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– ¿Qué te parece toda esta mierda? -dijo cuando nos dimos la mano.

– Una mierda, sí -dije.

Sólo Frank vestía uniforme. Llevaba todas sus condecoraciones de la segunda guerra mundial y los galones de sargento. Parecía un verdadero militar de carrera. Yo sabía que jugaba la carta de que un gran jurado se negaría a condenar a un patriota que había defendido a su patria. Pensé que ojalá resultara.

– Dios mío -dijo Frank-. Han traído a doscientos de Port Lee. Todo parece un sueño. Sólo porque unos cuantos pijoteros de éstos no fueron capaces de apechugar cuando los reclutaron.

Yo estaba impresionado y sorprendido. Parecía tan poca cosa lo que habíamos hecho. Sólo coger algo de dinero por hacer una cosilla que no perjudicaba a nadie. Ni siquiera parecía un fraude. Sólo un acomodo, un acuerdo de interés entre dos partes distintas, beneficiosa para ambas, que no hacía daño a nadie. En fin, habíamos violado algunas leyes, pero en realidad no habíamos hecho nada malo. Y el gobierno estaba gastando miles de dólares para meternos en la cárcel. No parecía justo. No habíamos matado a nadie, no habíamos asaltado un banco ni hecho un desfalco ni falsificado cheques ni comprado artículos robados; no habíamos violado a una mujer ni habíamos servido como espías a los rusos. ¿A qué tanto alboroto? Me eché a reír. Por alguna razón, de pronto me sentí de buen humor.

– ¿De qué demonios te ríes? -dijo Frank-. Esto es serio.

Había gente a nuestro alrededor, algunos podían oírnos. Entonces le dije a Frank, alegremente:

– ¿De qué coño tenemos que preocuparnos? Somos inocentes y sabemos que todo esto es un cuento. A la mierda con ellos.

Él sonrió también, comprendiendo.

– Sí -dijo-. Pero, aun así, me gustaría matar a unos cuantos pijoteros de esos.

– No digas eso ni en broma -dije yo lanzándole una mirada de advertencia. Podía haber micrófonos ocultos-. Ya sé que no lo dices en serio.

– Sí. Supongo que tienes razón -dijo Frank a regañadientes-. Lo lógico sería pensar que esos chicos estarían orgullosos de servir a su patria. Yo no me quejé y ya he pasado una guerra.

Oímos entonces que voceaban el nombre de Frank. Quien lo hacía era uno de los alguaciles junto a las inmensas puertas con aquel gran letrero de «Sala del Gran Jurado» en blanco y negro.

Al entrar Frank, vi salir a Paul Hemsi. Le abordé y dije:

– Hola, Paul, ¿cómo te va? -y le tendí la mano y él me la estrechó.

Parecía incómodo, pero no culposo.

– ¿Cómo está tu padre? -dije.

– Está muy bien -dijo Paul. Vaciló unos instantes-. Sé que no debo hablar sobre mi declaración. Ya sabes que no puedo hacerlo. Pero mi padre me advirtió que te dijese que no te preocuparas de nada.

Sentí un inmenso alivio. Él había sido mi única preocupación real, pero Cully había dicho que arreglaría las cosas con la familia Hemsi y al parecer lo había hecho. No sabía cómo se las habría arreglado Cully, ni me importaba. Vi a Paul dirigirse hacia los ascensores, y entonces uno de mis clientes, un chaval aprendiz de director de teatro al que yo había alistado gratis, se acercó a mí. Estaba realmente preocupado y me dijo que él y sus amigos declararían que yo nunca les había pedido dinero y que no me lo habían dado. Le di las gracias y le estreché la mano. Hice algunas bromas y sonreí mucho; y no era fingimiento. Interpretaba el papel del tramposo alegre y hábil, proyectando así su inocencia absolutamente norteamericana. Comprendí con cierta sorpresa que estaba disfrutando con todo aquello. De hecho, celebraba consejo con un montón de mis clientes, todos los cuales me decían que aquel asunto era una mierda organizada por unos cuantos resentidos. Y tuve incluso la sensación de que Frank podría superar la prueba. Luego vi salir a Frank de la sala del gran jurado y oí vocear mi nombre. Frank parecía poco ceñudo pero furioso, y me di cuenta de que no se había desmoronado, de que estaba dispuesto a luchar. Crucé las dos inmensas puertas y penetré en la sala del gran jurado. Al cruzar las puertas, se me borró la sonrisa de la cara.

No era como en las películas. El gran jurado parecía ser una masa de gente sentada en hileras de sillas plegables. No había un estrado para el jurado ni nada parecido. El fiscal del distrito estaba de pie junto a una mesa, con unas hojas de papel, de las que leía. Había un taquígrafo con una máquina de estenotipia en una mesita. Me dijeron que me sentara en una silla colocada en una plataforma un poco elevada, de modo que el jurado pudiese verme bien. Parecía casi el supervisor de una sección de bacarrá.

El fiscal del distrito era un tipo joven que vestía un traje negro muy tradicional, con camisa blanca y corbata azul cielo limpiamente anudada. Tenía el pelo negro y tupido y la piel muy pálida. Yo no sabía su nombre, y no llegué a saberlo. Su voz era muy reposada y remota al hacerme las preguntas. Estaba simplemente introduciendo información en el archivo, no intentaba impresionar al jurado. Ni siquiera se acercó a mí al formular las preguntas, no se movió de su mesa. Se cercioró de mi identidad y trabajo.

– Señor Merlyn -dijo-, ¿solicitó usted dinero de alguien por cualquier razón?

– No -dije yo.

Le miré y miré a los miembros del jurado a los ojos, mientras daba mis respuestas. Permanecí muy serio, aunque, por alguna razón, sentía ganas de sonreír. Aún me sentía animado.

El fiscal del distrito dijo:

– ¿Recibió usted dinero de alguien para alistarle en el programa de seis meses del ejército de la Reserva?

– No -dije.

– ¿Tiene usted conocimiento de que alguna otra persona recibiese dinero, contraviniendo la ley, por dar tratamiento preferente en algún sentido?

– No -dije, sin dejar de mirarle y de mirar a todas las personas que tan incómodas parecían allí sentadas en aquellas pequeñas sillas plegables. Era una sala interior y oscura, muy mal iluminada. En realidad, no podía distinguir sus rostros.

– ¿Tiene usted conocimiento de que algún oficial superior o alguna otra persona haya utilizado influencias especiales para meter a alguien en el programa de seis meses sin que su nombre figurase en las listas de espera de su oficina?

Sabía que me haría una pregunta parecida. Y había pensado si debería mencionar o no al congresista que había venido con el heredero de la fortuna del acero y obligado al comandante a incluirle en la lista. O contar cómo el coronel de la reserva y algunos de los otros oficiales de la reserva habían colocado ilegalmente en lista a los hijos de sus amigos. Quizá eso asustase a los investigadores o desviase la atención hacia peces más gordos. Pero luego comprendí que la razón de que el FBI estuviese molestándose tanto era que pretendía descubrir peces gordos, que si eso pasaba, la investigación se intensificaría. Además, el asunto adquiriría más importancia para los periodistas si resultaba complicado un congresista. Por todo esto, decidí mantener la boca cerrada. Si me procesaban y me juzgaban, mi abogado siempre podría utilizar esa información. En fin, moví la cabeza y dije que no.

El fiscal del distrito dejó sus papeles y luego dijo, sin mirarme:

– Eso es todo. Puede irse.

Me levanté de mi silla, bajé de la plataforma y salí de la sala del gran jurado. Y comprendí entonces por qué estaba tan alegre, tan animado, casi entusiasmado.

Realmente había sido un mago. Todos aquellos años en los que todo el mundo seguía viviendo despreocupadamente aceptando sobornos sin preocuparse de nada, yo había mirado hacia el futuro y previsto aquel día, aquellas preguntas, aquel juzgado, el FBI, el espectro de la cárcel. Y había lanzado conjuros contra ellos. Había hecho que Cully me escondiese el dinero. Había procurado cuidadosamente no hacerme enemigos entre las personas con las que había realizado negocios ilegales. Nunca había pedido explícitamente una suma concreta de dinero. Cuando alguno de mis clientes me había engañado, nunca le había acosado. Ni siquiera al señor Hemsi, que me prometió hacerme feliz el resto de mi vida. En fin, me había hecho feliz sólo con conseguir que su hijo no declarara. Quizá fuera eso lo que había resuelto el asunto, no Cully. Salvo que sabía muy bien lo que había pasado. Había sido Cully quien me había sacado del aprieto. Pero en fin, aunque hubiese necesitado una pequeña ayudita, seguía siendo un mago. Todo había sucedido exactamente como yo sabía que iba a suceder. Me sentía muy orgulloso de mí mismo. No me planteaba que quizá sólo fuese un estafador listo que había tomado precauciones inteligentes.