, jebo sivilisao… Tiene más… más… qué sé yo que un gorrión.
Y el hombre aligeró el paso, con la satisfacción de la venganza. Había tomado la revancha por lo de las nescas. ¡Cuántas vueltas y revueltas tiene el laberinto del corazón humano!
Entraban en tierra aldeana. Michel había calumniado al jebo sivilisao, como él decía, al aldeano urbano. Cierto es que, como gato escaldado, huye del agua fría; pero si ve blanca, se apacigua y entra en razón.
Se detuvieron en una de las casas de la cima a echar una espuelita de aguardiente balarrasa. Corría un fresco de mil demonios.
Pachi, con las manos en los bolsillos, lagrimeando los ojos pistojillos y colgando el dindirri de la nariz, tapadas boca y orejas por la bufanda, miraba a lo que tenía delante por entre la tenue neblina de su propio aliento. De vez en cuando, por no sacar las manos, sorbía…
Bilbao, ensartado en el Nervión, se acurrucaba en aquella hondonada, cubierto en el edredón de la niebla, humeando a trechos y ocultándose, en parte, tras el recodo del camposanto. La luz de la mañana hacía brillar el verde de los campos de Albia, tendidos al pie de Arraiz. Apoyándose sobre las pardas peñas de San Roque, contemplaba a la villa el pelado Pagasarri, y, sobre sus anchas espaldas, asomaba la cresta Ganecogorta el gigante. Parecían tías que contemplaban al recién nacido sobrino, Arraiz, Arnótegui con los brazos abiertos, y Santa Águeda, de famosa romería.
A Pachi la ternura patria le hacía bailotear los ojillos… ¡Aquello era su Bilbao, su bochito, lo mejor del mundo, el nido de los chimbos, la tacita de plata, el pueblo más trabajador y más alegre!
El Nervión, ría y no río -¡ojo¡-, culebreaba a todo lo largo de la vega de Olaveaga; más lejos, parecía a ratos bosque de jarcia; luego, las altas chimeneas del Desierto, cuyo humo se mezclaba a los pesados nubarrones que venían de hacia las recortadas minas de vena roja. Se abría la ría, no río -¡ojo!-, en el Abra; Serantes el puntiagudo, reproducido en el Montano, se miraba en el mar; allí, las Arenas, como nacimiento de cartón, y volviendo a la derecha -Pachi se volvió-, el valle de Asúa, la inmensa calma de la aldea, Chorierri, tierra de pájaros, la tierra de promisión, el campo de los chimbos y los chimberos. En él, Sondica, Lujua, Erandio, Zamudio y Derio, cinco pueblecitos como cinco polladas, con sus cinco iglesias como cinco gallinas, picoteando en su valle de verdura eterna.
El fresco o la emoción humedecían los ojos de Pachi:
– Suisa, hombre, Suisa…
– ¿Dónde has visto tú Suisa, arlote?
– ¡Por los santos, hombre, por los santos!
– Pero qué, ¿no piensas casar, ni comer?
A esta palabra mágica se volvió, enternecido y sorbiendo los mocos. Empezaron a buscar aventuras. Bajaban por una calzada llena de baches y pedruscos, verdadero calvario.
Salían a la puerta de los caseríos los mastines a ladrarles como desesperados, cuando no acababan de olfatear a Napoleón bajo el rabo. Michel se impacientaba; tenía tanta ojeriza al perro aldeano como a su amo; les tiraba piedras.
– ¡Para quieto, hombre! ¡Aquí llevo unos curruscus de gallofa y algunos de fote, verás. ¿Ves? ¿Ves?
– Sí, fíate. A mí una ves me echó uno un tarisco…
– ¡Quiá! Porque eres un memelo…, y te quedarías apapanturi. Ladran de hambre, nada más que de hambre… Que te tiran del pantalón, es pa que les hagas caso…
– ¡Calla! ¿No has oído?
– ¡No! ¿Pues?
– ¡Cállate!
Se oyó el alegre ¡pío, pío! de un chimbo. Primera aventura de verdad. Vieron luego al pajarillo salir del suelo y, con vuelo cortado y bajo, volver a ocultarse entre los terrones…
– ¡Míale, míale! ¡Allí, allí! ¿No le ves?
– Sch, schsechut!… ¡Calla!
Michel se adelantó a pasos lentos, agachándose y con la escopeta en ristre… Se la echó a la cara… ¡Huyó! El chimbo levantó el vuelo y se fue hacia Pachi. Antes de poder decir ¡amén! en su lengua el pajarito, se oyó el tiro.
– ¡Ya ha caído!
Empezaron a registrar entre terrones. Napoleón hozaba por aquí y allí, y todo en vano; ni rastro.