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Se quitó de encima de ella y se dirigió al baño dando traspiés. En cuanto llegó al inodoro, la cerveza y la cena salieron mucho más deprisa de lo que habían entrado. Acto seguido, perdió el conocimiento sobre los caros azulejos italianos que revestían el baño.

El cosquilleo de la toalla fría contra la frente lo hizo volver en sí. Faith estaba detrás de él, sosteniéndolo contra el pecho. Llevaba una especie de camiseta de manga larga. Distinguió sus pantorrillas alargadas y musculosas y sus dedos de los pies finos y curvos. Lee notó que una toalla gruesa le rodeaba la cintura. Todavía estaba mareado y tenía frío, le castañeteaban los dientes. Ella lo ayudó a incorporarse y luego a ponerse en pie rodeándole la cintura con el brazo. Él llevaba unos calzoncillos. Debió de habérselos puesto ella pues él habría sido incapaz. Se sentía como si hubiese pasado dos días atado de pies y manos a un helicóptero en marcha. Volvieron juntos a la cama, ella le echó una mano para acostarse y lo tapó con la sábana y el edredón.

– Dormiré en la otra habitación -murmuró ella.

Lee no dijo nada y se negó a abrir los ojos una vez más. Oyó que Faith se dirigía a la puerta.

– Lo siento, Faith -dijo cuando ella estaba a punto de salir de la habitación. Tragó saliva; tenía la lengua hinchada como una maldita pelota.

Antes de que cerrara la puerta, la oyó hablar en voz baja. -No te lo creerás, Lee, pero yo lo siento más que tú.