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– Pegas demasiado fuerte -dije con un suspiro-. Renuncio. Escucha, quiero darte las gracias otra vez por haberme ayudado. No sé cómo conseguiste meterme en aquella bañera.

– Es mi clase de gimnasia -dijo Janelle-. Estoy muy fuerte, sabes.

Luego, con un tono de voz distinto, añadió:

– Siento muchísimo lo de Artie. Me hubiese gustado poder hacer el viaje contigo y ayudarte.

– También a mí me hubiese gustado -dije.

Pero la verdad era que me alegraba de que ella no pudiera acompañarme. Y me avergonzaba el que me hubiese visto desmoronarme. Sentía, de una forma extraña, que debido a aquello ella no podía sentir ya lo mismo hacia mí.

Su voz sonó muy quedamente en el teléfono:

– Te quiero -dijo.

No contesté.

– ¿Aún me quieres tú? -preguntó.

Entonces me tocaba a mí.

– Ya sabes que no me está permitido decir cosas como ésa.

Ella no contestó.

– ¿Eras tú quien me decía que un hombre casado no debía decirle nunca a una chica que la quería si no estaba dispuesto a dejar a su mujer? En realidad, no le está permitido decirle eso a menos que deje a su mujer.

Por fin llegó la voz de Janelle, ahogada por la furia:

– Vete a la mierda -dijo, y pude oír el golpe violento con que colgaba el teléfono.

Podría haberla llamado de nuevo, pero ella hubiera dejado que aquella voz con falso acento francés contestara: «Mademoiselle Lambert no está en casa. ¿Puede dejar su nombre, por favor?» Así que pensé: «Vete a la mierda tú también». Y me sentí muy bien. Pero sabía que aún no habíamos terminado.

46

Cuando Janelle me contó que se había acostado con Osano, no podía saber lo que sentía yo, que había visto a Osano insinuarse a toda mujer que conocía salvo que fuese un espanto. El que ella hubiese caído y hubiese cedido a sus proposiciones, el que hubiese sido tan fácil para él, la rebajaba ante mis ojos. Había sido una incauta, una presa fácil, como tantas otras. Y yo pensaba que Osano debía sentir cierto desprecio hacia mí, por haberme enamorado tan locamente de una chica a la que él había sido capaz de engatusar en sólo una noche.

Así pues, no tenía el corazón destrozado. Sólo estaba deprimido. Cuestión del ego, supongo. Pensé en contarle todo esto a Janelle, y luego comprendí que no serviría para nada. Sólo para hacer que se sintiera peor. Y yo sabía que entonces respondería al ataque. ¿Por qué demonios no podía ser ella una presa fácil? ¿No eran los hombres presas fáciles para las chicas que jodían con todo el mundo? ¿Por qué había de tener ella en cuenta el que los motivos de Osano no fuesen puros? Osano era simpático, era inteligente, tenía talento, era atractivo y quería joder con ella. ¿Por qué no iba a joder ella con él? Y, ¿qué demonios me importaba aquello a mí? Mi pobre ego masculino se rebelaba, eso era todo. Por supuesto, yo podría explicarle el secreto de Osano, pero eso habría sido una venganza mezquina e intrascendente.

Aún así, me sentía deprimido. Fuese justo o no, Janelle me gustaba menos.

En el siguiente viaje al Oeste, no la llamé. Estábamos en las etapas finales de la separación definitiva, cosa clásica en los asuntos de este género. De nuevo, como hacía siempre en todas las cosas en las que me veía envuelto, había leído toda la literatura sobre el tema, y era un especialista de primera fila en el flujo y reflujo del amor humano. Estábamos en la etapa de decirnos adiós, para volver a unirnos de vez en cuando para amortiguar el golpe de la separación final. Y así, no la llamé porque todo había terminado realmente, o yo quería que así fuese.

Entretanto, Eddie Lancer y Doran Rudd me habían convencido para volver a la película. Fue una experiencia dolorosa. Simon Bellford no era más que un viejo jaco cansado que hacía lo que podía y que se asustaba muchísimo ante Jeff Wagon. Su ayudante, Richetti «Ciudad Lodo», era realmente una pesadilla para Simon y para colmo intentaba aportar algunas ideas propias sobre lo que debería ser el guión. Por último, un día, después de una idea particularmente estúpida, me volví a Simon y a Wagon y dije:

– ¿Por qué no echáis a este tipo?

Hubo un embarazoso silencio. Yo había tomado una decisión. Iba a largarme y ellos debieron percibirlo, porque al final Jeff Wagon dijo quedamente:

– Frank, ¿por qué no esperas a Simon en mi oficina?

Richetti salió de la habitación.

Siguió otro embarazoso silencio y yo dije:

– Lo siento, no quería ser tan brusco. Pero, ¿hablamos en serio de este maldito guión o no?

– De acuerdo -dijo Wagon-. Hablemos de él.

Al cuarto día, después de trabajar en los estudios, decidí ir al cine. Hice que en el hotel llamasen a un taxi y dije al taxista que me llevase a Westwood. Como siempre, había una larga cola esperando para entrar, y me coloqué en ella. Llevaba un libro de bolsillo para leer mientras esperaba en la cola. Después del cine, pensaba ir a un restaurante próximo y pedir un taxi para que me llevase de vuelta al hotel.

La cola no se movía, eran todos jovencitos que hablaban de películas como entendidos. Las chicas eran guapas y los chicos llevaban barba y pelo largo en el más puro estilo Cristo.

Me senté en la acera para leer y nadie me prestaba atención. En Hollywood esto no era una conducta excéntrica. Estaba concentrado en mi libro cuando advertí que la bocina de un coche sonaba insistentemente y alcé los ojos. Parado frente a mí había un hermoso Rolls Royce Phantom, y vi el rostro rosa claro de Janelle en la ventanilla del conductor.

– Merlyn -dijo Janelle-, Merlyn, ¿qué haces tú aquí?

Me levanté con naturalidad y dije:

– Hola, Janelle.

Me di cuenta entonces de que había un tipo junto a Janelle en el asiento de al lado. Era joven, guapo y vestía maravillosamente, traje gris y corbata de seda gris. Tenía un lindo corte de pelo y no parecía importarle el que Janelle parase así para hablar conmigo.

Janelle nos presentó. Indicó que era el propietario del coche. Admiré el coche y él dijo que admiraba muchísimo mi libro y que estaba deseando ver la película. Janelle explicó algo de su trabajo en unos estudios, en un puesto ejecutivo. Quería que yo supiese que no estaba saliendo simplemente con un chico rico que tenía un Rolls Royce, sino que aquello formaba parte de su vida profesional en el cine.

– ¿Cómo bajaste hasta aquí? -dijo Janelle-. No me digas que por fin conduces.

– No -dije-. Tomé un taxi.

– ¿Y cómo es que haces cola? -dijo Janelle.

La miré y dije que yo no tenía hermosas amistades con tarjetas de la Academia para poder pasar.

Se dio cuenta de que bromeaba. Siempre que íbamos al cine ella utilizaba su tarjeta de la Academia para pasar.

– Tú no utilizarías esa tarjeta aunque la tuvieses -dijo.

Luego se volvió a su amigo y dijo:

– Ése es el tipo de droga en que está él.

Pero había en su voz un leve matiz de orgullo. Le encantaba que yo no hiciese cosas así, aunque ella las hiciese.

Me di cuenta de que Janelle estaba conmovida, le daba pena que yo tuviese que coger un taxi para ir al cine solo, y me viese obligado a esperar en la cola como un palurdo. Estaba edificando un escenario romántico. Yo era su marido, desolado y hundido, que miraba por la ventana y veía a su antigua esposa y a sus hijos felices con un nuevo marido. Había lágrimas en sus ojos castaños con motas doradas.

Yo sabía que tenía la mejor mano. Aquel tipo guapo del Rolls Royce no sabía que iba a perder. Pero me puse a trabajar con él. Le metí en conversación sobre su trabajo y empezó a parlotear. Fingí mucho interés y él se enrolló con los cuentos habituales de Hollywood, y advertí que Janelle se ponía nerviosa e irritable. Ella sabía que era un imbécil, pero no quería que lo supiera yo. Y luego empecé a admirar su Rolls Royce, y el tipo realmente se animó. En cinco minutos, supe más de un Rolls Royce de lo que quería saber. Seguí admirando el coche y luego utilicé el viejo chiste de Doran que Janelle sabía y lo repetí palabra por palabra. Primero hice que el tipo me dijera cuánto costaba y luego dije: