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Janelle me miró un tanto sorprendida.

– ¿Y esto te parece fascinante? Eres un hijoputa -estaba empezando a captarlo.

– Pero no es tan terrible como parece -continué, muy suavemente-. Aunque no descubrieses que tenías sífilis o, como le sucede a la mayoría de las mujeres, no tuvieses ningún tipo de síntoma, hasta que te lo dijese un tipo por pura bondad de corazón, al cabo de un año no serías infecciosa. Ya no contagiarías a nadie -le sonreí-. Pero en caso de embarazo, la criatura nacería con sífilis.

Pude ver que la idea le hacía estremecerse.

– Ahora bien, después de ese año, dos tercios de las contagiadas no tendrán ningún problema. Estarán perfectamente.

Le sonreí.

Entonces, ella dijo recelosa:

– ¿Y el otro tercio?

– Tienen muchos problemas -dije-. La sífilis afecta al corazón, a los vasos sanguíneos. Puede permanecer oculta diez o veinte años y puede provocar luego locura, o parálisis. Puede afectar también a los ojos, al pulmón y al hígado. Así que, como ves, querida, es un fastidio. Tenéis mala suerte.

– Me dices esto -replicó Janelle- para que no vaya con otros hombres. Lo único que pretendes es asustarme como hacía mi madre cuando tenía quince años y me decía que quedaría embarazada.

– Sí, claro -dije-. Pero la ciencia me respalda. Yo no tengo ninguna objeción moral. Puedes joder con quien quieras. No me perteneces.

– Qué listo eres -dijo Janelle-. Puede que inventen una píldora como la anticonceptiva.

Procuré dar a mi voz un tono muy sincero.

– Sí, claro -dije-. Ya la tienen. Si te tomas una pastilla de quinientos miligramos de penicilina una hora antes del contacto sexual, elimina completamente la posibilidad de sífilis. Pero a veces no resulta; sólo elimina los síntomas y luego, diez o veinte años después, puedes verte realmente jodido. Si la tomas demasiado pronto o demasiado tarde, las espiroquetas se multiplican. ¿Sabes lo que son las espiroquetas? Son como sacacorchos, te invaden la sangre y se meten en los tejidos, y no hay sangre suficiente en tus tejidos para combatirlas. Hay algo en la penicilina que impide a las células reproducirse y bloquea la infección, y entonces la enfermedad se hace inmune a la penicilina en tu organismo. De hecho, la penicilina las ayuda a propagarse. Pero hay otra cosa que puedes utilizar. Hay un gel femenino, Proganasy, que se utiliza como anticonceptivo y que, al parecer, destruye también las bacterias de las enfermedades venéreas, con lo que puedes matar dos pájaros de un tiro. Y, ahora que lo pienso, mi amigo Osano usa esas pastillas de penicilina siempre que cree que va a tener suerte con una chica.

Janelle soltó una carcajada burlona.

– Eso está muy bien para los hombres. Vosotros jodéis con cualquier cosa, pero las mujeres nunca saben con quién o cuándo van a joder más que con una o dos horas de anticipación.

– Bien -dije muy satisfecho-, permíteme que te dé un consejo. Nunca jodas con nadie que tenga entre quince y veinticinco años. Tienen aproximadamente diez veces más enfermedades venéreas que los otros grupos de edad. Otro sistema es, antes de ir a la cama con un tipo, «verificar la mercadería».

– Parece algo desagradable -dijo Janelle-. ¿De qué se trata?

– Bueno -dije-. Descapullas el pene, entiendes, como si le masturbases, y si sale un líquido amarillo como grasa, sabes que está infectado. Eso es lo que hacen las prostitutas.

Al decir esto, comprendí que había ido demasiado lejos. Me miró fríamente, así que continué de prisa:

– Otra cosa es el virus herpes. No es en realidad una enfermedad venérea y suelen transmitirlo los hombres que no están circuncidados. Puede provocar cáncer de cuello de útero. Así que date cuenta de los riesgos. Puedes contraer cáncer por joder, y también sífilis, y no enterarte siquiera; por eso las mujeres no pueden joder con tanta libertad como los hombres.

Janelle aplaudió chuscamente:

– Bravo, profesor, creo que sólo me acostaré con mujeres.

– Eso no es mala idea -dije.

No me resultaba difícil decirlo, no me daban celos sus amantes de sexo femenino.

41

Un mes después, en mi siguiente viaje, llamé a Janelle y decidimos cenar e ir al cine juntos. Había una leve frialdad en su voz, así que me puse en guardia, lo cual me preparó para la sorpresa que tuve cuando la recogí en su apartamento.

Me abrió la puerta Alice; le di un beso y le pregunté cómo estaba Janelle. Puso los ojos en blanco, lo cual significaba que podía esperar que Janelle estuviese algo rara. En fin, no estaba rara, pero fue muy curioso. Cuando salió del dormitorio, vestía de un modo absolutamente insólito para mí.

Llevaba una fedora blanca con una cinta roja. La visera caía sobre sus ojos castaños con chispas doradas. Llevaba un traje de hombre de corte perfecto de seda blanca, o al menos parecía seda. Los pantalones eran de corte masculino. Llevaba una camisa blanca de seda y una bellísima corbata a listas rojas y azules; y, para coronarlo todo, llevaba un delicado bastón Gucci color crema, con el que procedió a pincharme en el estómago. Era un desafío directo, me di cuenta enseguida. Salía de su cuarto y, sin palabras, declaraba al mundo su bisexualidad.

– ¿Qué te parece? -dijo.

Sonreí y dije:

– Maravilloso -la lesbiana más apuesta que había visto en mi vida-. ¿Dónde quieres cenar?

Se apoyó en su bastón y me miró con mucha frialdad.

– Creo que deberíamos comer en Scandia -dijo- y que por una vez en nuestra relación podrías llevarme a un club nocturno.

Nunca habíamos comido en sitios elegantes. Nunca habíamos ido a un club nocturno. Le dije que de acuerdo. Creo que entendía lo que ella quería hacer. Quería obligarme a reconocer ante el mundo que la amaba pese a su bisexualidad, probarme para ver si podía soportar los chistes y las risillas. Como ya había aceptado personalmente el hecho, no me importaba lo que pensaran los demás.

Pasamos una velada maravillosa. Todo el mundo nos miraba en el restaurante, y he de admitir que Janelle tenía un aspecto impresionante. Parecía realmente una versión más rubia y más guapa de Marlene Dietrich, estilo beldad sureña, por supuesto. Porque, hiciese lo que hiciese, seguía emanando de ella aquella femineidad irresistible. Pero sabía que si le decía eso, no le gustaría. Ella quería castigarme.

En realidad, me agradaba que interpretara el papel de lesbiana simplemente porque yo sabía lo femenina que era en la cama. Así que fue una especie de doble broma respecto a los que nos miraban. Disfruté también de aquello porque Janelle creía que estaba fastidiándome. Observaba todos mis movimientos, y se sintió desilusionada primero y luego complacida al ver que a mí no me importaba.

Al principio me opuse a ir al club nocturno, pero al final fuimos y estuvimos bebiendo en el Polo Lounge, donde, para su satisfacción, sometí nuestra relación a las miradas de sus amigos y los míos. Vi a Doran en una mesa y a Jeff Wagon en otra, y los dos se sonrieron. Janelle les saludó alegremente y luego se volvió a mí y dijo:

– ¿No es maravilloso ir a un sitio a echar un trago y ver a todos tus viejos y queridos amigos?

Sonreí a mi vez y dije:

– Es maravilloso.

La llevé a casa antes de la medianoche. Ella me dio un golpecito en el hombro con su bastón y dijo:

– Lo hiciste muy bien.

– Gracias -dije.

– ¿Me llamarás? -dijo.

– Sí -le contesté.

Fue una noche magnífica, de todos modos. Disfruté con la doble actitud del maître, el portero, e incluso los del aparcamiento; al menos ahora Janelle había salido a la luz.

Llegó un momento, poco después de esto, en que comencé a amar a Janelle como persona. Es decir, no se trataba sólo de que quisiera acostarme con ella, ni contemplar sus ojos castaños y desmayarme; o devorar su boca rosada, y todo lo demás, como el estar despierto toda la noche contándole historias. Dios mío, contándole toda mi vida, y ella contándome la suya. En suma, llegó un momento en que comprendí que su única función no era hacerme feliz, hacerme disfrutar de ella, me di cuenta de que mi tarea era hacerla a ella un poco más feliz de lo que era, y no enfadarme cuando ella no me hacía feliz a mí.