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Cuando Cully descendió del avión, tomó un taxi y fue a un famoso banco de Manhattan. Miró el reloj. Eran las diez. Gronevelt haría su llamada en aquel momento al vicepresidente del banco al que Cully iba a entregarle el dinero.

Todo resultaba según lo planeado. Cully fue conducido a la oficina del vicepresidente y, tras puertas cerradas y seguras, entregó la cartera. El vicepresidente la abrió con su llave y contó un millón de dólares delante de Cully. Luego rellenó un impreso de depósito bancario, garrapateó su firma en él y se lo dio a Cully. Se estrecharon la mano y Cully se fue. A una cuadra del banco, sacó un sobre preparado con sello y todo del bolsillo de la chaqueta y metió el impreso dentro y cerró el sobre. Luego lo echó en el buzón que había en la esquina. Se preguntó cómo iría todo el proceso, cómo cubriría el vicepresidente el asunto y quién cogería el dinero. Algún día tendría que saberlo.

Cully y Merlyn se encontraron en la Sala de Roble del Plaza. No hablaron del problema hasta que terminaron de comer y salieron a dar una vuelta por Central Park. Merlyn le explicó a Cully toda la historia y Cully se limitó a asentir y a hacer algunos comentarios para explicarle que entendía. Por lo que pudo deducir, era estrictamente una operación insignificante en la que el FBI se había colado. Aunque condenasen a Merlyn, sólo sufriría una condena condicional. No era nada de lo que hubiera que preocuparse. Salvo que Merlyn era un tipo tan decente que se sentiría avergonzado de tener aquellos antecedentes. Ésa debía ser la peor de sus preocupaciones, pensaba Cully.

Cuando Merlyn mencionó a Paul Hemsi, el nombre hizo sonar un timbre en la cabeza de Cully. Más tarde, cuando paseaban por Central Park y Merlyn le habló de su entrevista con Hemsi padre, en el centro de confección, todo pareció encajar. Charles Hemsi, uno de los muchos peces gordos del negocio de la confección que iban a Las Vegas a pasar fines de semana largos y Navidades y Año Nuevo. Era gran jugador y aficionado a las mujeres. Aunque iba a Las Vegas con su esposa, Cully siempre tenía que proporcionarle alguna chica, y cuando estaba en el casino con la señora Hemsi jugando a la ruleta, Cully le entregaba furtivamente la llave, con la placa de madera del número de la habitación. Cully le susurraba además a qué hora estaría la chica en la habitación.

Charles Hemsi se iba a la cafetería para escapar de las miradas recelosas de su mujer. De la cafetería pasaba a los largos y laberínticos pasillos del hotel hasta llegar a la habitación que indicaba la placa de la llave. Y allí le esperaba una suculenta chica. El asunto duraba menos de media hora. Charlie daba a la chica una ficha negra de cien dólares y luego, totalmente relajado, volvía a recorrer los pasillos de moqueta azul del casino. Pasaba junto a la mesa de la ruleta y veía jugar a su mujer, le dirigía unas cuantas palabras alentadoras, le daba unas cuantas fichas, nunca negras, y luego volvía a lanzarse alegremente a la disparatada algarabía de las mesas de dados. Era un tipo corpulento, expansivo y cordial, un pésimo jugador que casi siempre perdía, un jugador empedernido que nunca lo dejaba cuando estaba de suerte. Cully no lo recordó inmediatamente, porque Charlie Hemsi había estado intentando curarse.

Hemsi tenía deudas en todo Las Vegas. En la caja del casino del Hotel Xanadú había cincuenta grandes de déficit a nombre de Charlie Hemsi. Algunos casinos habían enviado ya cartas amenazadoras. Gronevelt había dicho a Cully que esperara.

– Puede pagar -dijo Gronevelt-. Y cuando pague recordará que nos portamos bien y vendrá a jugar aquí. Y cuando ese imbécil juega, es dinero seguro para nosotros.

Cully no dudaba.

– Ese imbécil debe unos trescientos grandes en Las Vegas -dijo-. Hace un año que no aparece. Creo que sigue la ruta del agente de reclamaciones.

– Quizá -dijo Gronevelt-. Tiene un buen negocio en Nueva York. Si tiene un buen año, volverá. El juego y las tías es algo ante lo que no puede resistirse. Escucha, lo que le pasa es que ahora está asentado con su mujer y sus hijos y se dedica a ir a las fiestas del vecindario. Quizá tenga aventuras en el centro de confección. Pero eso le pondrá nervioso, se enterarán de ello demasiados amigos suyos. Aquí en Las Vegas es todo mucho más limpio. Y no es de los que dejan la mesa de juego tan fácilmente.

– ¿Y si no tiene un buen año en el negocio? -preguntó Cully.

– Entonces utilizará su dinero de Hitler -dijo Gronevelt.

Se dio cuenta de la expresión cortésmente inquisitiva y sorprendida de Cully.

– Eso es lo que dicen los chicos del centro de confección. Durante la guerra, todos hicieron una fortuna en el mercado negro. Cuando el gobierno racionó los materiales, circuló bajo cuerda muchísimo dinero. Dinero del que no tenían por qué informar a hacienda. No podían. Se hicieron ricos todos. Pero es un dinero que no pueden sacar. Si quieres hacerte rico en este país, tienes que hacerlo en la sombra.

Era la frase que Cully siempre recordaba: «Tienes que hacerte rico en la sombra». El credo de Las Vegas. No sólo de Las Vegas sino de muchos de los hombres de negocios que iban a Las Vegas. Propietarios de supermercados, de máquinas tragaperras, jefes de empresas de la construcción, lúgubres funcionarios eclesiásticos de todos los credos que recogían dinero en cestos sagrados. Grandes empresas con batallones de asesores legales que creaban una llanura de oscuridad dentro de la ley.

Cully escuchaba a Merlyn sólo a medias. Gracias a Dios, Merlyn nunca hablaba mucho. Pronto terminó, y cuando caminaban por el parque en silencio, Cully lo repasó todo mentalmente. Sólo para asegurarse, pidió a Merlyn que le describiese otra vez a Hemsi padre. No, no era Charlie. Debía ser uno de los hermanos, socio en el negocio y, por lo que parecía, el socio principal. A Cully, Charlie nunca le había parecido un gran ejecutivo. Fue recorriendo mentalmente todos los pasos que tenía que dar. El plan era perfecto, y estaba seguro de que Gronevelt lo aprobaría. Sólo quedaban tres días para que Merlyn compareciese ante el gran jurado, pero sería suficiente.

Y entonces, Cully pudo disfrutar el paseo con Merlyn por el parque. Hablaron de los viejos tiempos. Se hicieron las mismas preguntas de siempre sobre Jordan. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué un hombre que acababa de ganar cuatrocientos grandes se volaba los sesos? Los dos eran demasiado jóvenes para imaginar el vacío del éxito, aunque Merlyn hubiese leído sobre el tema en novelas y libros de texto. Cully no se creía aquel cuento. Él sabía lo feliz que podía hacerle «el lápiz» completo. Sería un emperador. Hombres ricos y poderosos, bellas mujeres serían sus huéspedes. Podría traerlos desde cualquier rincón del mundo gratis, pagaría el Hotel Xanadú. Bastaría con que Cully utilizase «el lápiz». Podría disponer de suites lujosas, las mejores comidas, magníficos vinos, bellas mujeres, una cada vez, dos cada vez, tres al mismo tiempo. Y realmente hermosas. Podría trasladar a un mortal ordinario al paraíso durante tres, cuatro, cinco días, e incluso una semana, todo gratis.

Salvo, claro está, que tendrían que comprar fichas, de las verdes y de las negras, y tendrían que jugar. Era un precio bajo. Además podían ganar, si tenían suerte. Si jugaban con inteligencia, no perderían demasiado. Cully pensaba bondadosamente que utilizaría «el lápiz» para Merlyn. Merlyn podría tener lo que quisiera siempre que fuese a Las Vegas.

Y ahora Merlyn se había apartado del buen camino. Sin embargo, Cully veía claramente que era una aberración temporal. Todo el mundo caía por lo menos una vez en la vida. Y Merlyn demostraba sentirse avergonzado, al menos ante Cully. Había perdido parte de su serenidad, parte de su confianza. Y esto conmovía a Cully. Él jamás había sido inocente y estimaba en mucho la inocencia de los demás.