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– Esto te va a doler, pero te irá bien. La herida empezará a curarse en seguida. Y mañana iré a hablar con el director y averiguaré quiénes eran esos chicos malos.

Mientras mi madre y la escuela intentaban identificar a los implicados, los ataques continuaron. No importaba lo tarde que me fuera de la escuela, la pandilla parecía estar siempre esperándome en el múrete de barro. La situación de los cortes y moretones iba cambiando en función del lugar donde me daban las piedras. A veces, justo cuando se me había hecho costra en una vieja herida, otra piedra la volvía a abrir. A medida que el tiempo se hacía más caluroso y moscas y mosquitos se multiplicaban, se me empezaron a infectar las heridas. El pus espeso y amarillo salía por debajo de la nueva costra y formaba otra. De modo que a veces tenía un codo tan grueso que no podía doblar ni tapar con la camisa.

Mi hermana regresó de casa de mis abuelos para vivir con nosotros y, al mes de enero siguiente, con cinco años, tuvo edad para entrar en la misma escuela primaria que yo. Pronto resultó obvio que era mi hermana y empezaron a acosarla a ella también. Podría haber soportado más abusos por parte de mis compañeros de colegio, pero no podía ver cómo empujaban a mi hermana al arroyo cuando volvía a casa o le llamaban de todo simplemente por ser de mi familia. A veces hasta venían a casa para meterse con ella.

Un día estaba en mi habitación haciendo los deberes cuando oí gritar a mi hermana pidiendo ayuda. Me asomé por la ventana y vi que un grupo de matones de la escuela la estaba intimidando en el patio. Los matones le sacaban una cabeza a mi hermanita y hacían dos como ella. La empujaban de uno a otro y luego le gritaban: «¿Tratas de pegarme?». Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, volvían a empujarla. Caía al suelo y con cada caída lloraba más fuerte. Se me subió la sangre a la cabeza. Cogí un cuchillo grande de cortar sandía y empecé a bajar las escaleras corriendo. Apenas sabía lo que hacía. Lo único que sabía era que no soportaba lo que le estaba pasando a mi hermana y quería ponerle fin. Un vecino me oyó gritar y salió. Me detuvo en las escaleras cuando vio el cuchillo y me preguntó qué iba a hacer con él. Cuando al final salí, gritando, chillando y llorando, acompañada por el vecino, los matones ya se habían ido. Mi magullada hermanita se quedó de pie junto a su cuerda de saltar, sollozando.

Finalmente mi madre dio con el jefe de la pandilla, un alumno de enseñanza media que había abandonado los estudios y vivía con su abuelo en las afueras del pueblo. Como no era alumno de la escuela primaria, los profesores no podían hacer nada. El comité del Partido de la Comuna Popular a la que pertenecía su abuelo no quiso involucrarse. Como el chico tenía un largo historial de violencia, le dijeron a mi madre que fuera a la policía en vez de tratar el asunto con ellos.

– Lo hemos intentado, créame, camarada Kang -le dijeron a mamá-. Es un tigre que ha crecido demasiado para esta montaña.

La policía se rió de mi madre cuando ella fue a verles.

– ¿Qué quiere que hagamos? ¿Ha muerto alguien? Tenemos un montón de trabajo cada día deteniendo a contrarrevolucionarios, ¿y usted nos pide que investiguemos las intimidaciones que se dan en el colegio?

Puede que el acoso en la escuela sea un pequeño delito para la policía, pero es un gran cuchillo clavado en el corazón de una madre. Desesperada, mi madre me llevó a ver al abuelo del chico con la esperanza de que una charla entre adultos pudiera evitar que nos hiciera daño a mi hermana y a mí.

Una nublada tarde, mi madre y yo recorrimos el sendero enlodado hacia el extremo del pueblo. Allí las cabañas bajas de los campesinos parecían estar en peligro de derrumbarse en cualquier momento. Unos niños pequeños con el trasero al aire jugaban juntos con la tierra. Unas ancianas, en cuclillas frente a las cabañas, se llevaban a la boca semillas de girasol tostadas, las partían ruidosamente y luego escupían las cascaras haciendo girar la lengua.

Había una cabaña inclinada hacia el campo de al lado que olía a estiércol y excrementos humanos. Mi madre llamó a una puerta que apenas se tenía en pie. Contestó una voz de anciano. Mi madre empujó la puerta lentamente y, cuando ésta se abrió, la luz de media tarde inundó la oscura estancia.

De la mano de mi madre, vi ante mí al hombre más viejo que había visto nunca. Estaba sentado en el rincón oscuro; debajo de él, los troncos de maíz secos que le hacían de cama. El interior de la cabaña olía exactamente igual que la inmundicia del exterior. El anciano entrecerró los párpados para intentar distinguir quién había entrado en su casa.

Mi madre se acercó al anciano y, al ver que no había más mobiliario, se quedó de pie frente a él y le explicó el propósito de su visita.

– Ese bastardo inútil. Nos ha buscado la vergüenza a toda la familia. Debe de ser el maleficio de nuestros antepasados. Estamos pagando los pecados de nuestros antecesores. A su difunta y pobre madre la llevó a la tumba. ¿Sabe que él la llevó a la tumba? -El anciano asentía con la cabeza como para demostrar que estaba convencido de ello-. Nunca fue un buen estudiante, tuvo que repetir dos años en la escuela primaria. Luego lo expulsaron de la escuela media por pelearse. Catorce años, no tiene adónde ir y nadie lo quiere. ¿Qué hicieron nuestros antepasados? Su difunta y pobre madre…

El viejo suspiró.

– Abuelo, por favor, ¿puede decirle que deje de atacar a mi hija? Ella no le ha hecho daño a nadie -le suplicó mi madre.

– Estoy medio ciego y no soy de mucha utilidad en la Comuna Popular ni en ningún otro sitio. Al menos mi nieto me trae agua a casa y me echa una mano cuando está por aquí. Ya no me escucha, si es que lo hizo alguna vez. Su difunta y pobre madre se rompió la lengua tratando de enmendar al chico. ¿Qué puedo hacer yo, compañera? Los pecados de nuestros antepasados… Su difunta y pobre madre… -no dejaba de repetir el anciano.

Mi madre me tomó de la mano y nos fuimos. Las nubes se habían hecho más densas y parecía que iba a llover.

Durante años detesté la escuela. Aborrecía todos los santos días que tenía que pasar allí y, lo que es más, odiaba volver a casa. Antes de terminar el día recogía todos mis libros en silencio. Era como un soldado a la espera de una orden o como un velocista que aguarda el pistoletazo de salida. En cuanto sonaba el timbre, me levantaba de la silla de un salto y salía corriendo del aula. Corría de la misma manera en que vuela un pájaro. Luchaba por ser libre. Corría lo más rápido que podía bajo la lluvia torrencial, el viento huracanado o la nieve espesa. Era la única manera de poder escapar a los ataques: salir de Dayouzhuang antes de que los matones hubieran tenido tiempo de prepararse para mí. Más adelante, en el instituto y la universidad, mis entrenadores quedaron sumamente impresionados por mi capacidad para las carreras de larga distancia. El entrenador del instituto, al verme correr por primera vez en competición, dijo: «Tienes mucho talento. Eres una medallista de oro nata». Desgraciadamente no fue mi talento, sino mi deseo de escapar lo que me convirtió en una buena atleta. En mi escuela había otras dos hijas de intelectuales que sufrían abusos similares, aunque no tan terribles, por parte de la pandilla. Creo que tal vez me eligieron a mí porque en mi casa no había ni un padre ni un hermano que me protegiera.

En casa siempre se estaba caliente. Cada día, al volver de la escuela, encendía la cocina, ponía la olla de las gachas y luego me sentaba en el escritorio a hacer los deberes. Pasarían otras dos horas antes de que mi madre volviese a casa. Al otro lado de la ventana veía jugar a los niños en el patio. Pero nunca me unía a ellos. El mundo era muy frío allí afuera.

Odiaba a mis profesores, puesto que, por mucho que me compadecieran, no me ayudaban. Odiaba a mi madre, que parecía demasiado débil para protegerme; y a quien más odiaba era a mi padre. De no ser por las fotografías del álbum, me habría olvidado de su aspecto. Cada año aparecía durante unos días y luego me dejaba sola contra el mundo entero. Cuando lo necesitaba para que me acompañara al salir de la escuela, para que me ayudase a plantarles cara a los malvados a los que me enfrentaba, para tranquilizarme, darme esperanzas y fe de que en algún lugar, algún día, el sol me alumbraría, él no estaba allí. Yo sentía que me enfrentaba al mundo sola y, hasta cierto punto, esa sensación siempre ha permanecido conmigo.

Cuando en 1976 a mi padre finalmente le concedieron permiso para trasladarse a Pekín, se pintaron las paredes, se lavaron las cortinas y se cambió la disposición de los muebles. Cuando salíamos, tanto vecinos como amigos y conocidos le preguntaban a mi madre sobre las noticias que le habían llegado.

– ¿Lao Liang va a venir pronto?

– Sí, en julio -respondía mi madre, radiante.

– Estupendo. Podrás contar con alguien -decían, como si mi madre no se las hubiera arreglado sola para criar a dos hijas y tener una profesión durante casi diez años. Hacía doce años, justo después de graduarse en la universidad, peinada con dos coletas, la llamaban Xiao Kang, Pequeña Kang. Ahora, en su madurez, con dos hijas y bolsas bajo los ojos, la gente la saludaba respetuosamente como Lao Kang, la Vieja Kang.

Pero a mi madre no le importaba. Sencillamente era feliz y esperaba ansiosa la reunión de su familia. Yo me alegraba por ella y también por mí, porque entonces creía que había alguien que podría poner fin al acoso.

La noche en que llegó mi padre fue mágica, pero quedó ensombrecida por lo que ocurrió a la mañana siguiente. Me desperté y lo vi gritando encima de mi cabeza: «¡Despierta! ¡Despierta!». En cuanto abrí los ojos, mi padre me sacó de la cama y me sacó de la habitación a toda prisa.

Por encima de nosotros el techo temblaba, la pintura y el enlucido se caían, las bombillas se resquebrajaban, había cristales rotos por todas partes. En el pasillo resonó un fuerte estrépito de cazos y ollas que se caían y a los que la gente daba patadas al salir, dirigiéndose a todo correr hacia las escaleras. Por todas partes la gente gritaba aterrorizada: «¡Un terremoto! ¡Un terremoto!».

Fuera, a unos quince metros de distancia, se hallaban la mayoría de nuestros vecinos y mi madre con mi hermana en los brazos. «¡Wei!» Mamá agitó la mano como una loca cuando nos vio salir del edificio. Corrí hacia ella inmediatamente. Dejó a mi hermana en el suelo y me abrazó con fuerza, como si no fuera a soltarme nunca más.

El cielo siguió dando vueltas y el suelo temblando. Unos fuertes crujidos provenientes del centro de la tierra provocaron el miedo en todas y cada una de las personas que se encontraban en el patio. El patio estaba rodeado por todos lados por edificios de tres pisos que podían derrumbarse en cualquier momento. Algunas ventanas estaban hechas añicos. De vez en cuando, unas luces brillantes destellaban en el cielo, la gente se apretujó más y se preguntaba dónde ardía el fuego.