Изменить стиль страницы

Todavía nos ha de enseñar grandes cosas el «¡ya caerás!» internacional que sale de lo hondo del pecho herido.

Pero ¡ojo, mucho ojo!, no hay que perder de vista al alguacil, que avanza cautelosamente, como tigre de caza, que desde lejos amenaza con el bastón y puede aguarnos la fiesta.

(El Nervión, Bilbao, 7-IX-1891)

LA SANGRE DE AITOR

De la más pura sangre de Aitor había nacido Lope de Zabalarestista, Goicoerrotaeche, Arana y Aguirre, sin gota de sangre de moros, ni de judíos, ni de godos, ni de maquetos. Apoyaba su orgullo en esta nobleza tan casual y tan barata.

Lope, aunque lo ocultó y hasta negó durante mucho tiempo, nació, creció, y vivió en Bilbao, y hablaba bilbaíno porque no sabía otra cosa.

Ya al cumplir sus dieciséis años, le ahogaba Bilbao e iba a buscar en el barrio de Asúa al viejo euskalduna de patriarcales costumbres. ¿Bilbao? ¡Uf! ¡Comercio y bacalao!

Como no comprendían al pobre Lope sus convillanos, le llamaban chiflado.

En cuanto podía, se escapaba a Santo Domingo de Archanda a leer la descripción que hizo Rousseau de los Alpes, teniendo a la vista Lope las peñas desnudas de Mañaria, que cierran el valle que arranca de Echébarri, valle de los mosaicos verdes, bordado por el río.

Una mañana hermosa de Pascua, a la hora de la procesión, se enamoró de una carucha viva, y al saber que la muchachuela se llamaba Rufina de Garaitaonandía, Bengoacelaya, Uría y Aguirregoicoa, saltó su corazón de gozo porque su elegida era, como él, de la más pura sangre de Aitor, sin gota de sangre de judíos, ni de moros, ni de godos, ni de maquetos. Bendijo a Jaungoicoa y juró que sus hijos serían de tan pura sangre como él. Y de noche soñó que se desposaba con la maitagarri, libertada de las terribles garras del basojaun.

A la vuelta de un viaje que hizo a Burgos se fue a Iturrigorri a abrazar a los árboles de su tierra.

A las romerías iba con alegría religiosa. Odiaba ésas otras en que mozas con mantilla bailan polkas y valses y buscaba esas otras, escondidas en rincones de nuestros valles.

Cuando veía a algún viejo de pipa de barro, viejo chambergo, con el ala recogida por detrás, greñas blancas, "capusay" y "mantarras", quedaba en éxtasis, pensando en el viejo Aitor.

Una pena oculta amargaba su alma. Ni él ni Rufina sabían una palabra de vascuence. ¿Por qué de niño no le llevaron a criar a un caserío de Cenarruza?

Mil veces proyectaron aprender el misterioso eusquera él y su íntimo, Joaquín G. Ibarra; es decir, Joaquín González Ibarra Puigblanch y Carballido. El cual Joaquín era tan exaltado como Lope, pero el pobre llevaba avergonzado sus apellidos. ¿Cuándo recibirían en su mente, como maná de Jaungoicoa, el verbo santo, preñado de dulces reconditeces? Pero… ¡es tan difícil! ¡Deja tan poco tiempo el escritorio! Luego tenía que aprender inglés para el comercio.

Si no sabía éusquera, ¿en qué le conocerían? Decidió, ya que no podía hablar la lengua de Aitor, para darse a conocer, chapurrear el castellano, ese pobre "erdera", ese romance de ayer mañana, nacido como un gusano, del cadáver corrupto del latín, lengua de los maquetos de allende el Ebro. Y decididamente empezó a estropear la lengua de su cuna, aquella en que le acarició su madre y en que rezaba a Dios.

Los veranos iba un mes a Villaro. Allí tomaba leche en los caseríos, admiraba las sencillas costumbres de los hospitalarios euskaldunas, y al irse les dejaba una propinilla.

Una noche de luna llena subió a Lamíndaro a soñar. El cielo estaba nublado.

Se presentó Aitor de pie junto al Cantábrico, alborotado; la barba le caía como la cascada de Ujola; vestía extraño traje, y miraba a la cuna del Sol, de donde vino, trayendo el misterioso verbo, fresco y grave, preñado de hondos arcanos; verbo que emanaba de los labios del aitona como rocío del espíritu. Aitor fue disipándose, como neblina del mar.

Brilló luego sobre el valle, blanca y redonda, la luz de los muertos (il-arguia), y a su lado las estrellas parecían punzadas del techo del mundo, por donde filtra la luz de Jaungoicoa. Peñas oscuras cerraban el valle, pálido a la luz de los muertos; los árboles extendían en él largas y recortadas sombras; las aguas corrían con rumor eterno, y en sus cristales danzaba, hecha pedazos, la luna, reflejada. Los perros le ladraban; croaban las ranas en los remansos de las aguas, y dormía todo sobre la tierra menos los nobles euskaldunas. Vestidos de pieles crudas se reunían a la puerta de sus caseríos de madera, y bailaban solemne danza, símbolo de la revolución de la Luna en torno de la Tierra. Lope, allí, en medio de ellos, los miraba enternecido. Presidían los ancianos; las viejas hilaban su mortaja.

Se adelantó el "koplari", y le ofrecieron pan y bellotas; lo probó y comenzó el canto. Acompañábase del atabal mientras entonaba en la lengua misteriosa himnos alados a Jaungoicoa, que encendió la luz de los vivos y la de los muertos, y que trajo a los euskaldunas de la patria del Sol.

Lope, que no entendía despierto el pobre eusquera que hoy se usa, entendía aquel eusquera, puro y grave.

La música parecía el rumor del viento en los bosques seculares de la Euscaria, sin mancha de wagnerismo ni armoniquerías, que infectan hoy los zortzicos.

Cantaba el "koplari" al sublime Aitor, que vino de la tierra del Sol, de la Iberia oriental, donde posó el arca; cantaba a Lelo, el que mató a Zara; cantaba a Lekobide, señor de Vizcaya, el que ajustó paz con Octavio, señor del mundo.

Callaba el "koplari"; brillaba, redonda y blanca, la luz de los muertos, y adoraban los euskaldunas al santo Lauburu, a la cruz, en que había de morir Cristo siglos más tarde, mientras Lope se persignaba y rezaba el padrenuestro.

Se disiparon los adoradores del Lauburu, y Lope se vio en la cima del sagrario Irnio, entre euskaldunas crucificados, que cantaban himnos belicosos y morían por haber defendido los fueros contra los romanos.

Vio pasar a los romanos, togados, como estatuas de piedra; a los cartagineses, de abigarrados trajes; a los godos, de larga cabellera; a los requemados moros, y a todos, estrellarse contra las montañas vascas, a las que venían a buscar riquezas, como las olas del Cantábrico contra el espinazo de Machichaco.

Vio a Jaun Zuría venir de la verde Erín; le vio derrotar en Padura al desdichado Ordoño, y vio la sangre de los leoneses transformar los pedruscos de Padura en la roja mena de hierro del actual Arrigorriaga, esto es, pedregal rojo.

Vio luego al "echeco-jauna" de Altobiscar asomarse en la puerta de su caserío, y oyó ladrar a su perro.

Vio venir las huestes de Carloman; vio a los euskaldunas aguzar sus azconas en la peña; les oyó contar los enemigos, cuyas lanzas refulgían; vio rodar los peñascos de Altobiscar e Ibañeta; oyó la trompa de Roldan, moribundo, y vio escapar a Carloman, con su capa roja y su pluma negra.

Luego asistió a las guerras de bandería, y desde el torreón de una cuadrada casa-torre oyó el crujir de las ballestas, la vocinglería de los banderizos; vio las llamas del incendio y disolverse todo al sonido grave de la campana de la ante-iglesia, que reñía a los ladrones nobles y llamaba a los plebeyos, como una gallina a sus polluelos.

En seguida la larga y callada lucha a papeladas con los reyes de España, que refunfuñaban antes de soltar privilegios.

Y tras de esto, la elegía triste, la sangre de Abel enrojeciendo el cielo; la nube roja, que viene del Pirineo preñada de los derechos del hombre, que en violento chaparrón amagaban ahogar los fueros.

Aparecieron boinas y morriones…

Entonces Lope volvió en sí, y pensando en la última chacolinada dejó aquel campo.

Aprendió a conocer a su patria en Araquistain, Goizueta, Manteli, Villoslada y otros. Leyó a Ossian y allí fue ella. Al volver de Iturrigorri, ya oscuro, miraba a los lados y al verse solo, exclamaba en voz baja: