– Sabes -dijo un día Alice-, podríamos tener a Richard siempre con nosotras.
– Ay, Dios mío, ojalá pudiéramos -dijo Janelle-. Pero no tenemos tiempo para ocuparnos de él.
– Claro que lo tenemos -dijo Alice-. Mira, pocas veces trabajamos al mismo tiempo. Además, él tiene que ir a clase. En vacaciones, puede ir a un campamento. Si hay algún problema, podemos contratar a alguien. Creo que serías mucho más feliz si Richard viviese contigo.
Para Janelle era una tentación. Se daba cuenta de que la relación entre ambas se haría mucho más sólida y permanente si Richard viviese con ellas. Pero no le parecía mala idea. Estaba consiguiendo trabajo suficiente en el cine para vivir con holgura. Podían buscar incluso un apartamento mayor y decorarlo bien.
– De acuerdo -dijo-. Le escribiré a Richard, a ver qué le parece todo esto.
Nunca lo hizo. Sabía que su ex marido no iba a aceptarlo. Y además no quería que Alice pasase a ser demasiado importante para ella.
38
Cuando estuve seguro de que Janelle era bisexual, de que Alice era también su amante, sentí un gran alivio. Qué demonios. Dos mujeres haciendo el amor juntas era como dos mujeres cosiendo juntas. Se lo dije a Janelle para fastidiarla. Además, su relación era para mí una suerte. Mi posición era la de un individuo con una amante casada, cuyo marido era comprensivo y mujer, una gran combinación.
Pero nada es simple. Poco a poco, fui comprendiendo que Janelle amaba a Alice por lo menos tanto como a mí. Aún peor, llegué a darme cuenta de que Alice amaba a Janelle mejor que yo. En cierto modo, esto era menos egoísta y mucho menos perjudicial para Janelle. Porque yo sabía, por entonces, que no estaba haciéndole mucho bien a Janelle emocionalmente. Daba igual que fuese una tramposa sin esperanzas. Que ningún tipo fuese a resolverle nunca sus problemas. Yo estaba utilizándola como un instrumento para mi placer. También era válido. Pero yo esperaba que ella aceptase un puesto estrictamente subordinado en mi vida. Después de todo, yo tenía mi mujer, mis hijos y mi obra literaria. Sin embargo, esperaba que ella me pusiese a mí por encima de todo.
Hasta cierto punto, todo en esta vida es un negocio. Y yo estaba sacando más rendimiento del negocio que ella. Era así de simple.
Pero aquí es donde entra lo peliagudo del asunto, cuando se tiene una amante bisexual. Janelle se puso enferma estando yo en Los Angeles. Tuvo que ir al hospital a operarse de un quiste en un ovario. Con esto y con algunas complicaciones se pasó diez días en el hospital. Le mandé flores, claro, toneladas y toneladas de flores. La farsa habitual que tanto agrada a las mujeres y que tan libres deja a los hombres para hacer lo que quieran. Desde luego, fui a verla todas las noches, y pasaba más o menos una hora con ella. Pero Alice estaba allí todo el día. A veces, estaba cuando llegaba yo y salía siempre de la habitación un ratito para que Janelle y yo pudiésemos estar solos. Quizás supiese que a Janelle le gustaba que le cogiese los pechos desnudos mientras hablaba con ella. No era una cosa sexual, sino que la confortaba. Dios mío, cuántas cosas sexuales son sólo eso, como un baño caliente, una gran cena, un buen vino, algo confortante. Ay, si uno pudiese llegar al sexo sólo de ese modo, sin amor y sin otras complicaciones.
En fin, esta vez Alice se quedó en la habitación con nosotros. A mí, siempre me había sorprendido la dulzura de la cara de Alice. De hecho, las dos parecían hermanas, eran dos mujeres de un aspecto muy dulce, suaves y femeninas. Alice tenía la boca pequeña y casi fina, y este tipo de bocas suelen dar una impresión de mezquindad, pero la suya no. Me gustaba muchísimo. ¿Por qué demonios no había de gustarme? Ella estaba haciendo todo el trabajo sucio que debería hacer yo. Pero yo era un tipo ocupado. Además estaba casado. Tenía que salir para Nueva York al día siguiente. Quizás si Alice no hubiese estado allí, yo habría hecho todo lo que hizo ella. Pero no lo creo.
Había conseguido colarme con una botella de champán para celebrar nuestra última noche juntos. Pero no me importaba compartirla con Alice. Janelle tenía tres vasos escondidos. Alice abrió la botella. Era muy habilidosa.
Janelle llevaba un camisón de encaje muy bonito. Como siempre, tenía un aire muy dramático, allí echada en la cama. Me di cuenta de que, deliberadamente, no se había puesto maquillaje para mi visita con el fin de representar su papel. Demacrada, pálida, otra Camille. Salvo que ella, en realidad, estaba estupendamente y desbordaba vitalidad. Sus ojos brillaban alegres mientras sorbía el champán. Tenía atrapadas en aquella habitación a las dos personas que más quería. Dos personas a las que no les estaba permitido ser malas con ella en ningún sentido, ni herir de ningún modo sus sentimientos. Ni siquiera impedirle ser mala con ellas. Y quizás fue esto lo que la hizo estirarse y coger mi mano entre las suyas mientras Alice nos contemplaba.
Desde que conocía sus relaciones, había procurado cuidadosamente no actuar como un amante delante de Alice. Y Alice jamás hacía patente su relación sexual con Janelle. Observándolas, podías jurar que se trataba de dos hermanas o dos buenas amigas. Tenían una relación absolutamente normal. Sólo Janelle traicionaba a veces su intimidad obligando a Alice a hacer cosas lo mismo que un marido dominante.
Alice echó su silla hacia atrás apoyándola en la pared, alejándose de la cama, alejándose de nosotros, como si nos otorgase la condición oficial de amantes. Por alguna razón, este gesto tan generoso me afectó dolorosamente.
Supongo que las envidiaba. Estaban tan cómodas una con otra que podían permitirse concederme aquello, podían admitir mi posición privilegiada como amante oficial. Janelle jugueteó con los dedos en mi mano. Y entonces me di cuenta de que no hacía aquello por perversidad, sino con un verdadero deseo de hacerme feliz, así que le sonreí. En la hora siguiente, terminaríamos el champán y yo me iría, tomaría el avión para Nueva York, y ellas se quedarían solas y Janelle amaría a Alice. Y Alice lo sabía. Igual que sabía que Janelle debía disponer de aquel momento conmigo. Resistí el impulso de apartar la mano. Habría sido una falta de generosidad por mi parte, y la mística masculina obliga a los hombres a ser básicamente más generosos que las mujeres. Pero yo sabía que mi generosidad era forzada. Estaba deseando marcharme.
Por fin pude darle a Janelle el beso de despedida. Prometí llamarla al día siguiente. Nos abrazamos cuando Alice salió discretamente de la habitación. Pero estaba esperándome afuera y me acompañó hasta el coche. Me dio otro de sus suaves besos en la boca.
– No te preocupes -dijo-. Pasaré la noche con ella.
Janelle me había dicho que, después de la operación, Alice se había pasado toda la noche acurrucada en el sillón, así que no me sorprendió.
– Cuídate tú, y gracias -me limité a decir, y entré en el coche y salí hacia el aeropuerto.
Antes de que el avión iniciase su viaje hacia el este ya había oscurecido. Nunca podía dormir en vuelo.
Y así pude pensar en Alice y en Janelle, allí en el dormitorio del hospital, tan a gusto juntas, y me alegré de que Janelle no estuviese sola. Y me alegró también pensar que por la mañana temprano podría estar desayunando con mi familia.