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No quiero decir que me convirtiese en uno de esos tipos que se enamoran de una chica porque les hace desgraciados. Eso es algo que en realidad nunca entendí. Siempre fui partidario de cumplir mi parte en el trato, en la vida, en la literatura, en el matrimonio, en el amor, incluso como padre.

Y no quiero decir que aprendiese a hacerla feliz dándole un regalo, que era para mí un placer. O animándola cuando estaba deprimida, que era simplemente retirar obstáculos del camino para que ella pudiese dedicarse a la tarea de hacerme feliz a mí.

Pero lo curioso es que cuando ella ya me había traicionado, cuando empezamos a odiarnos un poco, cuando tuvimos pruebas de la culpabilidad mutua, empecé a amarla como persona.

Era realmente buena. A veces, solía decirme como una niña: «Soy una buena persona», y lo era de verdad. Era muy honrada en todas las cosas importantes. Por supuesto, se acostaba con otros tíos y también con mujeres, pero qué demonios, nadie es perfecto. A pesar de eso, le gustaban los mismos libros que a mí, las mismas películas, la misma gente. Cuando me mentía, lo hacía para no herirme. Y cuando me decía la verdad, lo hacía, en parte, para herirme (tenía una hermosa veta vengativa y yo amaba incluso eso), pero también porque tenía miedo de que me enterase de la verdad de una forma que me hiriese más.

Y, claro está, con el paso del tiempo, tuve que hacerme a la idea de que ella llevaba una vida dañosa en muchos sentidos. Una vida complicada. Pero quién no.

Así que finalmente habían desaparecido toda la falsedad y la ilusión de nuestras relaciones. Éramos verdaderos amigos y yo la amaba como persona. Admiraba su coraje, su indestructibilidad pese a las decepciones de su vida profesional, y a todas las traiciones de su vida personal. Lo entendía todo. La aceptaba en todos los sentidos.

¿Por qué demonios no lo pasábamos pues tan maravillosamente como antes? ¿Por qué no eran tan magníficas como habían sido las relaciones sexuales, aunque fuesen aún mejores que con ninguna otra? ¿Por qué no nos extasiábamos el uno con el otro como antes?

Magia-magia, negra o blanca. Hechicería, conjuros, brujas y alquimia. ¿Sería realmente cierto que el girar de las estrellas decide nuestro destino y la sangre de la luna encera las vidas y las marchita? ¿Sería cierto que las innumerables galaxias deciden nuestro destino día tras día en la tierra? ¿Es sencillamente verdad que no podemos ser felices sin falsas ilusiones?

Al parecer, en toda relación amorosa llega un momento en que a la mujer le irrita que su amante sea demasiado feliz. Por supuesto, ella sabe que es la causa de que él sea feliz. Y sabe que es su placer, su trabajo incluso, lo que lo consigue. Pero finalmente llega a la conclusión de que, de algún modo, el hijo de puta se está aprovechando. Sobre todo si la mujer no está casada y el hombre sí. Porque entonces la relación es una solución al problema de él, pero no resuelve los de ella.

Y llega un momento en que uno de los dos necesita una pelea antes de hacer el amor. Janelle había alcanzado esta etapa. Yo normalmente conseguía eludirla, pero a veces también tenía ganas de pelea; normalmente, cuando ella se enfadaba porque yo estaba casado y no le hacía ninguna promesa de compromiso permanente.

Estábamos en su casa de Malibú después del cine. Era tarde. Desde nuestro dormitorio se veía el océano, sobre el que había una larga mancha de luz lunar que era como un mechón de cabello rubio.

– Vamos a la cama -dije.

Estaba muriéndome de ganas de hacer el amor con ella. Siempre estaba muriéndome de ganas de hacer el amor con ella.

– Por Dios, hombre -dijo ella-. Siempre quieres joder.

– No -dije yo-. Quiero hacer el amor contigo.

Tan sentimental me había vuelto.

Me miró con frialdad, pero sus ojos marrones relampagueaban de cólera.

– Tú y tu maldita inocencia -dijo-. Eres un leproso sin campanilla.

– Graham Greene -dije.

– Vete a la mierda -dijo ella, pero se echó a reír.

Y lo que había llevado a todo esto era que yo nunca mentía. Y ella quería que mintiese. Quería que le soltase todas las bobadas que dicen los hombres casados a las chicas con las que se acuestan. Como, por ejemplo, «mi mujer y yo vamos a divorciarnos». Como «mi mujer y yo llevamos años sin joder». Como «mi mujer y yo dormimos separados». Como «mi mujer y yo hemos llegado a un acuerdo». Como «mi mujer y yo no somos felices juntos». Puesto que, en mi caso, ninguna de estas cosas era cierta, no las decía. Yo amaba a mi mujer, compartíamos el mismo dormitorio, teníamos relaciones sexuales, éramos felices. Tenía lo mejor de ambos mundos y no estaba dispuesto a perderlo. Tanto peor para mí.

En una ocasión, Janelle dijo riéndose que ella estaba muy bien para un rato. Así que fue y llenó la bañera de agua caliente. Siempre nos bañábamos juntos antes de acostarnos. Ella me lavaba a mí y yo la lavaba a ella y jugábamos un poco y luego salíamos y nos secábamos uno a otro con grandes toallas. Luego, nos abrazábamos desnudos entre las sábanas.

Pero esta vez ella encendió un cigarrillo antes de acostarse. Era una señal de peligro. Quería pelea. Se había derramado de su bolso un tubo de píldoras energéticas y esto me había fastidiado, así que yo también estaba un poco predispuesto. Ya no me sentía tan amoroso. El ver el tubo de píldoras energéticas había destapado todo un mundo de fantasías. Ahora que sabía que era amante de otra mujer, ahora que sabía que se acostaba con otros hombres cuando yo volvía con mi familia a Nueva York, yo no la amaba tanto, y las píldoras energéticas me hicieron pensar que las necesitaba para hacer el amor conmigo porque andaba jodiendo con otra gente. Así que se me quitaron las ganas. Ella lo advirtió.

– No sabía que leyeras a Graham Greene -dije-. Eso del leproso sin campanilla está muy bien. Lo reservaste para mí, ¿eh?

Fijó sus ojos marrones en el humo del cigarrillo. Tenía el rubio pelo suelto sobre su rostro delicadamente bello.

– Es verdad, sabes -dijo-. Tú puedes irte a casa y joder con tu mujer y vale. Pero si yo tengo otros amantes, me consideras una puta. Ya no me quieres.

– Aún te quiero -dije.

– No me quieres tanto -dijo.

– Te quiero lo bastante como para querer hacer el amor contigo y no sólo joderte.

– Eres realmente taimado -dijo-. Taimado e inocente. Sólo admites que me quieres menos como si yo te engañase obligándote a decirlo. Pero tú querías que yo lo supiese. ¿Por qué? ¿Por qué no pueden las mujeres tener otros amantes y amar aún a otros hombres? Siempre me dices que aún quieres a tu mujer y que además me quieres a mí. Eso es distinto, ¿por qué no puede ser distinto en mi caso? ¿Por qué no puede ser distinto para todas las mujeres? ¿Por qué no podemos tener la misma libertad sexual y que los hombres sigan amándonos?

– Porque tú sabes de sobra que tu hijo y los demás hombres no lo aceptarían -dije. Creo que estaba bromeando.

Ella echó teatralmente hacia atrás la ropa de la cama y se levantó de un salto, de modo que quedó de pie en la cama.

– No creo que hayas dicho eso -dijo ella incrédula-. No puedo creer que dijeses algo tan increíblemente machista.

– Bromeaba -dije-. De veras. Pero, sabes, no eres realista. Quieres que te adore, que esté realmente enamorado de ti, que te trate como a una reina virginal. Como en la antigüedad. Pero tú rechazas esos valores, sobre los que se basa el amor ciego. La castidad, el que la mujer pertenezca a un solo hombre, responsable de su destino. Quieres que te amemos como al Santo Grial, pero quieres vivir como una mujer liberada. No aceptas que si tus valores cambian, deben cambiar los míos. Yo no puedo amarte como quieres que te ame. Como te amaba.

Empezó a llorar.

– Lo sé -dijo-. Dios mío, nos amamos tanto. Sabes, jodía contigo aunque tuviese jaquecas espantosas. Me daba igual, tomaba Percodán y listo. Y me encantaba. Me encantaba, sí. Y ahora la relación sexual no es tan buena, ¿no es cierto? Ahora que somos sinceros.