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Siempre reinaba una gran tristeza cuando mis padres recordaban cómo la Revolución Cultural había arruinado la vida de muchos de sus amigos y colegas. Pensaban en sus propias vidas y en cómo podría haber sido todo si la Revolución Cultural no hubiera tenido lugar. Venían a la mente tantos «¿y si…?».

Al fin llegó el verano en Nanchuan, y el día de nuestra partida. Varios amigos de mis padres, incluido Xiao Li, vinieron a ayudarnos.

Decidimos partir a primera hora de la mañana para poder evitar así las horas en que el sol quemaba con más dureza. En realidad, nos fuimos tan temprano que aún había niebla en las cimas de las montañas. Dos hombres jóvenes y fuertes empujaban las carretas cargadas con nuestras pertenencias, en tanto que otras cinco personas transportaban pequeños bultos del equipaje. Mi madre llevaba a Xiao Jie en brazos, mientras papá sujetaba una caja de cartón llena de vajilla con una mano y me daba a mí la otra. Debí dejar atrás mi adorada cesta, puesto que no serviría de nada en Pekín.

Al descender lentamente por la montaña oíamos el sonido del río en el valle. A nuestro alrededor no había más que vegetación infinita hasta allí donde alcanzaba la vista. Las flores silvestres asomaban aquí y allá. A medida que íbamos bajando, el campo de trabajo en el que habíamos vivido durante los últimos tres años se perdió de vista. En seguida vimos la carretera al pie de la montaña. Habíamos recorrido el sendero por última vez.

En cuanto el equipaje estuvo cargado en la baca del autobús, dijimos adiós con la mano a los que nos habían ayudado. El autobús empezó a moverse. Me di la vuelta, miré por la ventanilla trasera… y vi a una niña pequeña que bajaba por el sendero de la montaña con una diminuta cesta en la espalda, sola, rodeada de innumerables azaleas de un rojo intenso.