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– Yo no quiero ya ni trabajar en la película -le dije a Doran-. Ese Simon es un vendido, su camarada Richetti un ladrón nato. Kellino, aunque sea tonto del culo, por lo menos es un gran actor. Y ese pijotero de Wagon es el más miserable de todos. No quiero saber nada de esa película.

– Tu porcentaje se basa en tus derechos sobre el guión. Así figura en el contrato. Si dejas que esos tipos sigan sin ti, lo harán de forma que no tengas derechos. Tendrás que recurrir al arbitraje del sindicato de escritores. Los estudios son los que establecen los derechos en el reparto, y si no te incluyen, tendrás que luchar por conseguirlo.

– Que lo intenten -dije-. No pueden cambiar tanto las cosas.

– Tengo una idea -dijo suavemente Doran-. Eddie Lancer es buen amigo tuyo. Pediré que lo pongan a él a trabajar contigo en el guión. Es un tipo listo y puede defender tu postura ante los otros. ¿De acuerdo? Confía en mí esta vez.

– De acuerdo -dije, pues ya estaba cansado de todo aquello.

Luego, antes de que me fuese, Doran dijo:

– ¿Por qué estás tan enfadado con esos tíos?

– Porque a ninguno de ellos le importaba un carajo Malomar -dije-. Están contentos de que se haya muerto.

Pero, en realidad, no era cierto. Les odiaba porque querían decirme lo que tenía que escribir.

Volví a Nueva York a tiempo para ver por televisión el reparto de los premios de la Academia. Valerie y yo siempre lo veíamos todos los años. Y aquel año lo veía con especial interés porque Janelle tenía una película corta, de media hora, que había hecho con sus amigos y que había sido seleccionada.

Mi mujer trajo café y pastas y nos sentamos a mirar. Me sonrió y dijo:

– ¿Crees que algún día estarás tú ahí recibiendo un Oscar?

– No -dije-. Mi película será una porquería.

Como siempre, en las entregas de los premios se quitaron de en medio todas las cosas pequeñas primero y, claro está, la película de Janelle ganó el premio al mejor tema corto, y apareció enseguida su rostro en la pantalla. Estaba ruborosa de felicidad: fue lo bastante sensata para no extenderse y se sentía lo bastante culpable para ser gentil. Dijo simplemente:

– Quiero dar las gracias a las mujeres que hicieron esta película conmigo, sobre todo a Alice De Santis.

Y eso me llevó de nuevo al día en que supe que Alice amaba a Janelle más de lo que yo podría amarla nunca.

Janelle había alquilado una casa de playa en Malibú, por un mes, y los fines de semana yo dejaba mi hotel y pasaba el sábado y el domingo con ella en su casa. El viernes por la noche paseábamos hasta la playa y luego nos sentábamos en el porche, aquel pequeño porche bajo la luna de Malibú, y observábamos a los pájaros. Janelle me explicó que eran lavanderas. Huían del agua siempre que las olas subían.

Hicimos el amor en el dormitorio que daba al océano Pacífico.

Al día siguiente, sábado, cuando estábamos comiendo, sin haber desayunado, llegó Alice. Comió con nosotros y luego sacó un trocito rectangular de película del bolso y se lo dio a Janelle. El trozo de película no tenía más de dos centímetros y medio de ancho por cinco de largo.

– ¿Qué es esto? -preguntó Janelle.

– Son los créditos de la película -dijo Alice-. Los corté.

– ¿Y por qué lo hiciste? -dijo Janelle.

– Porque pensé que te gustaría -dijo Alice.

Las observaba a las dos. Había visto la película. Era una maravillosa obra de arte. Janelle y Alice la habían hecho con otras tres mujeres como una empresa feminista. Janelle figuraba como estrella, Alice como directora, y las otras tres mujeres en los puestos correspondientes al trabajo que habían hecho en la película.

– Necesitamos un director. No podemos proyectar una película sin director -dijo Janelle.

Entonces intervine yo, por intervenir.

– Pero yo creí que la película la había dirigido Alice -dije.

Janelle me miró furiosa.

– Ella estaba encargada de la dirección -dijo-. Pero yo hice muchísimas sugerencias de dirección y considero que eso debe reconocerse.

– ¡Por Dios! -dije-. Tú eres la estrella de la película. Alice tiene que sacar algo por el trabajo que hizo.

– Por supuesto -dijo indignada Janelle-. Eso mismo le dije yo. No fui yo quien le mandó cortar su nombre del negativo. Lo hizo ella sola.

Me volví a Alice y dije:

– ¿Qué opinas tú, en realidad?

Alice parecía muy tranquila.

– Janelle hizo muchísimo trabajo de dirección -dijo-. Y en realidad a mí me da igual. Que figure Janelle. A mí no me importa.

Me di cuenta de que Janelle estaba muy furiosa. Le fastidiaba muchísimo verse en una posición tan falsa. Pero me di cuenta de que no quería dejar que se atribuyese a Alice el mérito de dirigir la película.

– No me mires así, condenado -me dijo Janelle-. Yo conseguí el dinero para hacer esta película y yo reuní a toda la gente y todos colaboramos en el guión y no podría haberse hecho nada sin mí.

– De acuerdo -dije-. Entonces, ponte como productora. ¿Por qué es tan importante el título de directora?

Entonces, habló Alice.

– Vamos a presentar a concurso esta película para el premio de la Academia y para Filmex y, en películas como ésta, la gente piensa que lo único importante es la dirección. El que se lleva más honores por la película es el director. Creo que Janelle tiene razón -se volvió a Janelle-: ¿Cómo quieres que lo redactemos?

– Que aparezcamos las dos -dijo Janelle-. Y que tu nombre vaya primero. ¿Te parece bien?

– Claro -dijo Alice-. Como tú quieras.

Después de comer con nosotros, Alice dijo que tenía que irse, aunque Janelle le suplicó que se quedase. Vi que se daban el beso de despedida y luego acompañé a Alice hasta su coche.

Antes de que arrancara, le pregunté:

– ¿De veras no te importa?

Y ella dijo, con una expresión absolutamente serena, bella en su compostura:

– No, en realidad no me importa. Janelle se puso histérica después del primer pase cuando todo el mundo vino a felicitarme. Ella es así, y para mí es más importante hacerla feliz que todo ese otro asunto. Lo comprendes, ¿no?

Le sonreí y le di un beso de despedida en la mejilla.

– No -dije-. Yo cosas así no las entiendo.

Volví a la casa y Janelle no estaba por ninguna parte. Imaginé que habría bajado paseando a la playa y que no quería que la acompañara. Una hora después, la vi subir por la arena bordeando el agua. Entró en la casa y subió al dormitorio; cuando yo subí estaba en la cama tapada con las sábanas, llorando.

Me senté en la cama sin decir nada. Estiró el brazo para apretar mi mano. Aún seguía llorando.

– Crees que soy una zorra, ¿verdad? -dijo.

– No -dije.

– Y Alice te parece maravillosa, ¿verdad?

– Me agrada -dije.

Sabía que tenía que ser muy cuidadoso. Ella temía que yo pensase que Alice era mejor persona que ella.

– ¿Le dijiste tú que cortase ese trozo de negativo? -pregunté.

– No -dijo Janelle-. Lo hizo por su cuenta.

– Bueno -dije-. Entonces acéptalo tal como es y no te preocupes de quién se portó mejor y quién parece mejor persona. Quiso hacer eso por ti, acéptalo sin más. Sabes que ella así lo quiere.

Entonces se echó a llorar otra vez. En fin, estaba en una crisis de histeria, así que le hice un poco de sopa y le di uno de sus Valiums azules de diez miligramos, y durmió hasta la mañana del domingo.

Aquella tarde, yo leí. Luego estuve mirando la playa y el agua hasta el amanecer.

Janelle despertó al fin. Serían las diez. Un maravilloso día de Malibú. Advertí enseguida que no se sentía cómoda conmigo, que no quería tenerme cerca; que deseaba llamar a Alice y que Alice viniese y pasase con ella el resto del día. Así que le dije que me habían llamado, que tenía que ir a los estudios y que no podía quedarme con ella. Hizo las protestas propias de una beldad sureña, pero observé que había alegría en su mirada. Quería llamar a Alice y demostrarle su amor.