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– ¿Piensas salir? -preguntó Lee.

– A cenar. Estoy muerta de hambre.

– Iba a preparar algo.

– Prefiero cenar fuera. Me está entrando claustrofobia.

– ¿Y adónde vas?

– Bueno, de hecho, pensaba que iríamos juntos.

Lee bajó la mirada hacia sus pantalones caquis descoloridos, las chanclas y el polo de manga corta.

– Voy un poco andrajoso comparado contigo.

– Vas bien. -Faith reparó en el arma enfundada-. De todos modos, yo dejaría la pistola.

Lee se fijó en el vestido.

– Faith, no sé si irás muy cómoda en la Honda con eso.

– El club de campo está a menos de un kilómetro calle arriba. Tiene un restaurante abierto al público. Podríamos ir andando. Creo que hará una noche estupenda.

Lee asintió, convencido de que lo mejor era salir, por una infinidad de razones.

– Parece buena idea. Enseguida estoy.

Subió corriendo las escaleras y dejó la pistola en un cajón de la habitación. Se lavó la cara, se humedeció un poco el cabello, tomó su chaqueta y se reunió con Faith, que estaba activando la alarma, en la puerta principal. Salieron de la casa y cruzaron el camino de acceso. Al llegar a la acera, que discurría paralela a la carretera principal, caminaron bajo un cielo cuyo color había pasado del azul al rosa con la puesta de sol. Las farolas se habían encendido en las zonas comunes y los aspersores se habían pues-to en marcha. El sonido del agua a presión relajaba a Lee. Observó que las luces conferían un ambiente especial al paseo. El lugar parecía despedir un brillo casi etéreo, como si se hallaran en el decorado perfectamente iluminado de una película.

Lee alzó la vista a tiempo de ver un bimotor preparándose para el aterrizaje. Negó con la cabeza.

– Me he llevado un susto de muerte la primera vez que he visto ese aparato esta mañana.

– Yo también me habría asustado, si no fuera porque vine aquí por primera vez en una de esas avionetas. Es el último vuelo del día. Ahora ya está demasiado oscuro.

Llegaron al restaurante, decorado con un inconfundible estilo náutico: un gran timón en la entrada principal, cascos de escafandra colgados de las paredes, redes de pescar suspendidas del techo, paredes recubiertas de pino nudoso, pasamanos y barandillas de cuerda y un acuario enorme lleno de castillos, flora y un extraño surtido de peces. Los camareros eran jóvenes, dinámicos e iban vestidos con el uniforme propio de la tripulación de un crucero. La que los atendió era especialmente vivaracha. Les preguntó qué deseaban beber. Lee optó por un té helado. Faith pidió vino con soda. Una vez que hubo tomado nota, la camarera procedió a recitarles los platos del día con un agradable aunque un tanto tembloroso tono de contralto. Cuando se marchó, Faith y Lee intercambiaron una mirada y no pudieron evitar reírse.

Mientras esperaban las bebidas, Faith echó un vistazo a la sala.

Lee le clavó la mirada.

– ¿Ves a alguien conocido?

– No. No salía mucho cuando venía aquí. Me daba miedo encontrarme con algún conocido.

– Tranquilízate. No te pareces a Faith Lockhart. -La examinó de arriba abajo-. Y debía haberlo dicho antes pero estás… bueno, estás muy guapa esta noche. Quiero decir que muy bien. -De repente pareció avergonzado-. No es que no estés bien siempre. Me refería a que… -Al notar que se le trababa la lengua, Lee se calló, se recostó en el asiento y leyó detenidamente la carta.

Faith lo miró, sintiéndose igual de incómoda que él, sin duda, pero con un atisbo de sonrisa en los labios.

– Gracias.

Pasaron allí dos agradables horas, hablando de temas intrascendentes, contándose cosas del pasado y conociéndose mejor el uno al otro. Como era temporada baja y día laborable, había pocos clientes. Terminaron de cenar, tomaron un café y compartieron una porción grande de pastel de coco. Pagaron en efectivo y dejaron una buena propina, que probablemente haría que su camarera se fuera cantando hasta su casa.

Faith y Lee regresaron caminando despacio, disfrutando del aire fresco de la noche y digiriendo la cena. Sin embargo, en vez de ir a la casa, Faith guió a Lee hasta la playa después de dejar el bolso junto a la puerta trasera de la casa. Se quitó las sandalias y prosiguieron su paseo por la arena. Había oscurecido por completo, soplaba una brisa ligera y refrescante y tenían toda la playa para sí.

Lee se volvió hacia ella.

– Salir ha sido buena idea -dijo-. Me lo he pasado muy bien.

– Puedes ser encantador cuando quieres.

Lee se mostró molesto por unos instantes hasta que se percató de que estaba bromeando.

– Supongo que salir juntos ha sido como empezar de nuevo.

– Eso también me ha pasado por la cabeza. -Faith se detuvo y se sentó en la playa, hundiendo los pies en la arena. Lee se quedó de pie, contemplando el océano-. ¿Qué hacemos ahora, Lee?

Se sentó junto a ella, se quitó los zapatos y dobló los dedos de los pies bajo la arena.

– Sería fantástico que pudiéramos quedarnos aquí, pero creo que no es posible.

– ¿Y adónde vamos? Ya no me quedan más casas.

– He estado pensando sobre el tema. Tengo buenos amigos en San Diego. Son investigadores privados como yo. Conocen a todo el mundo. Si hablo con ellos, estoy seguro de que nos ayudarán a cruzar la frontera de México.

A Faith no pareció entusiasmarle la idea.

– ¿México? ¿Y una vez allí?

Lee se encogió de hombros.

– No lo sé. Quizá podríamos conseguir pasaportes falsos y utilizarlos para ir a América del Sur.

– ¿A América del Sur? ¿Y qué hacemos, tú trabajas en las plantaciones de coca y yo en un burdel?

– Mira, he estado allí. No sólo hay drogas y prostitución. Tendremos muchas opciones.

– ¿Dos prófugos de la justicia con sabe Dios quién más pisándoles los talones? -Faith dirigió la vista a la arena y negó con la cabeza para dejar claras sus reservas al respecto.

– Si se te ocurre algo mejor, soy todo oídos -afirmó Lee.

– Tengo dinero. Mucho, en una cuenta numerada en Suiza.

Lee la miró con escepticismo.

– ¿0 sea que eso existe de verdad?

– Por supuesto. Y todas esas conspiraciones a escala global de las que has oído hablar y las organizaciones secretas que controlan el país, también. Pues, sí, todo es verdad. -Faith sonrió y le lanzó un puñado de arena.

– Bueno, si los federales registran tu casa o tu despacho, ¿encontrarán documentos relacionados con eso? Si saben los números de cuenta pueden rastrearla y localizar el dinero.

– La razón por la que la gente tiene cuentas numeradas en Suiza es por la confidencialidad absoluta. Si los banqueros suizos se dedicaran a dar información a todo aquel que la pidiese, su sistema entero se iría al traste.

– El FBI no es cualquiera.

– No te preocupes. No guardo ningún documento. Llevo toda la información de acceso conmigo.

Lee no parecía estar convencido.

– ¿Y tienes que ir a Suiza para disponer del dinero? Porque eso sería más bien imposible, ¿sabes?

– Fui allí a abrir la cuenta. El banco nombró a un fiduciario, un empleado del banco, con poder notarial para gestionar la transacción en persona. Es una operación bastante compleja. Hay que mostrar los números de acceso, demostrar la identidad real, firmar y entonces comparan la firma con la que ellos tienen registrada.

– Y a partir de ahí, ¿tú llamas al fiduciario y él hace lo que le digas?

– Correcto. Ya he realizado pequeñas transacciones con anterioridad, para asegurarme de que funcionaba. Es la misma persona. Conoce mi voz. Le doy los números y los datos de la cuenta a la que quiero enviar el dinero. Y funciona.

– Ya sabes que no puedes transferirlo a la cuenta corriente de Faith Lockhart.

– No, pero tengo una cuenta aquí a nombre de SLC Corporation.

– ¿Y consta tu firma como directiva? -preguntó Lee.

– Sí, a nombre de Suzanne Blake.

– El problema radica en que los federales conocen ese nombre. Por lo del aeropuerto, ¿recuerdas?

– ¿Sabes cuántas Suzanne Blake hay en este país? -repuso Faith.

Lee se encogió de hombros.

– Tienes razón.

– Así que por lo menos dispondremos de dinero para vivir. No nos durará eternamente, pero algo es algo.

– Más vale eso que nada.

Permanecieron en silencio durante unos minutos. Faith posaba los ojos alternativamente en él y en el mar.

Lee advirtió que lo escudriñaba.

– ¿Qué pasa? ¿Tengo restos de pastel de coco en la barbilla?

– Lee, cuando llegue el dinero puedes quedarte con la mitad y marcharte. No hace falta que sigas conmigo.

– Faith, esto ya lo hemos hablado.

– No, no es cierto. Prácticamente te ordené que vinieras conmigo. Sé que volver sin mí te causaría problemas, pero por lo menos tendrás dinero para ir a algún sitio. Mira, incluso puedo llamar al FBI. Les diré que tú no estás implicado. Que me ayudaste a ciegas. Y que yo te di esquinazo. Así podrás volver a casa.

– Gracias, Faith, pero vayamos por partes. No me marcharé hasta que sepa que te encuentras a salvo.

– ¿Estás seguro?

– Sí, completamente. No me iré a menos que me lo pidas e, incluso en ese caso, te vigilaré para asegurarme de que estás bien.

Faith alargó la mano y le tomó el brazo.

– Lee, nunca podré agradecerte todo lo que has hecho por mí.

– Considérame el hermano mayor que nunca tuviste.

Sin embargo, la mirada que intercambiaron destilaba algo más que cariño fraternal. Lee se volvió hacia la arena intentando mantener la cabeza fría. Faith volvió a dirigir la vista hacia el mar. Cuando Lee se volvió hacia ella de nuevo al cabo de un minuto, Faith sacudía la cabeza y sonreía.

– ¿En qué piensas? -preguntó Lee.

Faith se levantó.

– Estoy pensando que me gustaría bailar.

Lee la observó sorprendido.

– Bailar? ¿Tan borracha estás?

– ¿Cuántas noches nos quedan aquí? ¿Dos? ¿Tres? Luego quizá seamos fugitivos durante el resto de nuestras vidas. Vamos, Lee, es nuestra última oportunidad para divertirnos. -Se quitó el suéter y lo dejó caer en la arena. El vestido blanco tenía unos tirantes muy finos. Se los bajó de los hombros, le dedicó un guiño que lo dejó mudo y extendió los brazos para que Lee la tomara de las manos-. Vamos, muchachote.

– Estás loca, de verdad. -No obstante, Lee le asió las manos y se puso en pie-. Te advierto, hace mucho tiempo que no bailo.

– Eres boxeador, ¿no? Tu juego de piernas seguramente es mejor que el mío. Yo empiezo y luego tú me llevas.