Изменить стиль страницы

Así que cuando él y Merlyn se despidieron, le dio un abrazo.

– No te preocupes, lo arreglaré. Entra en la sala de ese gran jurado y niégalo todo. ¿Vale?

Merlyn se echó a reír.

– ¿Qué otra cosa puedo hacer? -dijo.

– Y cuando vayas a Las Vegas, todo será por cuenta de la casa -dijo Cully-. Eres mi invitado.

– No tengo mi chaqueta de ganador -dijo Merlyn sonriendo.

– No te preocupes -dijo Cully-. Si te hundes demasiado, yo mismo te serviré personalmente una buena mano al veintiuno.

– Eso es robar, no jugar -dijo Merlyn-. Lo de robar lo dejé desde que me llegó esa notificación del gran jurado.

– Sólo bromeaba -dijo Cully-. No le haría eso a Gronevelt. Si fueses una mujer guapa, quizá, pero eres demasiado feo.

Le sorprendió ver que esto afectaba a Merlyn. Y le sorprendió el que Merlyn fuese una de aquellas personas que se consideraban feas. Les pasaba a muchas mujeres, pero no a los hombres, pensó. Cully dio el último adiós a Merlyn preguntándole si necesitaba algo del dinero que tenía guardado en el hotel, y Merlyn dijo que aún no. Y con esto se separaron.

Cuando volvió a la suite del Hotel Plaza, Cully hizo una serie de llamadas a los casinos de Las Vegas. Sí, las cuentas de Charles Hemsi aún seguían pendientes. Llamó a Gronevelt con intención de delinear su plan y luego cambió de idea. Nadie sabía en Las Vegas cuántas cintas ocultas tenía el FBI en la ciudad. Así que se limitó a mencionar de pasada a Gronevelt que se quedaría en Nueva York unos cuantos días y que reclamaría las deudas atrasadas de los clientes de Nueva York. Gronevelt fue lacónico:

– Reclámalas amablemente -dijo.

Cully contestó que por supuesto, ¿qué otra cosa podía hacer? Los dos comprendieron que hablaban para el archivo del FBI. Pero Gronevelt quedó alertado y esperaría una explicación posterior en Las Vegas. Cully estaría a cubierto, no había intentado en ningún momento engañar a Gronevelt.

Al día siguiente, Cully se puso en contacto con Charles Hemsi, no en su oficina del centro de confección, sino en una pista de golf de Roslyn, Long Island. Cully alquiló una limusina y se fue allí temprano. Pidió una copa en el club y esperó.

Al cabo de dos horas, vio salir a Charles Hemsi de la pista de golf. Se levantó de su silla y fue a su encuentro. Charles estaba hablando con sus compañeros antes de entrar en los vestuarios. Cully le vio entregar dinero a uno de los jugadores. Al muy mamón le engañaban ahora con el golf, perdía en todas partes. Cully fingió tropezar con ellos por casualidad.

– Charlie -dijo con sincera satisfacción de anfitrión de Las Vegas-. Cuánto me alegro de verte.

Le tendió la mano y Hemsi se la estrechó.

Captó la expresión de extrañeza de Hemsi, que significaba que le reconocía pero no era capaz de situarle.

– Del Hotel Xanadú -dijo Cully-. Cully. Cully Cross.

La expresión de Hemsi cambió de nuevo. Miedo mezclado con irritación. Y luego la mueca del vencedor. Cully desplegó su más encantadora sonrisa, y, dando una palmada a Hemsi en la espalda, dijo:

– Te hemos echado de menos. Llevamos mucho tiempo sin verte. Demonios, qué casualidad encontrarme contigo. Como acertar un número a la ruleta a la primera.

Los compañeros de golf de Hemsi se dirigían hacia el club, y Charlie empezó a seguirles. Era un hombre alto, mucho más alto que Cully; se limitó a alejarse bruscamente. Cully le dejó. Luego le llamó:

– Charlie, concédeme un minuto. He venido sólo para ayudarte.

Procuró dar a su voz un tono sincero pero no suplicante. Y, sin embargo, las notas de sus palabras eran fuertes, repiqueteaban como acero.

El otro vaciló y Cully se colocó rápidamente a su altura.

– Escucha, Charlie, esto no te costará nada. Puedo resolver el problema de todas las cuentas que tienes en Las Vegas. Sin que pagues un céntimo. Sólo con que tu hermano me haga un pequeño favor.

La cara grande y tosca de Charlie Hemsi palideció. Sacudió la cabeza:

– No quiero que mi hermano se entere de esas deudas. Es un hombre peligroso. No puedes decírselo a mi hermano.

Entonces Cully dijo en un tono suave, casi quejumbroso.

– Los casinos están cansados de esperar, Charlie. Van a intervenir los recaudadores. Tú ya sabes cómo actúan. Van a tu trabajo, a tu negocio, montan escenas. Piden su dinero a gritos. Cuando veas a dos tipos de más de dos metros y de cientos veinte kilos, reclamando a voces su dinero, verás cómo resulta un poco inquietante.

– No pueden asustar a mi hermano -dijo Charlie Hemsi-. Es un tipo duro y tiene contactos.

– Claro -dijo Cully-. No quiero decirte que puedan obligarte a pagar si tú no quieres. Pero tu hermano se enterará y se verá complicado y todo el asunto será muy desagradable. Mira, te prometo algo: si consigues que tu hermano hable conmigo, resolveré el problema de tus deudas en el Xanadú. Y podrás ir allí y jugar, y todos los gastos serán por cuenta de la casa, igual que antes. Sólo que no se te dará crédito para jugar. Tendrás que pagar en efectivo. Si ganas, puedes hacer un pequeño pago de lo que debes. Es un buen trato, ¿no?

Cully hizo entonces un leve gesto, casi de disculpa.

Pudo ver brillar el interés en los ojos azules de Charlie. El tipo llevaba un año sin ir por Las Vegas. Debía echarlo de menos. Cully recordaba que en Las Vegas nunca había querido ir a las pistas de golf. Lo cual significaba que no le gustaba tanto el golf. Porque a muchos jugadores empedernidos les gustaba pasar una mañana en la gran pista de golf del Hotel Xanadú. No había duda, aquel tipo se aburría. Aún así, Charlie vacilaba.

– Tu hermano lo sabrá de todos modos -dijo Cully-. Mejor que lo sepa por mí que por los recaudadores. Me conoces. Sabes que no me pasaré de la raya.

– ¿Cuál es el pequeño favor? -preguntó Charlie.

– Un favor muy pequeño -dijo Cully-. En cuanto oiga mi proposición la aceptará. Te lo prometo. No le importará. Y le agradará hacerlo.

Charlie esbozó una triste sonrisa.

– No se alegrará -dijo-. Pero vamos al club a tomar algo y a hablar.

Una hora después, Cully volvía hacia Nueva York. Había estado con Charlie mientras éste llamaba por teléfono a su hermano y concertaba la cita. Había engatusado, presionado y seducido a Charlie Hemsi de una docena de modos distintos. Le había dicho que saldaría todas sus deudas en Las Vegas. Que nadie le molestaría nunca por el dinero. Que la próxima vez que Charlie fuese a Las Vegas tendría la mejor suite y todo correría a cargo de la casa. Y también, como regalo, habría una chica alta, de largas piernas, rubia, de Inglaterra, con aquel maravilloso acento inglés, y de lo más atractivo que pudiera imaginarse, la bailarina más bella de la compañía del Hotel Xanadú. Y Charlie podría estar con ella toda la noche. Le encantaría. Y a ella le encantaría Charlie.

Y así, arreglaron todo lo necesario para el viaje de Charlie a Las Vegas, a fin de mes. Cuando Cully terminó con él, Charlie creía estar comiendo miel en vez de tragar aceite de ricino.

Cully volvió primero al Plaza para lavarse y cambiarse. Despidió la limusina. Bajaría andando al centro de confección. Se puso su mejor traje, camisa de seda y una tradicional corbata marrón. Y gemelos. Tenía una imagen bastante precisa de Eli Hemsi a través de su hermano Charlie, y no quería causarle mala impresión.

En su paseo hasta el centro de confección, Cully sentía repugnancia por la suciedad de las calles y los rostros atormentados y demacrados de la gente con la que se cruzaba. Carretillas de mano, cargadas con vestidos de brillantes colores colgados de perchas metálicas, empujadas por negros o viejos de rojizos y arrugados rostros de alcohólicos. Empujaban las carretillas por las calles como vaqueros, parando el tráfico, derribando casi a los peatones. Como la arena y las plantas rodadoras de un desierto, la basura de los periódicos tirados, los restos de comida, las botellas vacías destrozadas por las ruedas de las carretillas, salpicaban los zapatos y los pantalones. Las aceras estaban tan atestadas de gente que apenas se podía respirar, ni siquiera al aire libre. Los edificios parecían grises tumores cancerosos creciendo hacia el cielo. Cully lamentó por un momento el afecto que sentía por Merlyn. Odiaba aquella ciudad. Le asombraba que alguien quisiera vivir en ella. Y la gente protestaba de Las Vegas. Y del juego. Mierda. Por lo menos el juego mantenía limpia la ciudad.