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El mismo día que yo debía comparecer ante el gran jurado, mi hijo se examinaba de noveno curso e ingresaba en el instituto de enseñanza media. Valerie quería que no fuese a trabajar y fuese con ella a los actos de fin de curso. Le dije que no podía porque tenía que asistir a una reunión especial del programa de reclutamiento. Ella no tenía ni idea del lío en que yo estaba metido, y nada le expliqué. No podía ayudarme y no haría más que desesperarse y preocuparse. Si todo iba bien, no se enteraría nunca. Y eso era lo que yo quería. No creía realmente en lo de compartir los problemas en el matrimonio, pues no servía para nada.
Valerie estaba orgullosa del día de la graduación de su hijo. Unos años antes nos dimos cuenta de que no sabía leer, y sin embargo le aprobaban cada semestre. Valerie se enfadó muchísimo y empezó a enseñarle a leer, e hizo un buen trabajo. Ahora tenía notas excelentes. No es que yo me emocionase por ello. Era otra cosa que reprochaba a la ciudad de Nueva York. Vivíamos en una zona pobre, todos eran obreros y negros. Al sistema escolar le importaba un carajo que los niños aprendiesen o no aprendiesen. Se limitaban a aprobarles para librarse de ellos, para echarles de allí sin ningún problema y con el menor esfuerzo posible.
Vallie estaba deseando que nos trasladáramos a nuestra nueva casa. Estaba en un magnífico distrito escolar, una comunidad de Long Island, donde los profesores se esforzaban en que sus alumnos se preparasen para la universidad. Y aunque ella no lo mencionara, apenas había negros. Sus hijos crecerían en el mismo tipo de medio estable en el que ella había vivido como escolar católica. Para mí eso estaba bien. No quería decirle que los problemas de los que yo intentaba escapar estaban enraizados en la enfermedad de nuestra sociedad entera, y que no escaparíamos de ellos entre los árboles y prados de Long Island.
Además tenía otras preocupaciones. Podían muy bien mandarme a la cárcel. Dependía del gran jurado ante el que debía comparecer aquel día. Todo dependía de ello. Me sentí muy mal cuando me levanté de la cama aquella mañana.
Vallie se llevaba a los niños al colegio ella sola y se quedaría allí para los actos de fin de curso. Le dije que iría tarde al trabajo, así que se fueron antes que yo. Me preparé un café, y mientras lo tomaba fui pensando en lo que tenía que hacer ante el gran jurado.
Tenía que negarlo todo. No había modo de que pudiesen localizar el dinero de los sobornos que yo había aceptado. Cully me había asegurado que no habría problema en ese sentido. Pero lo que me preocupaba era que tenía que cumplimentar un cuestionario sobre mis propiedades. Una de las preguntas era si tenía casa propia. Y en esto yo había procurado hilar fino. La verdad era que había hecho un depósito, un compromiso de pago, sobre la casa de Long Island, pero aún no habíamos cerrado la operación. Así que contesté tranquilamente que no. Pensé que aún no era propietario de la casa y que no se decía nada sobre un depósito. Pero me preguntaba si el FBI habría descubierto aquello. Me parecía que era lo más probable.
Así que una de las preguntas que podía esperar del gran jurado era si había hecho un depósito para comprar una casa. Y tendría que contestar que sí, y me preguntarían por qué no lo había declarado en el cuestionario y tendría que explicarlo. Luego pensaba que Frank Alcore podía desmoronarse, confesarse culpable y hablarles de nuestro trato cuando habíamos sido socios. Yo había tomado la decisión de mentir respecto a eso. Sería la palabra de Frank contra la mía. Él siempre había manejado los tratos solo, nadie podría respaldarle. Y entonces recordé un día en que uno de sus clientes intentó pagarme con un sobre para Frank, porque Frank no estaba en la oficina aquel día. Yo me negué, y había sido una suerte. Porque aquel cliente era uno de los tipos que habían escrito la carta anónima al FBI que inició toda la investigación. Una gran suerte, sí. Rechacé el sobre simplemente porque no me gustaba la cara de aquel tipo. En fin, tendría que declarar que yo no había querido coger el dinero, y eso sería un punto a mi favor.
¿Se desmoronaría Frank y me denunciaría ante el gran jurado? No lo creía. El único medio que tenía de salvarse era aportando pruebas contra alguien que estuviese por encima de él en la cadena del asunto, como el comandante o el coronel. Y el caso era que éstos no tenían nada que ver con la cuestión. Yo estaba convencido de que Frank era un tipo demasiado decente para meterme en líos sólo porque le habían cazado. Además, se jugaba demasiado. Si se declaraba culpable, perdería su puesto en el gobierno, y la pensión y el rango y la pensión de la reserva. Tenía que aguantar.
Mi única preocupación grave era Paul Hemsi. El chico por el que yo más había hecho y cuyo padre me había prometido hacerme feliz el resto de mi vida. Y después de cuidarme de Paul, no volví a saber nada del señor Hemsi. Ni un paquete de calcetines siquiera. Yo esperaba sacar algo más, por lo menos un par de los grandes, pero no hubo más que aquellas primeras cajas de ropa. Eso fue todo. Y yo tampoco había pedido nada más. Después de todo, aquellas cajas de ropa valían miles. No me harían «feliz para toda la vida», pero qué demonios, no me importaba que me engañaran.
Pero cuando el FBI inició la investigación, corrió el rumor de que Paul Hemsi había eludido el reclutamiento y se había alistado en la reserva antes de recibir aviso de incorporación a filas. Yo sabía que la carta del comité de reclutamiento rescindiendo su aviso de incorporación había sido sacada de nuestros archivos y enviada a oficinas superiores. Tenía que suponer que los hombres del FBI habían hablado con el empleado del consejo de reclutamiento, y que éste les habría explicado la historia que yo le había contado. Lo cual no significaría ningún problema. Nada ilegal, en realidad, un pequeño truco administrativo de lo más corriente. Pero corrió la voz de que Paul Hemsi lo había contado todo en el interrogatorio del FBI, había dicho que yo había recibido dinero de otros amigos suyos.
Salí de casa y pasé junto al colegio de mi hijo. El colegio tenía un patio inmenso con cancha de baloncesto de cemento, y toda la zona estaba rodeada de vallas de alambre. Y al pasar, pude ver que habían empezado los actos de fin de curso allí fuera en el patio. Aparqué el coche y me acerqué a la valla.
Había chicos y chicas en ordenadas filas, todos flamantemente vestidos para la ceremonia, bien peinados, las caras muy limpias, esperando con orgullo infantil su paso ceremonial a la siguiente etapa hacia la vida adulta.
Habían colocado gradas para los padres. Y una inmensa plataforma de madera para las personalidades: el director de la escuela, un político del distrito, un tipo viejo de barba que llevaba gorra azul y un uniforme que parecía de 1920 de la legión Norteamericana. Sobre el estrado ondeaba una bandera de los Estados Unidos. Oí que el director decía algo así como que no disponían de tiempo suficiente para dar diplomas y premios por separado, pero que cuando se nombrara cada curso los miembros del mismo deberían volverse y mirar hacia las gradas.
Estuve observándoles así unos minutos. Cuando se leía el nombre de un curso, una hilera de chicos y chicas se giraban para colocarse mirando hacia las madres y los padres y demás parientes para recibir su aplauso. Las caras mostraban orgullo, satisfacción y ansiedad. Aquel día eran héroes. Habían sido elogiados por las personalidades y aplaudidos ahora por sus mayores. Algunos de los pobres cabrones no sabían ni leer. Ninguno de ellos había sido preparado para el mundo ni para los problemas que les aguardaban. Yo me alegraba de no poder ver la cara de mi hijo. Volví al coche y me dirigí a Nueva York, a mi cita con el gran jurado.
Cerca del edificio del juzgado federal, metí el coche en el aparcamiento y entré en los inmensos pasillos de suelo de mármol. Cogí un ascensor que llevaba a la sala del gran jurado. Cuando salí del ascensor quedé asombrado al ver varios bancos ocupados por los jóvenes que habían sido alistados en nuestras unidades de la reserva. Había cien por lo menos. Algunos me saludaron con gestos y unos cuantos me estrecharon la mano y bromeamos sobre todo el asunto. Vi a Frank Alcore de pie, solo, junto a una de las inmensas ventanas. Me acerqué a él y le di la mano. Parecía tranquilo. Pero su expresión era tensa.