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– No te preocupes. No estoy enamorada de él.

Hice caso omiso de los comentarios de Ning con toda la tranquilidad de la que fui capaz mientras sus palabras me aplastaban. ¿Por qué habíamos tenido que conocernos y había tenido que enamorarme de él? ¿Por qué, en un mundo tan extenso, no podía haber conocido a otra persona, a alguien que fuera libre de corresponder a mi amor?

Pero no podía dejar de pensar en Dong Yi, ni dejar de ir a verle. Él era para mí como la luz a una palomilla, demasiado hermosa para resistirse a ella. Quería estar a su alcance, estar cerca de él, oír su voz, confiarle mi vida. De algún modo estaba convencida -o quizá más bien tenía la esperanza- de que llegaría un día en que él aceptaría mi confianza y apreciaría mi corazón, tal como parecían asegurarme sus ojos cada vez que lo veía.

Mi vigésimo cumpleaños fue a finales de junio, dos semanas antes de las vacaciones estivales. Ning y Dong Yi tenían que venir a las ocho de la tarde para celebrarlo conmigo. Todas mis compañeras de habitación se habían ido a estudiar. Me senté en la cama y me quedé mirando fijamente la caja del pastel. Ya eran más de las ocho y media. ¿Dónde se habían metido?

La tarde era tranquila, Al otro lado de la ventana, por encima de los álamos temblones, centelleaban las silenciosas estrellas. Oía los latidos de mi corazón, mi respiración, la expectación cada vez menor y la muy conocida soledad al ser aislada del mundo. Me sentía triste. Lo veía todo en blanco y negro. Tal vez aquella iba a ser la verdad sobre mi vida; tal vez iba a quedar separada del resto mientras la película en tecnicolor se proyectaba en algún lugar apartado de mí, fuera de mí.

Y entonces, de pronto, se abrió la puerta y entraron Ning y Dong Yi sujetando un paquete envuelto en papel marrón.

– Lo siento, lo siento, llegamos tarde -gritaba Dong Yi.

Sonreí, la felicidad se elevó en mi interior como las burbujas en el champán.

– Todo es culpa suya. -Ning se dejó caer en la cama al otro lado de la mesa mientras recuperaba el aliento-. Dong Yi se empeñó en comprarte un pollo asado. Buscamos por todas partes, pero sólo lo hemos encontrado en el distrito Amarillo.

El distrito Amarillo estaba a media hora de distancia.

– No teníais que haberlo hecho, de verdad. Es mucha molestia.

– Yo ya se lo he dicho. Pero él decía que tenía que ser especial -dijo Ning mientras señalaba a Dong Yi al tiempo que agitaba la mano como para quitarle importancia a lo que acababa de decir.

Miré a Dong Yi, que sujetaba el paquete de pollo sonriendo. Su rostro estaba iluminado por la dicha de haber ido al fin del mundo para traer la felicidad, sólo para mí. En aquel momento creí que me quería.

– Vayamos al lago. Han salido las estrellas -dijo Dong Yi a la vez que alargaba la otra mano para llevarse la caja del pastel.

Una hora más tarde nos habíamos terminado el pollo asado, el pastel y el Chi Sui -«agua gaseosa»- que compramos en la tienda de la universidad. La noche era cada vez más oscura, las estrellas más brillantes. Estábamos tumbados en la hierba de la orilla. La osa mayor se sostenía elegantemente en el cielo, donde unas delgadas nubes flotaban las unas hacia las otras. Seguí su curso hasta la estrella polar, radiante en el firmamento. Era la estrella que podía conducir a los viajeros perdidos a un lugar seguro pero, ¿dónde estaba mi estrella polar? ¿Quién iba a guiarme? ¿Qué debía hacer? ¿Debía decirle que lo amaba?

– Desde esta perspectiva, el mundo parece tan grande y nosotros tan pequeños e indefensos… -dijo Dong Yi.

Me volví para mirarle; su rostro estaba sereno bajo la luz de las estrellas. Si le explicaba cómo me sentía, ¿cuál sería su respuesta? Tenía muchas ganas de saber cuáles eran sus sentimientos hacia mí. No osaba preguntar, pues tenía miedo de que el más leve susurro lo hiciera desaparecer de mi mundo.

– A mí me gusta ser pequeña. ¿Sabes a lo que me refiero? Cuando te conviertes en algo tan pequeño como un puntito, todos tus problemas también desaparecen -le dije.

Estábamos tan sólo a un brazo de distancia, pero parecía que todo lo que podíamos compartir era el vasto firmamento en lo alto y el recuerdo de aquella noche. Quería gritar, pero me había quedado sin voz.

Me quedé para el curso de verano mientras que Dong Yi y Ning se fueron a casa. Hice un curso de historia del Islam, otro sobre el arte de hacer películas (la única vía de acceso al cine occidental). El fin de semana volvía al apartamento de mis padres y a veces salía de compras con mi hermana.

En las calles de Pekín, los que «se hicieron ricos primero» empezaron a destacar de la multitud y se exhibían a bordo de motocicletas Yamaha. En 1978, Den Xiaoping había establecido políticas y zonas económicas especiales para «permitir que algunas personas se hicieran ricas primero». Pero, para la mayoría de chinos, la vida pasaba deslizándose lentamente en bicicleta, con pocas diferencias de un día a otro. Padres y madres se iban a casa con los comestibles metidos en los cestos que colgaban de sus manillares, hombres y mujeres jóvenes regresaban a los apartamentos de sus padres y abuelos. Tenían un aspecto cansado y poco entusiasta, pedaleando pausadamente entre millares de bicicletas, sin mucha convicción de llegar a ninguna parte.

Aun así, era verano y a mí me gustaba el verano. Daba la impresión de que todo era más fácil. No tenía que preocuparme por hacerlo bien en los exámenes porque los cursos de verano no formaban parte de mi licenciatura. No tenía que luchar demasiado con mis sentimientos hacia Dong Yi, puesto que sabía que no iba a verlo durante dos meses. En verano los días eran más perezosos y más verdes y tenía más tiempo para leer. Iba mucho al lago, me sentaba bajo los sauces llorones y leía a Dickens, a las hermanas Brontë, a Hugo y a Dostoievski.

No obstante, aunque me gustaba mucho el verano, estaba lista para volver a la facultad en cuanto el primer viento otoñal desdibujó los perfectos reflejos del lago. La separación durante el verano parecía habernos unido más a Ning, a Dong Yi y a mí; en cuanto empezó el nuevo trimestre, los tres nos hicimos inseparables. Empezamos a ir a comer juntos a los comedores estudiantiles, salíamos para ir a restaurantes, por las tardes nos íbamos a correr juntos y, por supuesto, asistíamos juntos a los salones democráticos que surgían en el campus.

En 1986, China atravesó un período relativamente liberal. A los estudiantes se les permitía manifestarse en las calles a favor de la libertad de expresión y la democracia. Dentro de las universidades, los salones democráticos se convirtieron en la nueva moda, donde la gente sorbía café instantáneo (otra nueva moda en China: los chinos tradicionalmente no beben café) y debatía las ventajas de varias soluciones políticas. No se consideraba peligroso. Al fin y al cabo, el propio Mao había asistido a ellos en la década de 1920. La mayoría de salones democráticos ocupaban habitaciones oscuras sin calefacción y carentes de decoración. Los pupitres y las sillas estaban agrupados en círculos. Los temas cambiaban cada semana y eran asimismo distintos en cada salón. A pesar de la tolerancia política hacia ellos, los debates siempre tenían un tono peligroso, que me daba la sensación de que estaba matizado de elitismo y nostalgia. A medida que transcurrían las tardes, la habitación se llenaba con el aroma del café, el denso humo del tabaco y los estudiantes de ojos enrojecidos.

La primera vez que asistimos los tres a un salón democrático, Dong Yi permaneció en silencio la mayor parte del tiempo. Yo estaba bastante decepcionada y no hablé mucho una vez hubimos salido del salón. Por otro lado, Ning seguía excitado por el debate y continuaba con sus ideas.

– Estoy totalmente a favor del modelo asiático: económicamente libre, políticamente controlado desde un gobierno central. ¿Por qué no? Fijaos en Singapur y Taiwan, dos de los Pequeños Dragones: ahí tenéis la prueba tanto de estabilidad como de prosperidad económica.

– Yo iría con cuidado con el llamado modelo asiático -dijo Dong Yi-. El problema es que tú das por sentado que la prosperidad económica puede alcanzarse sin democracia ni responsabilidad.

– Sí, así es. Porque China es un país demasiado grande para ponerlo a funcionar libremente, sería como un tren descontrolado -replicó Ning.

– ¿Qué me dices de la corrupción? ¿Qué haces cuando el jefe del gobierno no es el «hombre sabio y desinteresado»? ¿Qué haces entonces? -preguntó Dong Yi.

– Idearemos un sistema para imputar la responsabilidad a los funcionarios del gobierno -contestó Ning.

– ¿Cómo puedes hacer que el gobierno sea más responsable si no hay democracia? Esos funcionarios del gobierno no responderán ante nadie. El modelo asiático depende demasiado del «carácter y la naturaleza» de los líderes. Es peligroso. Una vez China confió en un carismático líder llamado Mao Zedong, y mírala ahora.

A mi parecer, a la réplica de Dong Yi no le faltaba seguridad.

En aquel momento me sentí sumamente atraída por Dong Yi. Aunque no era agresivo en sus argumentos, vi claramente su convicción en lo que él creía que era cierto. Vi la inteligencia y la sabiduría bajo sus modales tranquilos y aquello me dejó boquiabierta. Durante los meses siguientes, a medida que asistíamos a más salones democráticos y más debates sobre el futuro de China, mi respeto por Dong Yi fue en aumento. Me sentí más atraída por él y, poco a poco, mis propias opiniones se vieron afectadas por las suyas.

Pero, en todo aquel tiempo, nunca olvidé lo de la novia que Ning había mencionado. Yo no pregunté y Dong Yi tampoco habló de ella por propia iniciativa. Sólo las palabras de Ning sobre ella se introducían en los lapsos entre clases y estudios y, las noches en que no podía dormir, tenía prolongados e inquietantes pensamientos sobre ella, sobre quién era, sobre cómo era y cuánto la quería Dong Yi.

No acudía a los salones democráticos únicamente con Ning y Dong Yi. A veces iba sola para escuchar los debates o a veces acompañada de otros amigos, entre ellos un estudiante de primer año de posgrado en económicas llamado Chen Li. Había conocido a Chen Li en una de las manifestaciones estudiantiles.

El año 1986 fue emocionante para China. Hu Yaobang todavía era el secretario general del Partido y la atmósfera política era más tolerante de lo que nunca había sido. Los grupos de estudiantes de élite y los intelectuales miraban hacia Occidente en busca de ideologías y sistemas políticos alternativos; los estudiosos como el profesor Fang Lizhi escribieron sobre los abusos de los derechos humanos y la falta de democracia en China. En la Universidad de Pekín, los estudiantes debatían en el Triángulo, el punto de reunión en el centro del campus, y colgaban carteles en las paredes exigiendo más libertad y democracia en China.