Изменить стиль страницы

Capítulo 2: Carita blanca

«Magníficas fortalezas y un largo camino, duro como el acero,

hoy iniciamos nuestro viaje desde el principio.»

Mao Zedong, 1935

Cuando regresamos a Pekín, mi madre descubrió que le habían quitado tanto el trabajo como la vivienda.

Mientras los intelectuales estaban en los campos de trabajo, un nuevo movimiento llamado «Ayuda a la izquierda» se había extendido por las ciudades. El personal del ejército se instaló en los edificios gubernamentales y en las universidades para apoyar a los insurrectos guardias rojos, que se habían hecho cargo de la dirección del país. Así pues, desde el verano de 1972 hasta la primavera de 1973, los intelectuales regresaron con gran ilusión a las ciudades… sólo para encontrarse con que sus familias no tenían un lugar donde vivir. Además, a pesar de su regreso, China como nación seguía ocupada haciendo la revolución. La mayor parte de los trabajos de oficina se habían eliminado. Las fábricas funcionaban, pero lo hacían exclusivamente bajo las órdenes de los guardias rojos o de los líderes del joven Partido Comunista.

Nos vimos obligados a residir en un alojamiento temporal durante muchos meses, y al final, aquella incertidumbre hizo que mi madre se decidiese a enviar a mi hermana a Taiyuan, con sus padres, durante un año. Por segunda vez tuvo que renunciar a su hija menor.

Muchos meses más tarde, a mi madre le dieron un trabajo como administradora en un programa de reeducación que se impartía en un campus abandonado situado en el extremo del distrito universitario en Pekín oeste. Antes de la Revolución Cultural, la universidad había educado a los muchos diplomáticos chinos. Comenzada la Revolución Cultural se cerraron las universidades de todo el país. Mandaron a los jóvenes chinos al campo, a trabajar la tierra para las Cooperativas Populares y a recibir educación de los campesinos revolucionarios.

Mientras reeducaban a la juventud en el campo, en la ciudad continuaba la rehabilitación de los intelectuales. Se crearon muchos programas de reeducación llamados Xuexiban, o clases de aprendizaje, con el objetivo de enseñar marxismo, leninismo y las propias ideas de Mao a los intelectuales que habían regresado. «La reforma del pensamiento es una larga marcha de 10.000 kilómetros», dijo Mao. Después del campo de trabajo, a mi madre aquellas clases le parecían inútiles, aunque no demasiado duras.

Mientras mi madre asumía sus nuevas obligaciones, yo fui a la escuela primaria de Dayouzhuang. En chino, Dayouzhuang significa «el pueblo que tiene muchas cosas». Pero nada más lejos de que fuera cierto, pues, en realidad, Dayouzhuang tenía muy poco. La calle principal del pueblo era un camino de tierra en el que sólo había dos comercios: una pequeña tienda de artículos diversos en la que se vendía de todo, desde salsa para cocinar, especias y jabón hasta toallas y almohadas. Frente a dicho establecimiento había un tendero que vendía frutas, verduras y, algún que otro día, carne. La mayor parte del tiempo el mostrador de la carne estaba vacío.

La escuela primaria estaba situada en el extremo oeste del pueblo, en una casa tradicional china con patio interior, que antes de 1949 había pertenecido al terrateniente del lugar. Casi todos los alumnos de la escuela primaria de Dayouzhuang eran hijos de campesinos de los pueblos vecinos. La escuela tenía un pésimo prestigio académico y era conocida por los delitos y disturbios que en ella acontecían. Por desgracia para mí, era la que le correspondía a la cuadrilla de mi madre.

No teníamos calefacción en las aulas. Cuando el invierno se volvía despiadadamente frío, entre diciembre y febrero, se distribuía una pequeña estufa para cada aula. Todos los alumnos nos quedábamos después de las clases para hacer bolas de carbón para esas estufas: teníamos que hacer rodar el carbón hasta conseguir unas bolitas lo bastante pequeñas para alimentar las estufas del aula. El viento huracanado de Mongolia nos agrietaba la piel de las manos y la cara mientras permanecíamos sentados en los peldaños del patio de la escuela intentando hacer bolas de carbón perfectamente redondas. Cuando ya había oscurecido demasiado para trabajar en el patio, mis compañeros de clase y yo abandonábamos la escuela con las manos ennegrecidas y nos íbamos a casa a ver qué tipo de plato fabuloso habían ideado nuestras madres con lo único que comíamos durante todo el invierno: col.

Resultaba que la mayoría de mis compañeros de clase, los hijos de los campesinos, no tenían col suficiente. Sólo los empleados del gobierno tenían el privilegio de disponer de cuatro kilos de col (que tenían que durarles todo el invierno) por cada persona de la casa. Como mi padre vivía en Shanghai, el día que mi madre iba a recoger la col que le correspondía era siempre un gran acontecimiento para ella. Tenía que empezar organizando la carreta de madera y la ayuda de sus compañeros de trabajo con unos cuantos días de antelación para poder volver con las coles. En aquellos tiempos, la cola más larga de Pekín era la que se formaba en la puerta del centro de distribución de col. Recuerdo haber tenido que esperar medio día para entregar nuestro cupón y luego otro medio para traer las coles. Luego, mi madre y yo las metíamos en cestas que guardábamos fuera, en las ventanas. Entonces mi madre se pasaba los días siguientes preparando col con vinagre mientras yo contaba las «flores de hielo» que se formaban en la ventana. Nuestra sala de estar-cocina, una de las dos habitaciones que mi madre tenía asignadas, iba a estar todo el invierno llena de tarros de arcilla con col en vinagre. El olor era espantoso, y cada día, al volver de la escuela, tenía que detenerme en el umbral de la puerta para dejar que mi olfato se acostumbrara a él. Para asegurarse de que nos durase todo el invierno, mi madre hacía sopa de col en vinagre casi en cada comida. Después, durante muchos años, cuando llegaba el invierno, o incluso cuando empezaba a notarse un poco de frío en el aire, yo tenía la sensación de que olía a col en vinagre hervida.

No obstante, me gustaba el invierno. Era la época en que el suelo se helaba y los campesinos se acurrucaban en torno a las estufas en las que ardía el carbón. En invierno se interrumpía el Xue Nong o «Aprender de los campesinos», un programa de reeducación para escolares. Allí en el norte, donde el clima era riguroso y los campos menos fértiles que los del sur, la mayor parte de las Comunas Populares producían trigo o maíz. El trigo se plantaba en cuanto ya no había peligro de helada y luego se cosechaba en agosto. Como los inviernos eran largos, los campesinos no podían hacer mucho con los campos después de la cosecha y ello significaba que la prosperidad y el nivel de vida en el norte siempre eran más bajos que en el sur.

El Xue Nong solía empezar de forma acelerada en verano y terminaba después de la cosecha. Siempre era un gran acontecimiento para la escuela, pues tenía mucho peso sobre el prestigio de la misma a ojos del Partido y de los comités de distrito. Antes de que los alumnos fueran conducidos a los campos, siempre había una «sesión de mentalización», durante la cual nuestros maestros exponían las metas y reglas, además de reiterar las enseñanzas de Mao sobre lo que se aprende de los campesinos.

– Nuestro gran líder el presidente Mao dice «la cuestión fundamental que se le plantea al Partido Comunista Chino no es el problema de los trabajadores, sino el problema de los campesinos». Los campesinos son la base de la revolución -decía nuestra profesora-. Por ese motivo, el presidente Mao ha apelado a los jóvenes del país para que se reeduquen «subiendo a las montañas y bajando al campo». Millones de jóvenes han respondido al llamamiento de nuestro gran líder y han ido con entusiasmo a trabajar en las Comunas Populares. Vosotros también necesitáis volver a las raíces de los valores revolucionarios porque, tal como ha dicho nuestro querido presidente Mao, «aprender de los campesinos es una reeducación que debe empezar pronto en la vida». Mañana iremos a la Comuna Popular número catorce para ayudar a nuestros tíos y tías campesinos en la recolección del trigo.

Nuestra profesora, la señorita Chen, prosiguió:

– La mayoría de vosotros sois de familias campesinas. Por tanto, deberíais destacar en el Xue Nong. Es el momento de que podáis demostrar a vuestros mayores que seguís las tradiciones rojas que habéis heredado. Para los pocos que no tienen la suerte de contar con estos orígenes revolucionarios, ha llegado el momento de que aprendáis de vuestros tíos y tías campesinos y de que desarrolléis el espíritu comunista. En cualquier caso, quiero que mañana trabajéis duro en los campos. ¡No seáis una vergüenza para vosotros mismos ni para la escuela! El año pasado quedamos terceros en la tabla de resultados del Xue Nong de nuestro distrito. Este año queremos hacerlo mejor, ¡queremos alcanzar y superar al campeón del año pasado, la escuela primaria Puerta Norte del Palacio!

Con mi sombrero de paja y los zapatos de plástico sin punta, balanceando los brazos con ímpetu y respirando profundamente el olor a los excrementos humanos y al estiércol con que se fertilizaban los campos, yo siempre estaba ansiosa por entonar las canciones revolucionarias a pleno pulmón. Atravesamos el pueblo; una niña pequeña que llevaba un bebé en la espalda se sentó en un alto umbral de madera y nos miró con su rostro oscuro y sus ojos alargados. Marchamos por senderos de tierra amarilla a través de los campos. En ocasiones, las mujeres que trabajaban la tierra se erguían y se frotaban la espalda a nuestro paso. Unos jóvenes campesinos, sentados perezosamente en unos carros tirados por caballos, nos lanzaron unas cuantas miradas al tiempo que se llevaban a la boca unas semillas de girasol tostadas. El conductor agitó la fusta con estrépito y gritó: «Jia, Jia». Los caballos orinaron y soltaron estiércol al pasar por nuestro lado.

El sol apretaba mucho al mediodía, y ya estaba sudando antes de llegar a los campos de trigo. Pero no me limpiaba el sudor. Hasta ese punto deseaba ser una estudiante modelo en los campos. Para mí, el Xue Nong era un reto. Unos días antes habíamos ido a otra Comuna Popular para ayudar a segar el trigo. Yo no podía empuñar el gigantesco Lian Dao, la guadaña curva para segar, y mucho menos cortar nada con él. Los campesinos que trabajaban no me querían por allí, decían que no hacía más que estorbar. Mis compañeros de clase se reían a mi costa mientras blandían hábilmente el Lian Dao delante de mí.