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Y, demonios, lo que me destroza el corazón ahora es que recuerdo que aun de niño era virtuoso. Jamás hacía trampas en un partido, jamás robó en una tienda, nunca engañó a una chica. Nunca presumía ni mentía. Yo envidiaba su pureza entonces y la envidio ahora.

Y murió. Una vida trágica y derrotada, según parecía, y yo envidiaba su vida. Por primera vez, comprendí el consuelo que la gente halla en la religión, esas personas que creen en un dios justo. Mucho me hubiese confortado creer entonces que a mi hermano no iba a negársele su justa recompensa, pero sabía que todo aquello era cuento. Yo estaba vivo. Oh, que yo estuviese vivo, y fuese rico y famoso, y gozase de todos los placeres de la carne en este mundo; que yo fuese quien triunfaba sin aproximarme siquiera a ser el hombre que era él, y sin embargo tuviera que morir él tan ignominiosamente.

Cenizas, cenizas, cenizas; lloré como nunca había llorado por mi padre perdido y mi madre perdida, por amores perdidos y por todas y cada una de las demás derrotas.

Y así, al menos, tuve la decencia de sentir angustia ante su muerte.

Decidme, cualquiera: ¿por qué tiene que ser así todo? Me resulta insoportable mirar la cara de mi hermano muerto. ¿Por qué no era yo el que estaba tendido en aquel ataúd, por qué no me arrastraban a mí los diablos del infierno? Nunca había visto la cara de mi hermano tan firme, tan equilibrada, tan serena; pero estaba gris, como empolvada con polvo de granito. Y luego llegaron sus cinco hijos, vestidos de luto, y se arrodillaron junto al ataúd para decir sus últimas oraciones. Yo sentí que se me destrozaba el corazón. Las lágrimas brotaban contra mi voluntad. Salí de allí.

Pero, ay, la angustia no es tan importante como para perdurar. Al salir al aire fresco, me di cuenta de que yo estaba vivo. Que cenaría bien al día siguiente, que en su momento tendría de nuevo entre mis brazos a una mujer amante, escribiría una historia y pasearía por la playa. Sólo aquellos a quienes más amamos pueden causar nuestra muerte, y sólo de ellos debemos preocuparnos. Nuestros enemigos jamás podrán hacernos daño. Y en el meollo de la virtud de mi hermano estaba el hecho de que él no temía ni a sus enemigos ni a aquellos a los que amaba. Tanto peor para él. La virtud es su propia recompensa y los que mueren son tontos.

Pero después, semanas más tarde, oí otras historias. Cómo al principio de su matrimonio, cuando su mujer se puso muy enferma, él había ido a casa de los suegros llorando y suplicando dinero para poder curar a su mujer. Cómo, cuando llegó el ataque final al corazón y su mujer intentó hacerle la respiración boca a boca, él la apartó cansinamente unos momentos antes de morir. Pero, ¿qué significado tenía en realidad aquel gesto final? ¿Que la vida se había hecho demasiado pesada para él, que le resultaba demasiado duro soportar su virtud? Recordé por un instante otra vez a Jordan, ¿también él era un nombre virtuoso?

Los elogios fúnebres que se hacen de los suicidas suelen condenar al mundo y reprocharle la muerte de éstos. Pero pudiera ser que aquellos que se matan crean que no hay culpa alguna, en ninguna parte, que algunos organismos deben morir. Y quizás lo vean más claramente que sus atribulados amantes y amigos…

Pero, sin duda, todo esto era demasiado peligroso. Extinguí mi dolor y mi razón y enarbolé todos mis pecados como escudo. Pecaría, tendría cuidado y viviría eternamente.

LIBRO SÉPTIMO

45

Una semana después, llamé a Janelle para darle las gracias por llevarme al avión. Me contestó la voz de su contestador automático, disfrazada con acento francés, pidiéndome que dejase el recado.

Cuando hablé, surgió su verdadera voz.

– ¿De quién te escondes? -le pregunté.

Janelle se echó a reír.

– Si supieras cómo sonaba tu voz -dijo-. Tan amarga…

Me eché a reír también.

– Me escondía de tu amigo Osano -dijo-. No deja de llamarme.

Sentí algo desagradable en el estómago. No me sorprendía. Pero apreciaba mucho a Osano y él sabía lo que yo sentía por Janelle. Me fastidiaba la idea de que él me hiciese aquello. Y luego, en realidad, no me importaba nada. Ya no era importante.

– Quizá sólo quisiera saber dónde estoy -dije.

– No -dijo Janelle-. Después de que te dejé en el avión, le llamé y le conté lo que había pasado. Estaba preocupado por ti, pero le dije que estabas perfectamente. ¿Lo estás?

– Sí -dije.

No me preguntó nada de lo que había pasado al llegar a casa. Me gustó este detalle. Porque ella sabía que no me agradaba hablar de ello. Y yo sabía que jamás le contaría a Osano lo que había pasado la mañana en que recibí la noticia de la muerte de Artie, cómo me había desmoronado.

Intenté actuar fríamente.

– ¿Por qué te ocultas de él? Cuando estuvimos juntos te encantó su compañía en la cena. Creí que aprovecharías la oportunidad de volver a verle.

Hubo una pausa al otro lado, y luego oí una voz que indicaba que estaba furiosa. Su tono se volvió muy sereno. Las palabras muy precisas. Como si estuviese tensando un arco para lanzarme las palabras como flechas.

– Eso es verdad -dijo-, y la primera vez que llamó me encantó y salimos juntos a cenar. Lo pasamos muy bien.

Incrédulo ante la respuesta que me daba, dije, movido por un resto de celos:

– ¿Te fuiste a la cama con él?

Se produjo de nuevo la pausa. Casi pude oír el chasquido del arco al lanzar la flecha.

– Sí -dijo.

Ninguno de los dos añadió nada. Me sentía muy mal, pero teníamos nuestras reglas. Ya no podíamos hacernos reproches. Sólo tomar venganza.

Vil, pero maquinalmente, dije:

– ¿Cómo fue entonces?

Su tono era muy claro, muy alegre, como si hablase de una película:

– Fue muy divertido. Ya sabes lo hábil que es para dar coba y hacer que te sientas importante.

– Bueno -dije, con naturalidad-, espero que lo haga mejor que yo.

Hubo otra larga pausa. Luego, restalló el arco y la voz tenía un tono herido y rebelde.

– No tienes ningún derecho a enfadarte -dijo-. No tienes ningún derecho a enfadarte por lo que yo haga con otras personas. Eso ya lo hemos aclarado.

– Tienes razón -dije yo-. No estoy enfadado.

No lo estaba. Era peor que eso. En aquel momento, dejó de ser para mí alguien a quien amaba. ¿Cuántas veces le había dicho yo a Osano cuánto amaba a Janelle? Y Janelle sabía lo que me interesaba Osano. Los dos me habían traicionado. No había otro modo de describirlo. Lo curioso era que no estaba enfadado con Osano. Sólo con ella.

– Estás furioso -dijo ella, como si me estuviese portando de modo irracional.

– No, de veras que no -dije.

Me estaba castigando por estar con mi mujer. Estaba castigándome por un millón de cosas, pero si yo no le hubiese hecho aquella pregunta concreta sobre lo de irse a la cama, no me lo habría dicho, no habría sido tan cruel. Pero no me mentiría más. Me había dicho aquello una vez, y ahora lo respaldaba. Lo que ella hiciera no era asunto mío.

– Me alegro de que llamases -dijo-. Te he echado de menos. Y no te enfades por lo de Osano. No volveré a verle.

– ¿Por qué no? -dije-. ¿Por qué no has de verle?

– Bueno, demonios -dijo-. Era divertido, pero no conseguía mantenerlo erguido. Oh, maldita sea, me había prometido a mí misma no contarte esto.

Se echó a reír.

Pues bien, siendo un amante celoso normal, me encantaba enterarme de que mi más querido amigo era parcialmente impotente, pero me limité a decir, con la mayor despreocupación:

– Quizás fuese cosa tuya. Él ha tenido siempre un montón de mujeres devotas en Nueva York.

– Dios mío -dijo con voz alegre y clara-, me esforcé todo lo posible. Hasta un cadáver hubiese resucitado.

Luego se echó a reír alegremente.

Tal como ella lo explicaba, tuve una visión suya auxiliando a un inválido Osano, besando y chupando su cuerpo, su pelo rubio flotando. Me sentí muy mal.