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El hecho de que no se le permitiera ir a Shanghai a ver a su hija empeoró aún más la situación para mi madre. Había dos razones. La primera, que el Hukou de mi hermana no estaba en Shanghai aunque hubiera nacido allí. Su Hukou tenía que estar con el de mi madre, en Pekín. En segundo lugar, como entonces mi padre se había «marchado» de Shanghai, mi madre ya no tenía ninguna relación oficial con la ciudad.

Mi madre echaba muchísimo de menos a Xiao Jie. Por la noche, tras un largo día de duro trabajo trasladando y poniendo ladrillos, mamá se tumbaba en la cama y le hablaba a mi padre de su segunda hija, contaba los meses que habían pasado desde su nacimiento, se preguntaba si le habrían salido los dientes e imaginaba el aspecto que tendría entonces. Mientras fuera la lluvia batía contra las hojas estivales, ella lloraba al recordar la última vez que vio a su hija recién nacida.

Algunos meses después de que mis padres y yo llegáramos al campo de trabajo, mi padre hizo su primer viaje a Shanghai para visitar a su madre y, lo que era más importante, comprobar cómo estaba mi hermana. Tomó un autobús de largo recorrido para un viaje de dos días hasta Chongqing, ciudad que se hallaba en el otro extremo de la provincia de Sichuan y era puerto fluvial del río Yangtsé. Una vez allí, tomaría un barco mensajero que descendería por el majestuoso Yangtsé hasta Shanghai. El viaje en barco duraba otros cuatro días. Cuando regresó, trajo consigo las cosas más maravillosas que jamás había visto: caramelos envueltos en papel de colores muy llamativos y galletas que olían divinamente.

– Escucha, Wei, estos dulces y galletas tienen que durarte mucho tiempo…, hasta la próxima vez que vaya a Shanghai. Cada semana tendrás tu parte, pero no más.

Papá metió los caramelos y las galletas en dos botes de aluminio y los guardó bajo llave en el armario que había bajo el cajón de la mesa.

Durante las semanas siguientes, mi mayor alegría era recibir los dulces y galletas que me daban mis padres, hasta que un día hice un descubrimiento asombroso. Descubrí que si sacaba el cajón que había encima del armario cerrado con llave, podía alcanzar los botes. Me comí todo lo que pude con toda la rapidez de la que fui capaz. Al final mis padres se dieron cuenta de lo que había hecho cuando encontraron los botes vacíos. Aún me acuerdo del modo en que mi madre y mi padre me miraron, suspirando. Entonces comprendí que los había entristecido porque pasarían muchos meses antes de que pudieran darme más.

Cuando llegó de nuevo el invierno, papá hizo otro viaje a Shanghai. Una mañana fresca y despejada, los tres bajamos por el sendero de la montaña para acompañar a papá a la parada del autobús. Al igual que los niños miao, yo llevaba en los hombros mi diminuta cesta como si fuera una mochila. Me había guardado cuatro mandarinas de las que había distribuido la cuadrilla para que mi padre se las llevara para el viaje. Mi corazón rebosaba de expectación y ansiedad por lo que podría traer aquella vez cuando volviera.

Un día, cuando parecía que habían pasado meses desde que papá se marchara a Shanghai, regresé a casa, de vuelta del jardín de infancia, y me encontré con que las habitaciones en que vivíamos estaban abarrotadas de gente. Se oían fuertes voces y risas. Me metí entre la multitud con bastante curiosidad y me alegré de ver a mi padre de pie en el centro de la habitación. Resultaba que acababa de regresar de Shanghai.

– Acércate, Wei -me dijo casi en la cara una vecina corpulenta y de voz potente-. Ven a ver a tu hermanita.

Aunque yo sabía que tenía una hermana, me esforcé en hacer memoria pero no pude recordar nada de ella. Sólo más tarde, por la noche, después de mucho apuntarme mis padres, me acordé vagamente de haberme asomado a una ventana y ver a mi madre llegar a casa con un bebé.

Pero allí estaba mi padre, en el centro de la habitación, sosteniendo una criaturita bastante flacucha con unos cabellos cortos que le crecían en todas direcciones. Parecía que se acabara de despertar. Por un momento puso cara de aturdida y luego se volvió hacia la vecina de voz potente y dijo: «Ma-má».

– No, tu mamá es ésta.

La mujer estaba avergonzada y de un tirón hizo salir a mi madre de entre el gentío. Todos los que estaban en la habitación prorrumpieron en grandes carcajadas.

Aunque nos dieron más golosinas envueltas en papel de celofán, tal como nos habían prometido, yo me llevé una desilusión. De pronto todo el mundo estaba pendiente de Xiao Jie, mi hermana pequeña. Mis padres ni siquiera dedicaron tiempo a explicarme cómo debía racionarme los dulces. No obstante, papá había traído otra novedad: fideos de huevo. Aquellos fideos eran muy bonitos comparados con la pasta de color negro, hecha con una mezcla de cereales, a la que yo estaba acostumbrada, y además olían de maravilla. Por desgracia eran sólo para mi hermana, puesto que todavía era demasiado pequeña y necesitaba la nutrición adicional que proporcionaban.

Muy pronto Xiao Jie empezó a andar con paso seguro, y yo me moría de ganas de hacer de hermana mayor.

La primavera era la estación más hermosa en Nanchuan y una infinidad de azaleas florecían en las montañas. Durante muchas semanas, los montes verdes quedarían completamente cubiertos por una alfombra roja, densa y gruesa. Gracias a los campos de azaleas aprendí a querer a mi hermana menor. Para mí, la infancia perdurará en el tacto de las manos diminutas de Xiao Jie, las risas de mis padres y el grato aroma de las azaleas.

El clima en el sudoeste de China es extremadamente húmedo. Para hacer frente a la humedad, los vecinos del lugar recurren a una dieta muy condimentada -la famosa cocina de Sichuan- que contribuye a la estimulación de la circulación y del sudor. Por regla general, el verano es muy caluroso en Sichuan, tanto que la gente del campo de trabajo sólo podía trabajar por la mañana. A media tarde, cuando el efecto de lo que los habitantes llamaban el «sol venenoso» aminoraba y se hacía más soportable, papá y mamá nos llevaban a nadar.

En verano, el río que fluía al pie de la montaña era nuestra salvación. Siempre íbamos a una parte del río que no era demasiado ancha, aunque en el centro la corriente podía ser fuerte en ocasiones. Había unas enormes rocas diseminadas en el agua que convertían la natación en una aventura peligrosa si no se tenía cuidado; de modo que nuestros padres nunca nos permitían adentrarnos demasiado en el río. Xiao Jie y yo, que tampoco sabíamos nadar muy bien, solíamos pasar un rato estupendo jugando en las riberas poco profundas. De vez en cuando, yo iba a buscar flores silvestres en las montañas que nos rodeaban. A veces algunos chicos valientes se zambullían en la blanca corriente desde la gigantesca roca que había en medio del río, apareciendo triunfalmente en algún lugar río abajo, y yo aplaudía con deleite. Para mí, el río era fresco, claro y hermoso; alguna que otra vez también me preguntaba qué había corriente arriba.

– La verdad es que no lo sé, Wei -dijo mi madre-. Supongo que algunas ciudades o pueblos.

Lamentablemente, no tardamos en descubrir qué había allí arriba. En septiembre de 1971, la habitual estación lluviosa llegó pronto, en cuanto terminó el verano. Estuvo diluviando durante muchos días y muchas noches. Junto con la lluvia llegó también una epidemia de hepatitis. Mucha gente del campo de trabajo creía que la provocaba una industria química situada río arriba que vertía residuos en lo que también era nuestra fuente de agua potable. Aunque las autoridades nunca confirmaron esta teoría, un par de años más tarde cerraron la industria.

En el campamento contábamos con una pequeña clínica y un médico. El hospital más cercano se hallaba a «muchas montañas de distancia». Se pidió a las familias que primero trataran a los enfermos en casa. La propagación de la enfermedad no tardó en llegar a extremos demasiado preocupantes como para dejar el aislamiento y los cuidados médicos de las personas contagiadas en manos de sus familiares. Los ingenieros del ejército levantaron un campamento-hospital que consistía en varias tiendas militares de gran tamaño.

De los miembros de mi familia, Xiao Jie fue la primera en caer enferma. Una tarde empezó a tener mucha calentura y a presentar síntomas de la enfermedad. Mis padres se dieron cuenta del peligro inmediatamente; Xiao Jie sólo tenía dos años en aquel entonces. Mamá se puso el impermeable y salió corriendo a buscar al médico. Papá se quedó con Xiao Jie y se ocupaba de su fiebre poniéndole una toalla caliente en la frente. Pero ella no mostraba indicios de mejoría. Lloraba y se revolvía de dolor.

– Wei, métete en tu habitación y no vuelvas a salir -me gritó papá-. ¿Es que también quieres ponerte enferma? ¡Vuelve allí ahora mismo!

Regresé al cuarto que compartía con Xiao Jie, pero dejé la puerta ligeramente entornada, de modo que pudiera ver y oír lo que ocurría en la habitación de mis padres.

Mamá volvió al cabo de un rato, empapada por la lluvia.

– ¿Qué ha dicho el doctor? -preguntó papá.

Mamá estrechó a Xiao Jie con fuerza entre sus brazos. Mi hermana había empezado a perder la voz a causa del llanto constante. Las lágrimas corrieron por las mejillas de mi madre.

– El único médico que hay está de guardia en el campamento-hospital. No tiene tiempo para venir a ver a Xiao Jie, ni su ayudante tampoco. Están abrumados con la cantidad de enfermos que hay en el campo.

– ¿Y de la medicina? ¿Hay algo que podamos darle a Xiao Jie para hacer que le baje la fiebre?

– Tienen penicilina, pero sólo para los pacientes del campamento-hospital. La enfermedad se ha propagado por toda la región y las medicinas se están agotando. Los médicos descalzos de los pueblos cercanos se han ido a casa a descansar.

Los médicos descalzos eran campesinos que habían recibido una formación médica básica para que así pudieran ocuparse de los problemas de salud en regiones y pueblos remotos.

No creo que ninguno de nosotros durmiera mucho aquella noche. Mis padres no podían hacer otra cosa que ponerle toallas calientes en la frente a Xiao Jie con la esperanza de que, al sudar, la fiebre disminuyera. A medida que transcurría la noche, Xiao Jie se fue quedando callada. Había perdido la voz por completo, tenía la cara colorada y estaba ardiendo. Mamá y papá se pasaron toda la noche con ella en brazos, por turnos. Por la mañana, cuando mi madre se llevó a Xiao Jie al campamento-hospital, tenía los ojos enrojecidos a causa de sus propias lágrimas.

Durante los dos días siguientes, mamá no durmió mucho. Como Xiao Jie estaba gravemente enferma, el doctor la ingresó en la unidad de aislamiento y no permitía que nadie fuera a visitarla. Mamá se quedaba levantada casi cada noche, recorriendo el apartamento, preguntándose cómo estaría mi hermana, rezando y albergando esperanzas. También estaba preparada para dirigirse al campamento-hospital en cualquier momento si a mi hermana le ocurría lo peor y estar junto a su cabecera lo antes posible. Mi padre se quedó levantado con ella esas noches, consolándola cuando rompía a llorar. Aquellas noches yo permanecí en mi cama escuchando el incesante golpeteo de la lluvia en la ventana; con la mirada fija en la oscuridad, esperaba volver a ver pronto a mi hermana.