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De repente me sentí enojada con Ning.

Dong Yi se rió.

– Los compañeros de habitación no suelen ser importantes. ¿Quieres un poco de agua? Yo voy a beber un poco.

– Sí, si no es mucha molestia.

A diferencia de los estudiantes universitarios, que teníamos que amontonar los libros en la cama, a los licenciados se les proporcionaba espacio para una librería compartida. Dong Yi tomó dos tazas de su parte de la estantería; una cortina hecha en casa ocultaba los libros, papeles y recuerdos cuidadosamente alineados. Cuando se levantó para ir a buscar el hervidor de agua, inspeccioné su cama con la mirada. A diferencia de los desordenados catres tan frecuentes entre los estudiantes del sexo masculino, Dong Yi mantenía el suyo limpio y ordenado. Había dos libros apilados junto a la almohada. Una lámpara de lectura fijada a la cabecera iluminaba un gran calendario de pared; el retrato del mes de mayo era el de una joven actriz de próxima aparición.

– El agua está caliente. Acabo de traerla de la sala de calderas.

Dong Yi sirvió dos tazas de agua de su hervidor; el agua de Pekín tenía que hervirse antes de poder beberla. Tomé la taza y cuando nuestros dedos se rozaron se me aceleró el corazón.

Dong Yi era guapísimo. Tenía un rostro que parecía sacado directamente de una escultura de mármol del chino perfecto, combinando los pómulos altos del sur y la composición simétrica del norte. Sus labios eran carnosos y, lo mismo que sus ojos, capaces de pronunciar las intimidades más profundas.

– ¿Estás leyendo a Tolstoi? -le pregunté, a sabiendas de cuál sería su respuesta.

Dong Yi tomó el libro que tenía junto a la almohada.

– Sí. Me lo dio alguien. ¿Lo has leído? -preguntó con su tierna sonrisa y sus ojos curiosos.

Me pasó Ana Karenina. Abrí el libro por la página que estaba señalada. Ana iba en el tren de vuelta a San Petersburgo.

– Sí. Pero me gusta más Guerra y paz. Aunque es más sangrienta y el príncipe Andrei muere al final, la historia de amor no es tan triste como la de Ana Karenina. Es una historia de amor más esperanzadora que condenada al fracaso -dije.

– Gracias por contarme el final.

– Ya tendrías que saber cómo termina Ana Karenina. Es el libro más popular del momento.

Me reí. Ana Karenina era entonces el libro de moda entre los chinos cultos. La gente parecía haber encontrado ciertos paralelismos entre la Rusia del siglo xix y la China del siglo xx. En realidad, las normas sociales eran más severas en China en el siglo xx de lo que lo habían sido en Rusia en el xix. Poder amar libremente todavía era un sueño remoto para muchos chinos; fugarse por amor aún podía significar la muerte de los dos enamorados. La sociedad castigaba cruelmente a aquellos que no seguían las directrices.

– No, me refiero al final de Guerra y paz -replicó Dong Yi en broma-. Tal vez debería leerlo algún día. Ning dice que tú también eres escritora, ¿es así?

Aquel día, Ning regresó bastante tarde, de modo que Dong Yi y yo tuvimos mucho tiempo para conocernos. Me contó su historia.

Con veinticinco años, era cinco años mayor que yo y provenía de la ciudad natal de mi madre, Taiyuan, la capital de la provincia de Shanxi. Shanxi es una productora de carbón situada en las Tierras Altas Amarillas, cerca de Mongolia Interior. La provincia no cuenta con muchos más recursos, la tierra es en gran parte estéril y la región sufre los contrastes del clima, glacial en invierno y achicharrante en verano. En la década de 1950, en respuesta al llamamiento de Mao para reconstruir el interior de China, sumido en la pobreza, el padre de Dong Yi se trasladó desde la provincia de Guandong, cerca de Hong Kong, a la de Shanxi. Era profesor de matemáticas en un instituto cuando empezó la Revolución Cultural en 1966. De la noche a la mañana, sus estudiantes empezaron a llamarse a sí mismos los Guardias Rojos, autoproclamados guardianes de las ideas de Mao Zedong y soldados de infantería en la batalla para acabar con los Cuatro Viejos (las viejas ideas, la vieja cultura, los viejos hábitos y las viejas costumbres). Quemaron los libros y torturaron a sus profesores.

En las ciudades de toda China se robaban libros de bibliotecas, librerías y casas particulares, se amontonaban en las plazas principales y se les prendía fuego. Se obligaba a los profesores a asistir a las pidouhui -reuniones para dar palizas a gente- en las que los torturaban públicamente. En pocos meses mataron a miles de personas solamente en Pekín, y muchas de ellas eran profesores. Fueron golpeados hasta morir, fusilados en público o enterrados vivos.

Tras la fase inicial de matanzas de la Revolución Cultural, que por último incluyó tiroteos entre distintas facciones de los mismos Guardias Rojos, Mao decidió que era mejor terminar con aquel caos, que casi era una guerra civil, y envió a los Guardias Rojos al campo para que trabajaran en las Comunas Populares. Se cerraron las escuelas. El padre de Dong Yi sobrevivió, pero durante los siete años siguientes lo obligaron a trabajar limpiando las calles.

Dong Yi y yo estábamos sentados uno a cada lado de la mesa y bebíamos agua hervida caliente. Yo le hablé de mi madre, que estudiaba periodismo en la universidad antes de la Revolución Cultural. En aquellos diez años revolucionarios no escribió ni un solo reportaje. En lugar de eso pasó la primera parte de la década en un campo de trabajo y la segunda parte dando «clases de aprendizaje del pensamiento de Mao Zedong» a intelectuales sin empleo.

Aquella tarde le conté a Dong Yi muchas cosas sobre mi familia y mi infancia, algunas de las cuales nunca le había contado a nadie. Tenía la sensación de que había una misteriosa conexión entre nosotros. Dong Yi era diferente a todas las personas que había conocido; hablaba de responsabilidades, como hijo hacia sus padres y como ciudadano hacia su país. A diferencia de Yang Tao, a él no le interesaba ganar poder político. Simplemente, quería corresponder y hacer feliz a la gente.

– ¿Qué piensas de Taiyuan? -preguntó Dong Yi al tiempo que me servía otra taza de agua.

La primera vez que estuve allí tenía tan sólo doce años. Taiyuan me dio la impresión de ser una ciudad muy pobre. Sus tiendas estaban casi vacías, incluso durante el Año Nuevo Chino. Mi abuelo me había comprado unos caramelos de color negro que tenían un sabor horrible. Mis tías y tíos llevaban unos viejos abrigos Mao acolchados. Cuando tenía necesidad de ir al baño, tenía que levantarse uno de los adultos en mitad de la noche y acompañarme hasta una serie de agujeros cavados fuera, en el suelo. El hedor que desprendían era tan sofocante que no podía respirar.

– Verás, mi abuelo era un miembro de alta jerarquía del Partido del gobierno provisional de Shanxi, a mi hermana y a mí nos pasó a recoger su chófer por la estación, porque era una buena persona. Cuando me marché de allí, juré que nunca volvería. -Me reí al recordarlo.

Había mantenido la promesa hasta el año anterior, en que mis padres me pidieron que volviera a acompañar a mi hermana hasta allí. En aquella ocasión vi que la vida había mejorado. Mis abuelos se habían trasladado a una nueva casa de dos pisos construida especialmente para funcionarios de altorango, con más de un cuarto de baño. Pero fuera del complejo del gobierno provincial, la vida habitual seguía pareciendo atrasada. Cuando me fui, me reafirmé en mi convicción de no volver nunca más.

– Espero no haberte ofendido -le dije a Dong Yi, lamentando de pronto que tuviera tan pocas cosas bonitas que decir sobre su ciudad natal-. Pero, no sé por qué, tengo la sensación de que puedo decirte exactamente lo que pienso.

– No, no. -Dong Yi no tardó en responder-. Me alegro de que seas tan sincera. Si tengo oportunidad, yo tampoco quiero regresar. Además, cuanto más tiempo hace que estoy fuera, cada vez tengo más claro lo intolerante y reprimida que es la gente en Taiyuan.

La brillante luz de la tarde se debilitó y se hizo más tenue. Los pájaros se llamaban unos a otros desde los álamos temblones, como los dos corazones que había en el interior, haciéndose eco el uno al otro en armonía. Volvió Ning. Dong Yi le dijo afectuosamente:

– ¿Dónde has estado? Wei lleva horas esperándote.

– Esperándote en la puerta de tu residencia. -Ning me miró fijamente y habló con enojo. Luego arrojó los libros encima de su cama sin mirarnos a ninguno de los dos-. ¿Y de qué habéis estado hablando? ¿De mí?

– Me temo que no. Dong Yi me ha estado contando cosas sobre su familia y su niñez. ¡No vas a creerte cuánto tenemos en común!

– ¿De verdad? Me alegro por ti -seguía pareciendo enfadado-. Pero si no te importa, ahora me gustaría descansar.

Cogí mi bolsa y me marché. No me importó en lo más mínimo.

Aquella tarde me había enamorado.

Durante toda mi vida había llevado una existencia solitaria, rechazada por la sociedad, por la gente de mi edad y, pensaba yo, por mi padre. Sabía que no era justo culpar a mi padre por no haber estado allí cuando crecía, y no obstante me molestaba tener que valerme por mí misma cuando él no estaba allí para protegerme de los matones de la escuela y los oscuros años de la Revolución Cultural. Durante aquellos años, las hermanas entregaban a los hermanos, las esposas denunciaban a sus maridos, y amantes y amigos se traicionaban entre ellos. La gente lo hacía para escapar de la muerte y el encarcelamiento, o para proteger a sus hijos, que de otra manera hubieran sido castigados por asociación. Vivir tiempos semejantes y tratar de encontrarles un sentido era difícil para cualquier niño, sobre todo si no tenía padre. Aprendí a protegerme y a guardar mis sentimientos; y no confiaba en nadie.

Ahora que había conocido a Dong Yi, me sentí súbitamente conectada con el mundo. Me sentía parte de una familia que sale de excursión un día cálido y soleado, en un rincón de una verde extensión de césped donde los niños juegan y ríen tontamente. Aquel día sentí que podía ir con él hasta la eternidad y volver, y repetir el viaje una y otra vez hasta morir. En Dong Yi había encontrado el verdadero significado del amor: confiarse a otra persona, creer en la humanidad y, por tanto, tener fe en ella. Supe entonces, igual que sé ahora, que siempre podría contar con él, sin importar que nos separara el tiempo o el espacio. Entonces no sabía, como descubrí más tarde, lo que aquella fe significaría para ambos en los años venideros.

Al día siguiente Ning vino a pedirme disculpas.

– Lo siento, Wei. Ayer me comporté como un tonto, lo sé. Espero que me perdones. No tengo derecho a estar celoso, pero me sentí herido. Por supuesto no fue culpa tuya, pero cuando se trata de ti soy egoísta. Perdona, ya sabes lo que quiero decir. No puedo competir con Dong Yi. A todo el mundo le gusta Dong Yi. Es bien parecido, agradable y maduro. Por favor, no estés enfadada conmigo. Podría haber fingido ser una persona noble y haber dicho que estaba preocupado por si te había pasado algo. Al fin y al cabo, tiene novia.