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El tordo es, como la malviz, el ideal del chimbero. Pues qué, ¿se sostendría sin ideal la chimbería?

– ¡No me ha amolao poco!… Lo que menos tres veses le he apuntao, y él se guillaba disiendo: "¡Cho!, ¡cho!, ¡cho!", que en vascuence quiere desir: "¡Chafarse!"

También salió un martinete pintado, con el color apagado ya.

Empezaron a desplumar los pajaritos, que quedaban desnudos, blancos, con la redonda cabecita colgada del delgado cuello, entornados los diminutos párpados.

– ¡Pobres pajaritos!… ¡Iñusentes!

Hay ternura en el corazón del chimbero, que una cosa es la lucha por el ideal y otra el corazón, y, sobre todo, ¿para quién hizo Dios al mundo?

Llovía a jarros, y esperaban su pitanza los chimberos chimbos.

Chimbos nos llaman a los bilbaínos, y lo somos: silbantes unos, colirrojos otros, otros coliblancos, de zarzal y hasta hormigueros. El chimbo bilbaíno pía y picotea y procura echar mantecasas bajo el pulmón. Tiene su nido en el bocho; canta siempre, y busca para él pajitas y aparta grano. ¡Aire y libertad y alas para volar! Aquellos mismos chimberos chimbos, un año más tarde, respondían con alegre ¡pío!, ¡pío!, con canciones frescas y chillonas al estampido de las grandes escopetas de los chimberos jebos.

Seguía lloviendo a jarros. Los hombres se impacientaban; daban patadas al suelo. Uno andaba por la ahumada cocina, haciendo fiestas a la criada.

El cuarto vecino tenía entornada pudorosamente la puerta. Era el Ayuntamiento, que celebraba sesión con comilona.

En éstas y las otras, se anunció la comida. Santi, devoto conservador de las tradiciones chimberiles, se quitó el sombrero y se ciñó a la cabeza el pañuelo, según era uso y costumbre en los heroicos tiempos de la chimbería.

Espárragos riquísimos; una cazuela con patatas y bazofia; carne llena de gordo y piltrafas; pollo en salsa, y merluza nadando en un mar de aceite.

Se daban todos tal prisa en comer, que el buen Pachi tuvo que coger un mendrugo y clavarlo en el cazolón, exclamando con voz solemne:

– ¡Mojón!

Santa palabra. Dejaron todos sus tenedores, y él:

– Dejeméis mascar tan siquiera; dejeméis mascar.

Llegaron los chimbos, tan gustosos para roer, negritos ya, y los chimberos se chupaban los dedos.

Se armó la gran discusión a cuenta de si el rito de la limonada pide sarbitos o merluza en salsa; luego se discutió si es o no de trampa el pantalón del torero; luego la diferencia que hay entre chanela y chalupa. A todo esto, Tripazábal metía más bulla que un picharchar, y todo para nada.

Rodando la conversación, se vino a dar en el melancólico tema de "¡Cómo pasan los años, oh póstumo! ¡Oh témpora, oh mores!"

Santi, el Silbante, era romántico hasta dejarlo de sobra. Se echó sobre el camón y, mirando al techo, endilgó esta elegía:

– Ahora… ¿Ahora? Estos de ahora no sirven pa nada… ¡Nosotros sí que teníamos arloterías entonses! Ahora son todos unos sensumbacos iñusentes, que andan faroleando en l'Arenal detrás de las chicas… ¡Ah, las cosas que me alcuerdo! Ayer le busqué sin querer a Totolo en cal Correo, y no hisimos pocas risas, habla que habla d'eso… Un día el chinel llevarme quiso abajo San Antón… Yo corre que te corre, que ni Pataslargas me cogería, y el chinel por detrás… ¡No tenía mal alcuerdo! Yo, sin mirar, ¡pum!, de un bulsiscón, un chenche al suelo; luego, me tropesé en un trunchu de chana, y ¡sas!, de bruses contra un orinadero… ¡De por poco me apurrucho la pavía! Estaba el suelo mojao y resbaliso, como si te seria un sirinsirin, porque había llovido sirimiri y se había hecho barro de bustina… El chinel m'enganchó y abajo San Antón, porque le hise un chinchón a una señora… ¡Qué risas te hisimos aquel día! ¡Y cada reganchada le di al chinel!…

– Yo que tú, de un corpadón le mando a Flandes…

– ¡Entonses, entonses! ¿Ahora?

– ¡Ahora saben más!

– Mejor nosotros. ¡Iñusentes, iñusentes! Hablábamos de las cosas que son pecau, y de las que no son pecau; íbamos and'el maestro a preguntarle si era pecau desir concho y otras cochinadas, fumar en la portalada y seguir a las chicas… ¿Hoy? ¿Hoy? Hasta los chenches chirripitos que andan en l'alda del aña y van alepo tienen novia, y fuman, y disen concho… y se visten en Carnaval de batos barragarris… ¿Cuándo les ves holgar a toritos? ¿Cuándo oyes en la calle: "¡Qué sale el toro Cucaña!"? ¿Cuándo les vez hacer jirivueltas?… Te digo que esto va mal: quitarán el sirinsirin de San Nicolás, quitarán los gigantes, quitarán todo…

Una inmensa tristeza cayó sobre todos: la inmensa tristeza de la digestión penosa.

En el silencio del cuarto empezó uno a cantar, y le siguieron todos. El canto salía vibrante y se tendía por el valle, perdiéndose en él sus ecos apagados.

Envuelto en los vivos gorjeos del zortzico de Bilbao, le subía del estómago repleto una enorme ternura a la tacita de plata, acurrucada en su bocho.

Poco antes de caer la tarde, salieron con sus perros y sus escopetas de vuelta a la villa.

Se habían pasado parte de la mañana en sudar tras un pajarillo de mala muerte, para dar de hocicos en el cazolón. Allí les envolvió la ternura patria, ahitos de merluza, fuera del pueblo. La comida fuerte y sólida hace de sol; tanto calienta un cazolón humeante como un sol de fuego desde un cielo azul.

Año y medio más tarde, aquellos mismos chimberos de la cazuela, no pudieron beber el aire de las montañas, lanzaban a él su ¡pío, pío¡, mientras tronaba sobre sus cabezas la bomba del jebo y recorrían las calles de la villa los viejos chimberos con la escopeta al hombro.

Dos años después, en aquel mismo mes de septiembre vieron la famosa romería de San Miguel en el Arenal de Bilbao, a la sombra del tilo.

Y más tarde aún, en premio a sus afanes y sudores, les mermaron la pitanza de la próvida cazuela, no para dar al falto lo que creían sobraba al harto, sino para echarlo al arroyo. ¿Por qué ha de estar graso el chimbo hormiguero, cuando el silbante está flaco?

El chimbo calla, se resigna, trabaja y sigue cantando y revoloteando de higo en higo, y esperando a la nueva primavera.

En la rápida transformación de nuestro pueblo es el chimbero, animal cuasi fósil, penumbra de lo que fue.

El Bilbao de las narrias y de los chimberos se ha transformado en el del tranvía urbano y los cazadores de acciones. Ya no se ven por las calles aquellos perritos lanudos, color castaño y hocico fino, y andan por ellas olfateando sabuesos, perdigueros, buldogos y hasta galgos y daneses.

Se va haciendo la paz entre el chimbo campesino y el urbano; aquéllos cantan, desde la primavera al otoño, al sol que dora las mieses, y a los arrastres de mineral, que matan al buey, mientras elevan las fábricas al espacio el himno fragoroso a la fuerza omnipotente del trabajo, que crea, sostiene, destruye y vivifica todo.

¡Animo, hijos de los viejos chimberos! ¡A cazar el pan para los hijos!

(Leído en la Sociedad El Sitio, l-V-1891, publicado en enero de 1892 en El Nervión de Bilbao)

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