Linda le miraba con lástima. Niigeta agitaba las manos y hablaba sin parar a Daisy. Gronevelt preguntó qué decía. Daisy se encogió de hombros.
– Dice que esto es el fin de su carrera. Dice que el señor Fummiro se deshará de él. Que le ha humillado demasiado.
Gronevelt cabeceó.
– Dile que lo que tiene que hacer es mantener la boca cerrada. Dile que haré que le ingresen en el hospital durante un día porque se siente mal, y que luego volverá en avión a Los Angeles para el tratamiento. Ya le contaremos alguna historia al señor Fummiro. Que él no le diga nada a nadie, y que procure que el señor Fummiro nunca descubra lo que pasó.
Daisy tradujo y Niigeta asintió. Su cortés sonrisa volvió a asomar, pero era una mueca espectral. Gronevelt se volvió a Cully.
– Tú y la señorita Parsons esperaréis a Fummiro. Hay que actuar como si no hubiera pasado nada. Yo me ocuparé de Niigeta. No podemos dejarle aquí. Volverá a desmayarse en cuanto vea a su jefe. Yo me lo llevaré.
Y así fue como se hizo. Cuando al fin Fummiro apareció una hora después, encontró a Linda Parsons, que se había cambiado de ropa y se había maquillado, esperándole con Cully. Fummiro se quedó inmediatamente embelesado, y Linda Parsons pareció emocionarse también con el apuesto japonés aunque con la inocencia que debía corresponder a la ingenua del telefilme del Oeste.
– Espero que no te importe -dijo-. Ocupé la suite de tu amigo para poder estar junto a ti. Así podremos pasar más tiempo juntos.
Fummiro captó la indirecta. Ella no era simplemente una puta que fuese a ponerse a su disposición de inmediato.
Tendría que enamorarse primero. Fummiro asintió con una amplia sonrisa y dijo:
– Por supuesto, claro.
Cully lanzó un suspiro de alivio. Linda jugaba bien sus cartas. Dijo adiós y se quedó un momento esperando en el pasillo. En seguida oyó a Fummiro tocando el piano y a Linda cantando con él.
Durante los tres días siguientes, Fummiro y Linda Parsons vivieron la clásica aventura amorosa de Las Vegas, casi geométricamente perfecta. Estaban locos el uno por el otro, y no se separaban ni un momento. Ni en la cama, ni en las mesas de juego, tuviesen buena o mala suerte, ni en las excursiones para comprar en las galerías y tiendas de hoteles del Strip. A Linda le encantaba la sopa japonesa del desayuno y también le encantaba oír tocar el piano a Fummiro. A Fummiro le encantaba la blonda palidez de Linda, sus muslos macizos y lechosos, la longitud de sus piernas, la suavidad plena de sus pechos. Pero sobre todo, le encantaba su constante buen humor, su alegría. Le confió a Cully que Linda habría hecho una gran geisha. Daisy le dijo a Cully que era el máximo cumplido que un hombre como Fummiro podía hacer. Fummiro afirmaba también que Linda le daba suerte en el juego. Al finalizar su estancia, había perdido sólo doscientos mil del millón en metálico, dinero norteamericano, que había depositado en la caja del casino. Y eso incluía un abrigo de visón, un anillo de diamantes, un caballo palomino y un Mercedes que le había comprado a Linda Parsons. El viaje le salió barato. Sin Linda, lo más probable hubiera sido que se dejase por lo menos medio millón, o puede que un millón entero, en las mesas de bacarrá. Al principio, Cully consideró a Linda una suave buscona de clase. Pero cuando Fummiro se fue cenó con ella antes de que cogiese el avión de la noche para Los Angeles. Estaba realmente loca con Fummiro.
– Es un tipo tan interesante -dijo-. Me encantaba aquella sopa del desayuno y lo de tocar el piano, y era magnífico en la cama. No me extraña que las mujeres japonesas hagan cualquier cosa por sus hombres.
Cully sonrió.
– No creo que trate a sus mujeres, allá en su país, como te trató a ti.
– Sí, lo sé -dijo Linda con un suspiro-. Aun así, fue magnífico. Me hizo cientos de fotos con su cámara. Era como para cansarse. Pues me encantó que lo hiciera. Yo también le saqué fotos a él. Es un hombre muy guapo.
– Y muy rico -dijo Cully.
Linda se encogió de hombros.
– Ya he estado otras veces con tipos ricos. Y gané buen dinero. Pero él era como un muchachito. Realmente no me gusta cómo juega, sin embargo. ¡Dios mío! ¡Con lo que él pierde en un día podría vivir yo diez años!
Cully pensó: ¿es así? E inmediatamente hizo planes para que Fummiro y Linda Parsons no volvieran a verse. Aunque dijo con una sonrisa irónica:
– Sí, a mí me fastidia también verle perder así. Puede acabar desilusionándose del todo.
Linda le sonrió.
– Sí, estoy segura -dijo-. Gracias por todo. Fueron unos de los días más felices de mi vida. Puede que volvamos a vernos.
Él sabía lo que quería indicar ella, pero, por el contrario, dijo suavemente:
– Siempre que traigas al yen a Las Vegas no tienes más que llamarme. Todo por cuenta de la casa menos las fichas.
Entonces Linda dijo, un tanto pensativa:
– ¿Crees que Fummiro me llamará la próxima vez que venga? Le di mi número de teléfono de Los Angeles. Le dije incluso que iría al Japón de vacaciones cuando acabásemos de filmar y él dijo que le encantaría que fuese, que le avisara cuándo. Pero se puso un poco frío con esto.
Cully movió la cabeza.
– A los japoneses no les gusta que las mujeres sean tan agresivas. Van con mil años de retraso. Especialmente los peces gordos como Fummiro. La mejor jugada es quedarse atrás y jugar frío.
Ella suspiró.
– Supongo que sí.
La acompañó al aeropuerto y la besó en la mejilla antes de que subiera al avión.
– Te llamaré cuando vuelva a venir Fummiro -dijo.
Cuando llegó al Xanadú, subió al apartamento de Gronevelt y dijo burlonamente:
– Hay jugadores demasiado buenos.
– No te desanimes -dijo Gronevelt-. No queríamos todo su millón nada más empezar la partida. Pero tienes razón. Esa actriz no es la chica adecuada para relacionarla con un jugador. Por una parte, no es lo bastante codiciosa. Por otra, es demasiado honrada. Y para colmo, es inteligente.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Cully.
Gronevelt sonrió.
– ¿Tengo razón?
– Claro -dijo Cully-. Ya procuraré apartar a Fummiro de ella cuando vuelva.
– No tendrás necesidad de hacerlo -dijo Gronevelt-. Un tipo como él tiene demasiada fuerza. No necesita lo que ella pueda darle. No más de una vez. Una vez es divertido. Pero nada más. Si significara más, se hubiese ocupado mejor de ella antes de irse.
Cully le miró sorprendido.
– ¿Un Mercedes, un abrigo de visón y un anillo de diamantes no es suficiente prueba de interés por ella?
– Ni mucho menos -dijo Gronevelt.
Y tenía razón. Cuando Fummiro volvió a Las Vegas no preguntó por Linda Parsons. Y perdió el millón en metálico que había depositado en caja.
19
El avión entró en la luz de la mañana y la azafata distribuyó café y desayunos. Cully siguió con la cartera a su lado mientras comía y bebía, y cuando terminó vio las torres de acero de Nueva York en el horizonte. Aquel paisaje siempre le sobrecogía. Como el desierto que se extendía al terminar Las Vegas, los kilómetros de acero y cristal que se enraizaban y crecían tupidos hacia el cielo parecían no tener límites. Y le producían una sensación de desesperanza.
El avión descendió e hizo una lenta y graciosa inclinación hacia la izquierda al rodear la ciudad, y luego bajó más, del techo blanco al techo azul, para llegar después al aire iluminado por el sol con las pistas gris cemento y esparcidas manchas de verde que formaban la tierra alfombrada. Tocó tierra con un impacto lo bastante fuerte como para despertar a los pasajeros que aún dormían.
Cully se sentía fresco y despejado. Tenía muchas ganas de ver a Merlyn; la sola idea de verle le hacía sentirse feliz. El buen Merlyn, el honrado nato, el único hombre del mundo en quien confiaba.