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Una vez le conté a él que me había acostado con mi peluquero y se tendría que haber visto su cara. El frío desprecio. Así son los hombres. Ellos se tiran a sus secretarias, y eso está muy bien. Pero desprecian a una mujer que jode con su peluquero. Y, sin embargo, lo que hacemos nosotras es más comprensible. El peluquero hace algo personal. Tiene que usar las manos con nosotras y algunos tienen unas manos magníficas. Y conocen a las mujeres. Sólo jodí con el peluquero una vez. Andaba siempre explicándome lo bueno que era en la cama y un día yo estaba caliente y dije que de acuerdo, y él subió aquella noche y jodimos sólo aquella vez. Mientras lo hacíamos, le vi observando cómo iba poniéndome a punto. Tenía algo especial el peluquero. Hacía todos aquellos truquillos con la lengua y las manos, y decía todas aquellas palabras especiales y tengo que confesar que fue un gran polvo. Aunque fue algo demasiado frío. Cuando me corrí, esperaba que él alzase un espejo y me lo pusiera detrás para ver cómo había quedado. Cuando me preguntó si me había gustado, le dije que había sido tremendo. Dijo que tendríamos que hacerlo otra vez algún día, y yo dije que sí. Pero nunca volvió a pedírmelo, aunque le habría dicho que no. Así que supongo que yo tampoco estuve demasiado bien.

En fin, ¿qué tiene esto de malo? ¿Por qué cuando los hombres oyen una historia como ésta se limitan a considerar a la mujer una puta? Ellos harían lo mismo sin dudarlo, los muy cabrones. No significa nada, no me rebaja en absoluto como persona. Sí, sin duda me he acostado con un imbécil, pero, ¿cuántos hombres, de los mejores, se acuestan con mujeres imbéciles y no sólo una vez?

Tengo que luchar para no volver a la inocencia. Cuando un hombre me ama, quiero serle fiel y no volver a acostarme con nadie más el resto de mi vida. Quiero hacerlo todo por él, aunque ya sé que, por él o por mí, la cosa nunca dura. Empiezan menospreciándote, empiezan haciendo que les quieras menos. De un millón de formas distintas.

Al amor de mi vida, el muy hijo de puta, realmente le amé y él me amó de verdad, eso he de admitirlo. Pero me fastidiaba el modo que tenía de amarme. Yo era su refugio, era adonde él corría cuando el mundo le resultaba insoportable. Siempre decía que conmigo se sentía seguro sólo en nuestras habitaciones de hotel, nuestras suites diferentes como paisajes diferentes. Diferentes paredes, camas extrañas, sofás prehistóricos, alfombras con sangre de distintos colores, pero siempre nuestros idénticos cuerpos desnudos. Pero eso ni siquiera es cierto, y esto es lo divertido. En una ocasión, le sorprendí y fue realmente divertido. Me hice la operación para agrandarme los pechos. Siempre había querido tener los pechos grandes. Bonitos y redondos y alzados. Y al fin lo hice. Y a él le encantaron. Le dije que lo había hecho especialmente por él, y en parte era cierto. Pero lo hice para sentir menos vergüenza al interpretar un papel que exigiese cierta desnudez. A veces, los productores te miran el pecho.

Y supongo que lo hice también por Alice. Pero a él le dije que lo había hecho sólo por él y pensé que el cabrón los apreciaría más. Y así fue. Siempre me encantó su forma de mamar. Eso fue siempre lo mejor del asunto. Me amaba realmente, amaba mi cuerpo, y siempre me decía que era un cuerpo especial, y por último creí que él no podría hacer el amor más que conmigo. Regresé a la inocencia.

Pero nunca fue cierto. Al final, nunca es cierto. Nada lo es. Ni siquiera mis razones. Como otra razón. Me gustan las tetas de las mujeres y, ¿por qué es eso antinatural? Me gusta chuparle los senos a otra mujer y, ¿por qué disgusta esto a los nombres? A ellos les resulta muy agradable, ¿creen que a las mujeres no? Todos fuimos bebés en un tiempo. Niños de pecho.

¿Por eso lloran tanto las mujeres? ¿Porque nunca pueden volver a serlo? ¿Bebés? Los hombres pueden serlo. Es cierto, no hay duda. Los hombres pueden volver a ser niños. Las mujeres no. Los padres pueden ser niños de nuevo. Las madres no pueden volver a ser niñas.

Él siempre decía que se sentía seguro. Yo sabía lo que quería decir. Cuando estábamos solos, veía desaparecer la tensión de su rostro. Su mirada se suavizaba. Cuando estábamos tumbados, cálidos y desnudos, rozando suave piel, y yo le rodeaba con mis brazos y le amaba verdaderamente, le oía suspirar con un ronroneo como de gato.

Y sabía que durante aquel breve espacio él era verdaderamente feliz. Y que yo podía hacer que aquello fuese verdaderamente mágico. Y que yo era el único ser humano del mundo que podía hacerle sentir así, y eso me hacía sentirme meritoria y digna. Me hacía sentir que significaba realmente algo. No era sólo una puta para joder. No era sólo alguien con quien hablar y con quien exhibir la inteligencia. Era realmente una bruja, una hechicera del amor. Una buena bruja; y era terrible. En aquel momento, ambos podíamos morir felices, literalmente, morir de verdad felices. Podíamos enfrentar a la muerte sin miedo. Pero sólo durante aquel breve espacio. Nada perdura. Nada perdura jamás. Y así, nosotros lo acortamos deliberadamente, hacemos que termine más de prisa, ahora me doy cuenta. Un día, él dijo sin más: «Ya no me siento seguro», y nunca volví a amarle.

No soy Molly Bloom. Ese hijo de puta de Joyce. Mientras ella decía sí, sí, sí, su marido estaba diciendo no, no, no. No me acostaré con ningún hombre que diga no. Nunca, nunca más.

Merlyn dormía. Janelle se levantó de la cama y arrimó una silla a la ventana. Encendió un cigarrillo y miró hacia fuera. Mientras fumaba, oía a Merlyn moverse en la cama en un sueño inquieto. Murmuraba algo, pero ella no hizo caso. Que se fuese a la mierda. Y todos los demás hombres.

MERLYN

Janelle llevaba puestos guantes de boxeo rojo oscuro con cintas blancas. Estaba frente a mí, en la clásica postura de boxeo, la mano izquierda extendida, la derecha retirada y dispuesta para el golpe. Llevaba pantalones blancos de satén, botas de boxeo pero sin cordones. Su hermoso rostro estaba hosco. Su boca delicada y sensual estaba fruncida y apretada, la blanca barbilla apoyada en el hombro. Tenía un aire amenazador. Pero me fascinaban su pecho desnudo, los pezones rojos y redondos y el resto de un blanco cremoso, tenso por una adrenalina que no venía del amor sino del deseo de lucha.

Le sonreí. No respondió a mi sonrisa. Lanzó su izquierda y me alcanzó en la boca y yo dije: «Oh, Janelle». Me atizó otros dos fuertes izquierdazos. Me hicieron mucho daño y sentí que la sangre llenaba el vacío de debajo de la lengua. Se apartó esquivando. Extendí las manos y también en ellas había guantes rojos. Avancé pisando con mis botas de boxeo y me ajusté los pantalones cortos. En aquel momento, Janelle se lanzó sobre mí y me atizó un sólido derechazo. Vi realmente estrellas verdes y azules como en un tebeo. Se apartó esquivando de nuevo, con sus senos balanceantes y con aquellos danzantes pezones rojos que hipnotizaban.

La arrinconé. Se agachó, protegiendo la cabeza con sus manitas envueltas en los guantes rojos. Empecé lanzando un gancho de izquierda en su vientre delicadamente redondeado, pero el ombligo que había lamido tantas veces rechazó mi mano. Entramos en el forcejeo y le dije: «Ay, Janelle, déjalo ya. Te quiero, cariño». Ella se escabulló y volvió a atizarme. Fue como si un gato me rasgara la ceja con su garra y la sangre empezó a gotear. Quedé cegado y me oí decir. «Oh, Dios mío».

Limpiándome la sangre, la vi de pie en el centro del cuadrilátero, esperándome. Tenía el pelo rubio recogido atrás muy tirante en un moño, y el prendedor de bisutería que lo sujetaba resplandecía con un embrujo hipnótico. Me atizó otros dos ganchos rapidísimos, y los pequeños guantes rojos relampaguearon como lenguas. Pero entonces dejó un hueco y pude atizarle en aquella cara delicada. Mis manos no se movían. Me di cuenta de que lo único que podía salvarme era un clinch. Intentaba bailar a mi alrededor. La agarré por la cintura cuando intentaba escurrirse y le di la vuelta. Indefensa ahora, salvo que los pantalones no rodeaban del todo su cuerpo y pude ver su espalda y sus hermosas nalgas, tan plenas y redondeadas, contra las que siempre me apretaba cuando dormíamos juntos. Sentí un agudo dolor en el pecho y me pregunté por qué demonios luchaba contra mí. La agarré por la cintura y le susurré al oído, con pequeños filamentos de cabello dorado que recordaba en mi lengua. «Tiéndete boca abajo», dije. Se volvió rápidamente. Me alcanzó con un directo que no vi venir con la derecha y caí en movimiento lento, me alcé en el aire y bajé flotando hasta la lona. Atontado, conseguí alzarme sobre una rodilla y la oí contar hasta diez con su voz encantadora y cálida, la que utilizaba para hacerme correr. Me quedé sobre una rodilla y alcé la vista hacia ella.