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– No sé, se me paró.

Gronevelt se puso alerta, miró fijamente al croupier. El hombre tenía un reloj de pulsera de esfera negra, muy grande, de macho, con cronómetros, y Gronevelt le dijo:

– Déjame ver tu reloj.

El croupier pareció sorprendido un momento, y luego tendió el brazo. Gronevelt sujetó la mano del croupier en la suya mirando el reloj, y luego, con los dedos rápidos del jugador nato, retiró el reloj de la muñeca de aquel hombre. Le sonrió.

– Pasa a buscarlo luego por mi oficina -dijo-. Como no subas dentro de una hora a por él, tendrás que largarte del casino. Si subes a por él, te pediré disculpas. Por valor de quinientos pavos.

Luego, Gronevelt se volvió sin dejar el reloj.

Una vez en sus habitaciones indicó a Cully cómo funcionaba el reloj. Era hueco y tenía una ranura en la parte superior, a través de la cual podía deslizarse una ficha. Gronevelt desmontó el reloj con unas pequeñas herramientas que tenía en el escritorio, y una vez abierto, en su interior apareció una solitaria ficha negra de cien dólares.

– Me pregunto -dijo Gronevelt- si lo utilizaba él solo o si se lo alquilaba a los de los otros turnos. No es mala idea, pero es poca cosa. ¿Qué podía sacarse? Trescientos, cuatrocientos dólares.

Luego meneó la cabeza y añadió:

– Todo el mundo debería ser como él. No tendría que preocuparme.

Cully volvió al casino. El jefe de la sección de dados le dijo que el croupier ya se había largado del hotel.

Aquella noche Cully conoció a Charlie Brown. La vio en la ruleta. Una rubia esbelta y guapa, con cara tan inocente y joven que él se preguntó si tendría edad legal para jugar. Se dio cuenta de que vestía bien, sexy, pero sin verdadero estilo. Así que supuso que no sería de Nueva York ni de Los Angeles, sino de alguna ciudad del Medio Oeste.

Cully se dedicó a observarla mientras jugaba a la ruleta. Y luego, cuando se acercó a una de las mesas de veintiuno, la siguió. Cully se colocó detrás del tallador. Vio que ella no sabía utilizar los porcentajes en el veintiuno, así que charló con ella, explicándole cómo tenía que hacer. Ella empezó a ganar, su pila de fichas creció. Le dio a Cully bastante pie cuando él le preguntó si estaba sola en la ciudad. Dijo que no, que estaba con una amiga.

Cully le dio su tarjeta. Decía: «Hotel Xanadú, vicepresidente».

– Si quieres algo -dijo-, no tienes más que llamarme. ¿Te gustaría asistir esta noche a nuestro espectáculo y cenar aquí?

La chica dijo que sería maravilloso.

– ¿Podría ser para mi amiga y para mí?

– De acuerdo -dijo Cully.

Escribió algo en la tarjeta antes de dársela. Decía: «Basta enseñársela al maître antes del espectáculo de la cena. Si necesitas algo más, llámame». Luego se fue.

Después del espectáculo y de la cena, claro está, oyó su nombre por el altavoz. Atendió la llamada y oyó la voz de la chica.

– Soy Carole -dijo la chica.

– Conocería tu voz en cualquier sitio, Carole -dijo Cully-. Eres la chica de la mesa del veintiuno.

– Sí -dijo ella-. Sólo quería darte las gracias. Lo pasamos maravillosamente.

– Me alegro -dijo Cully-. Siempre que vengas a la ciudad, llámame, por favor, y estaré encantado de hacer lo que sea por ti. Por cierto, si no puedes reservar una habitación, llámame y yo lo arreglaré.

– Gracias -dijo Carole. En su voz había cierta desilusión.

– Aguarda un momento -dijo Cully-. ¿Cuándo te vas de Las Vegas?

– Mañana por la mañana -dijo Carole.

– ¿Por qué no me dejas invitarte, a ti y a tu amiga, a tomar una copa de despedida? -dijo Cully-. Me gustaría mucho.

– Sería estupendo -dijo la chica.

– De acuerdo -dijo Cully-. Nos veremos junto a la mesa de bacarrá.

La amiga de Carole era otra guapa chica de pelo oscuro y hermosos pechos, que vestía de modo bastante más tradicional que su amiga. Cully no presionó. Las invitó a beber en el vestíbulo del casino, descubrió que venían de Salt Lake City y, aunque aún no trabajaban en nada, esperaban ser modelos.

– Quizás pueda ayudaros -dijo Cully-. Tengo amigos en el negocio en Los Angeles y tal vez pueda conseguiros a las dos una oportunidad para empezar. ¿Por qué no me llamáis a mediados de la semana que viene? Estoy seguro de que para entonces tendré algo para las dos, aquí o en Los Angeles.

Y así quedaron las cosas aquella noche.

A la semana siguiente, cuando Carole le llamó, Cully le dio el número de teléfono de una agencia de modelos de Los Angeles, en la que tenía un amigo, y le dijo que era casi seguro que consiguiese un trabajo. Ella dijo que iría a Las Vegas el fin de semana siguiente, y Cully dijo:

– ¿Por qué no paras en nuestro hotel? Te invito. No te costará un céntimo.

Carole le dijo que encantada.

Aquel fin de semana todo encajó en su sitio. Cuando Carole se presentó en recepción, de allí llamaron a la oficina de Cully. Cully hizo que hubiese flores y frutas en la habitación que le asignaron, y luego la llamó y le preguntó si quería cenar con él. Ella dijo que encantada. Después de cenar, la llevó a uno de los espectáculos del Strip y a otros casinos a jugar. Le explicó que él no podía jugar en el Xanadú porque su nombre figuraba en la licencia. Le dio cien dólares para jugar al veintiuno y a la ruleta. Ella estaba encantada. Él no le quitaba ojo de encima y pudo comprobar que no intentaba meter furtivamente ninguna ficha en el bolso, lo cual significaba que era una chica honrada. Procuró impresionarla con la recepción que le brindaban el maître del hotel y los jefes de sección en los casinos. Cuando la noche terminó, Carole estaba convencida de que él era un hombre muy importante en Las Vegas. Volviendo al Xanadú, Cully le dijo:

– ¿Te gustaría ver cómo es la suite de un vicepresidente?

Ella le dirigió una inocente sonrisa y dijo:

– Por supuesto.

Cuando subieron a las habitaciones de Cully, ella hizo las apropiadas exclamaciones de asombro y luego se derrumbó en el sofá en una exagerada demostración de cansancio.

– Ay -dijo-. Qué distinto es Las Vegas de Salt Lake City.

– ¿Nunca pensaste en vivir aquí? -preguntó Cully-. Una chica tan guapa como tú podría pasarlo muy bien. Yo te presentaría a la mejor gente.

– ¿Lo harías? -dijo Carole.

– Claro -dijo Cully-. A todo el mundo le encantaría conocer a una chica tan guapa como tú.

– Bah, bah -dijo ella-. No soy guapa.

– Claro que lo eres -dijo Cully-. Y lo sabes de sobra.

Por entonces, Cully estaba sentado junto a ella en el sofá. Le colocó una mano en el vientre, se inclinó y la besó en la boca. Ella tenía un sabor muy dulce y, mientras la besaba, le metió la mano en la blusa. No hubo resistencia. Ella le besó a su vez, y Cully, pensando en el tapizado de su caro sofá, dijo:

– Vamos al dormitorio.

– De acuerdo -dijo ella.

Y, cogidos de la mano, entraron en el dormitorio. Cully la desvistió. Tenía uno de los cuerpos más maravillosos que había visto en su vida. Blanco leche, un matorral de un rubio dorado a juego con el pelo, y unos pechos que brotaron como disparados en cuanto se quitó la ropa. Y no era tímida. Cuando Cully se desvistió, le acarició el vientre y la entrepierna y le apoyó la cara en el estómago. Él le empujó la cabeza hacia abajo y, con aquel estímulo, ella hizo lo que quería hacer. Él la dejó un momento y luego la metió en la cama.

Hicieron el amor, y cuando terminó, ella le hundió la cara en el cuello, le abrazó y suspiró satisfecha. Descansaron, y Cully se lo pensó y valoró los encantos de la chica. En fin, era muy guapa, no era un mal polvo, sabía chuparla, pero tampoco era nada del otro mundo. Tenía que enseñarle muchas cosas; su cabeza había empezado a trabajar. Desde luego era una de las chicas más guapas que había visto en su vida, y la inocencia de su rostro era un encanto extra que contrastaba con la exuberancia de su cuerpo esbelto. Vestida parecía más delgada. Sin ropa era una deliciosa sorpresa. Tenía una voluptuosidad clásica, pensó Cully. El mejor cuerpo que había visto en su vida y, aunque no fuese virgen, era inexperta aún, aún no era cínica, aún resultaba muy dulce. Y Cully tuvo un chispazo de inspiración. Utilizaría a aquella chica como un arma. Sería uno de sus instrumentos para conseguir el poder. Había cientos de chicas guapas en Las Vegas. Pero eran demasiado tontas o demasiado duras, o no tenían los mentores adecuados. Él la convertiría en algo especial. No una puta. Él jamás sería un proxeneta. Jamás aceptaría un centavo de ella. La convertiría en la mujer soñada de todo jugador que llegase a Las Vegas. Pero, en primer lugar, por supuesto, tendría que enamorarse de ella y hacer que se enamorara ella de él. Así que esto quedase liquidado, pasarían a los negocios.