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Reynolds estaba sentada en su despacho cuando recibió una llamada. Se trataba de Joyce Bennett, la abogada que la representaba en el divorcio.

– Tenemos un problema, Brooke. El abogado de tu esposo acaba de llamar, despotricando contra tus bienes ocultos. Brooke no daba crédito a sus oídos.

– ¿Hablas en serio? Bueno, dile que me explique dónde están, no me vendría mal un poco de dinero extra.

– No es broma. Me ha enviado por fax unos extractos de cuenta que dice que acaba de descubrir. A nombre de los niños.

– Por el amor de Dios, Joyce, son las cuentas de los niños para la universidad. Steve sabe que existen, por eso no las incluí en mi lista de bienes. Además, sólo contienen unos pocos cientos de dólares.

– De hecho, según los extractos que tengo delante, el saldo es de cincuenta mil dólares cada una.

A Reynolds se le secó la boca.

– Eso es imposible. Debe de haber algún error.

– El otro asunto preocupante es que las cuentas están sujetas a la ley de Menores. Eso significa que son revocables a discreción del donante y administrador. Tú eres la administradora y supongo que también eres la donante del capital. En suma, es tu dinero. Tenías que habérmelo contado, Brooke.

– Joyce, no había nada que contar. No tengo la menor idea de dónde ha salido ese dinero. ¿Qué aparece en los extractos como origen de esos ingresos?

– Son varios giros telegráficos de cantidades parecidas. No se especifica de dónde proceden. El abogado de Steve amenaza con denunciarte por fraude. Brooke, también dice que ha llamado al FBI.

Reynolds apretó con fuerza el teléfono y se puso rígida.

– ¿Al FBI?

– ¿Estás segura de que no sabes de dónde salió ese dinero? ¿Y tus padres?

– No tienen tanto dinero -contestó Reynolds-. ¿Hay forma de averiguar de dónde procede?

– Es tu cuenta. Más vale que hagas algo. Mantenme informada.

Reynolds colgó el auricular con la mirada perdida, mientras las implicaciones de lo que acababan de contarle se le arremolinaban en la cabeza. Cuando sonó el teléfono al cabo de unos minutos, estuvo a punto de no contestar. Sabía quién llamaba.

Paul Fisher le habló con más frialdad que nunca. Debía ir al edificio Hoover de inmediato. Eso fue todo lo que le dijo. Mientras bajaba las escaleras en dirección al aparcamiento, las piernas amenazaron con no responderle varias veces. Su instinto le decía que acababan de convocarla a su propia ejecución profesional.

La sala de reuniones del edificio Hoover era pequeña y carecía de ventanas. Paul Fisher estaba allí, junto con el SEF, Fred Massey, que se hallaba sentado a la cabecera de la mesa, con un bolígrafo entre los dedos y la vista clavada en ella. Reconoció a los demás presentes: un abogado del FBI y un investigador jefe de la ORP.

– Tome asiento, agente Reynolds -indicó Massey con firmeza.

Reynolds se sentó. No era culpable de nada, así que ¿por qué se sentía como Charlie Manson con un cuchillo ensangrentado en el calcetín?

– Tenemos algunos temas que tratar con usted. -Massey señaló con la mirada al abogado del FBI-. Debo advertirle, sin embargo, que tiene derecho a contar con la presencia de un abogado, si así lo desea.

Intentó mostrarse sorprendida pero le costó, sobre todo por la llamada de Joyce Bennett que acababa de recibir. Sin duda, estaba convencida de que su reacción forzada no hacía más que aumentar su culpabilidad a los ojos de los demás. Le pareció curioso que Bennett la hubiese telefoneado justo antes. Aunque no creía demasiado en las conspiraciones, de repente empezó a contemplar esa posibilidad.

– ¿Y por qué iba a necesitar un abogado?

Massey miró a Fisher, quien se volvió hacia Reynolds. -Hemos recibido una llamada telefónica del abogado que representa a tu esposo en el divorcio.

– Entiendo. Bueno, acabo de recibir una llamada de mi abogada y les garantizo que ignoro por completo cómo ha llegado ese dinero a las cuentas.

– ¿ Ah, sí?-dijo Massey con expresión escéptica-. ¿Así que dice que es un error que alguien ingresara cien mil dólares en cuentas a nombre de sus hijos hace poco, capital que sólo usted controla?

– Digo que no sé qué pensar. Pero lo descubriré, se lo aseguro.

– El que ocurriera en fechas tan recientes, como comprenderá, nos preocupa profundamente -aseveró Massey. -No tanto como a mí. Mi reputación está en juego.

– De hecho, lo que nos preocupa es la reputación del FBI -terció Fisher con rotundidad.

Reynolds le dedicó una mirada gélida y luego se dirigió a Massey.

– No sé qué está pasando. Investiguen lo que quieran, no tengo nada que ocultar.

Massey clavó la vista en una carpeta que tenía ante sí.

– ¿Está absolutamente segura de ello?

Reynolds observó la carpeta. Se trataba de una técnica de interrogatorio clásica. Ella misma la había empleado. Consistía en marcarse un farol sugiriendo que se tenían pruebas incriminatorias contra el sospechoso, pillarlo en una mentira y confiar en que confesase. La diferencia era que ella no sabía si Massey estaba marcándose un farol o no. De pronto se dio cuenta de lo que era estar al otro lado en un interrogatorio. No le hacía ninguna gracia.

– ¿Absolutamente segura de qué? -inquirió, intentando ganar tiempo.

– De que no tiene nada que ocultar.

– La duda ofende, señor.

Massey dio un golpecito en la carpeta con el dedo índice.

– ¿Sabe lo que de verdad me aflige de la muerte de Ken Newman? El hecho de que la noche de su asesinato él la había relevado, siguiendo sus instrucciones. De no ser por esa orden, todavía estaría vivo. ¿Y usted?

Reynolds enrojeció de furia y se levantó de inmediato.

– ¿Me está acusando de estar implicada en la muerte de Ken?

– Siéntese, por favor, agente Reynolds.

– ¿Me está acusando?

– Digo que la coincidencia, si es que lo es, me preocupa.

– Fue una coincidencia -afirmó Reynolds- porque resulta que yo no sabía que había alguien allí esperándolo para matarlo. Si lo recuerda, llegué casi a tiempo de impedirlo.

– Casi a tiempo. Qué oportuno. Casi como una coartada perfecta. ¿Una coincidencia o una sincronización perfecta?

– Quizá demasiado perfecta. -Massey la fulminó con la mirada.

– Estaba trabajando en otro caso y acabé antes de lo previsto. Howard Constantinople puede confirmarlo.

– Oh, tenemos intención de hablar con Connie. Usted y él son amigos, ¿no?

– Somos compañeros de trabajo.

– Estoy seguro de que él no diría nada que la implicara en modo alguno.

– Estoy segura de que si le preguntan les dirá la verdad.

– ¿Entonces sostiene que la muerte de Ken Newman y el dinero aparecido en su cuenta no guardan relación alguna? -preguntó Massey.

– Permítame que se lo diga con mayor claridad. ¡Todo esto es una estupidez! Si fuera culpable, ¿por qué iba a pedir a alguien que ingresara cien de los grandes en una de mis cuentas en un momento tan cercano al asesinato de Ken? ¿No le parece demasiado obvio?

– Pero en realidad no era su cuenta, ¿verdad? Estaba a nombre de sus hijos. Y según el departamento de personal, no le toca someterse a una investigación del FBI hasta dentro de dos años. Dudo que el dinero estuviera todavía en la cuenta y, para entonces, estoy seguro de que tendría una buena respuesta en caso de que alguien descubriera que ese dinero había estado allí. Lo cierto es que si el abogado de su esposo no lo hubiera sacado a la luz, nadie lo sabría. Eso difícilmente podría calificarse de obvio.

– De acuerdo, si no es un error entonces alguien me ha tendido una trampa.

– ¿Y quién exactamente haría una cosa así? -preguntó Massey.

– La persona que mató a Ken e intentó matar a Faith Lockhart. Tal vez tema que me esté acercando demasiado.

– Así que Danny Buchanan está intentando tenderle una trampa, ¿es eso lo que está diciendo?

Reynolds miró al abogado del FBI y al representante de la ORP.

– ¿Están autorizados para escuchar esto?

– Tu investigación ha quedado relegada a un segundo plano después de las acusaciones recientes -declaró Fisher. Los ojos de Reynolds centellearon con ira creciente.

– ¿Acusaciones? ¡Son tonterías sin fundamento!

Massey abrió la carpeta.

– Entonces considera una tontería investigar por su cuenta las finanzas de Ken Newman?

Al oír esas palabras, Reynolds se quedó helada y se sentó con brusquedad. Presionó la mesa con las palmas sudadas de la mano e intentó controlar sus emociones. Su carácter no estaba haciéndole ningún bien. Estaba en sus manos. De hecho, Fisher y Massey intercambiaron lo que ella interpretó como miradas complacidas ante su obvio malestar.

– Hemos hablado con Anne Newman. Nos ha contado todo lo que has hecho -explicó Fisher-. Ni siquiera soy capaz de enumerar las normas del FBI que has infringido.

– Intentaba proteger a Ken y a su familia.

– ¡Vamos, por favor! -exclamó Fisher.

– ¡Es cierto! Pensaba informar a la ORP después del funeral.

– Qué consideración por tu parte -comentó Fisher en tono sarcástico.

– ¿Por qué no te vas a la mierda, Paul?

– Agente Reynolds, modere su vocabulario -ordenó Massey.

Reynolds se recostó en el asiento y se frotó la frente.

– ¿Puedo preguntar cómo descubrieron lo que estaba haciendo? ¿Anne Newman acudió a ustedes?

– Si no le importa, nosotros formularemos las preguntas. -Massey se inclinó hacia adelante y colocó los dedos en forma de pirámide-. ¿Qué encontró exactamente en esa caja de seguridad?

– Dinero. Mucho. Miles de dólares.

– ¿Y los documentos financieros de Newman?

– Ingresos sin explicación.

– También hemos hablado con la sucursal bancaria que visitó. Usted les dijo que no permitieran que nadie accediera a la caja. Y le pidió a Anne Newman que no se lo contara a nadie, ni siquiera a alguien del FBI.

– No quería que ese dinero cayese en manos de nadie. Era una prueba importante. Y le pedí a Anne que no dijera nada hasta que yo tuviera la oportunidad de investigar un poco más. Lo hice para protegerla, hasta que descubriera quién estaba detrás de todo aquello.

– ¿O acaso quería ganar tiempo para quedarse con el dinero? Teniendo en cuenta que Ken estaba muerto y que por lo visto Anne Newman no estaba al corriente de lo que contenía la caja de seguridad, usted sería la única que sabría de la existencia del dinero. -Massey la miró fijamente; sus diminutos ojos parecían dos balas a punto de alcanzarla.