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Brooke Reynolds escrutó el interior del banco con la mirada. Acababan de abrir y no había más clientes. Si alguien la hubiera observado, quizá habría pensado que estaba reconociendo el terreno para un atraco futuro. Esa idea ocasionó que una extraña sonrisa se le dibujara en el rostro. Había preparado varias formas de presentarse, pero el joven sentado detrás de la mesa que, según la placa que tenía frente a él, era el director adjunto de la sucursal, se le adelantó.

Levantó la mirada al ver que se acercaba.

– ¿En qué puedo ayudarla? -Abrió los ojos más de lo normal cuando le mostró las credenciales del FBI y se sentó mucho más erguido, como si deseara demostrarle que tras esa apariencia juvenil se ocultaba una persona madura-. ¿Hay algún problema?

– Necesito su ayuda, señor Sobel -dijo Reynolds, llamándolo por el nombre de la placa de latón-. Para una investigación que lleva a cabo el FBI.

– Por supuesto, claro, la ayudaré en lo que sea -se ofreció él. Reynolds se sentó frente a él y habló en voz baja pero sin rodeos.

– Tengo la llave de una caja de seguridad de este banco. La conseguimos durante la investigación. Creemos que lo que hay en esa caja podría acarrear consecuencias graves. Así pues, tengo que abrirla.

– Entiendo. Bueno, eh…

– Tengo el extracto de cuenta, por si sirve de algo.

A los banqueros les encantaba el papeleo, y cuantos más números y estadísticas, mejor. Le pasó el documento.

Él examinó el extracto.

– ¿Le suena el nombre de Frank Andrews? -preguntó ella. -No -respondió él-. Pero sólo llevo una semana en esta oficina. Esta fusión bancaria nunca termina.

– No lo dudo; incluso el Gobierno está haciendo recortes.

– Espero que no les afecte a ustedes. Cada día se cometen más crímenes.

– Supongo que al trabajar en un banco se ven muchos. El joven pareció enorgullecerse y sorbió el café.

– Oh, podría contarle infinidad de historias.

– No lo dudo. ¿Hay algún modo de saber con qué frecuencia abría la caja el señor Andrews?

– Por supuesto. Ahora esa información la pasamos al ordenador. -Introdujo el número de cuenta en la computadora y esperó a que procesara los datos-. ¿Le apetece un café, agente Reynolds?

– No, gracias. ¿Qué dimensiones tiene la caja?

Él echó una mirada al extracto.

– A juzgar por la cuota mensual es una de lujo, el doble de ancha.

– Supongo que tiene mucha capacidad.

– Son muy espaciosas. -Se inclinó hacia adelante y susurró-: Seguro que este asunto está relacionado con las drogas, ¿no? Blanqueo de dinero, ¿es eso? He asistido a un cursillo sobre el tema.

– Lo siento, señor Sobel, la investigación está en curso y no puedo hacer ningún comentario. Estoy segura de que lo comprende.

El director adjunto se recostó de nuevo en el asiento. -Claro. Por supuesto. Todos tenemos normas… No se imagina los problemas con los que lidiamos en este lugar.

– No lo dudo. ¿Ha aparecido algo en el ordenador?

– Ah, sí. -Sobel examinó la pantalla-. De hecho ha estado por aquí bastante a menudo. Si quiere puedo imprimirle esta información.

– Me resultaría de gran ayuda.

Poco después, camino de la cámara acorazada, Sobel comenzó a ponerse nervioso.

– Me preguntaba si no debería pedir permiso primero. Me refiero a que estoy seguro de que no tendrán ningún inconveniente pero, aun así, son sumamente estrictos respecto del acceso a las cajas de seguridad.

– Lo entiendo, pero creí que el director adjunto de la oficina poseía suficiente autoridad. No pienso llevarme nada, sólo voy a examinar el contenido. Y según lo que encuentre, quizá haya que confiscar la caja. No es la primera vez que el FBI se ve obligado a hacer algo así. Asumo plena responsabilidad. No se preocupe.

Eso pareció tranquilizar al joven, que la guió hasta la cámara acorazada. Tomó la llave de Reynolds y la maestra y extrajo la gran caja.

– Disponemos de una habitación privada donde puede examinarla.

La acompañó a un pequeño recinto y Reynolds cerró la puerta. Tomó aire y notó que tenía las palmas de la mano sudadas. Aquella caja quizá contuviera algo capaz de hacer añicos la vida y quizá la carrera de varias personas. Levantó la tapa despacio. Lo que vio la hizo maldecir entre dientes.

El dinero estaba bien liado con gomas elásticas gruesas; eran billetes viejos. Hizo un recuento rápido. Decenas de miles. Bajó la tapa.

Cuando abrió la puerta encontró a Sobel esperándola fuera de la habitación. El joven introdujo de nuevo la caja en la cámara acorazada.

– Podría ver la firma en el registro de esta caja?

Él le enseñó el libro de firmas. Era la letra de Ken Newman; la conocía bien. Un agente del FBI asesinado y una caja llena de dinero registrada con un nombre falso. Necesitarían la ayuda de Dios.

– ¿Ha encontrado algo útil? -inquirió Sobel.

– Esta caja queda confiscada. Si aparece alguien que quiera abrirla debe llamar inmediatamente a estos números. -Le entregó su tarjeta.

– Es grave, ¿no? -De repente Sobel pareció alegrarse muy poco de haber sido destinado a aquella oficina.

– Le agradezco su ayuda, señor Sobel. Seguiremos en contacto.

Reynolds regresó a su coche y condujo lo más rápidamente posible hacia la casa de Anne Newman. La telefoneó desde el coche para cerciorarse de que estaba allí. Faltaban tres días para que se celebrase el funeral. Sería una ceremonia a lo grande, a la que asistirían altos cargos del FBI y de los cuerpos de policía de todo el país. El desfile de vehículos funerarios sería especialmente largo y pasaría entre columnas de agentes federales sombríos y respetuosos, así como hombres y mujeres de azul. El FBI enterraba a los agentes que morían en el cumplimiento del deber con el honor y la dignidad que se merecían.

– ¿Qué has descubierto, Brooke? -Anne Newman llevaba un vestido negro, un bonito peinado y se había maquillado ligeramente. Reynolds oyó voces procedentes de la cocina. Al llegar había visto dos coches aparcados frente a la casa. Probablemente se tratara de familiares o amigos que habían ido a darle el pésame. También reparó en las bandejas de comida que había sobre la mesa del comedor. Por irónico que resultara, parecía que la comida y las condolencias iban de la mano; por lo visto el dolor se digería mejor con el estómago lleno.

– Tengo que ver los extractos de vuestras cuentas bancarias. ¿Sabes dónde están?

– Bueno, Ken era quien se encargaba de las cuestiones económicas, pero supongo que están en su estudio. -Condujo a Reynolds por el pasillo y entraron en el estudio de Ken Newman.

– ¿Teníais tratos con más de un banco?

– No. Eso sí lo sé. Siempre recojo el correo. Sólo hay un banco. Y sólo tenemos una cuenta corriente, ninguna de ahorros. Ken decía que los intereses que pagaban eran una miseria. Los números se le daban muy bien. Tenemos algunas acciones rentables y los niños tienen sus cuentas para la universidad.

Mientras Anne buscaba los extractos, Reynolds paseó la mirada por la habitación. Había numerosas cajas de plástico duro de distintos colores apiladas en una estantería. Aunque en su primera visita se había fijado en las monedas empaquetadas en plástico transparente, no había reparado en aquellos receptáculos.

– ¿Qué hay en esas cajas?

Anne dirigió la vista hacia donde ella señalaba.

– Oh, son los cromos de béisbol de Ken. También hay monedas. Sabía mucho del tema. Incluso siguió un cursillo y aprendió a clasificar los cromos y las monedas. Casi cada fin de semana asistía a algún que otro evento. -Apuntó al techo-. Por eso hay un detector de incendios aquí. Ken tenía miedo de que estallara un incendio, sobre todo en este cuarto. Hay mucho papel y plástico. Ardería en cuestión de segundos.

– Me sorprende que tuviera tiempo para coleccionar.

– Bueno, lo encontraba. Era algo que le encantaba.

– ¿Tú o los niños lo acompañabais en alguna ocasión?

– No. Nunca nos lo pidió.

El tono de la respuesta hizo que Reynolds dejara de interrogarla al respecto.

– Odio preguntártelo, pero ¿tenía Ken un seguro de vida?

– Sí, uno bueno.

– Por lo menos no tendrás que preocuparte por eso. Ya sé que no sirve de consuelo, pero hay mucha gente que nunca piensa en esas cosas. Es evidente que Ken deseaba que no os faltara de nada si le ocurría algo. Los actos de amor a menudo expresan mejor los sentimientos que las palabras.

Reynolds era sincera aunque esa última afirmación había sonado tan increíblemente forzada que decidió no hablar más del tema.

Anne extrajo una libreta roja de poco menos de diez centímetros y se la pasó a Reynolds.

– Creo que esto es lo que estás buscando. Hay más en el cajón. Ésta es la última.

Reynolds observó el cuaderno. En la cubierta frontal había una etiqueta plastificada que indicaba que contenía los extractos de la cuenta corriente del año en curso. La abrió. Los extractos estaban bien etiquetados y ordenados cronológicamente por mes, empezando por el más reciente.

– Las facturas pagadas están en el otro cajón. Ken las tenía clasificadas por años.

¡Dios! Reynolds guardaba sus documentos bancarios sin ordenar en varios cajones del dormitorio e incluso del garaje. Cuando llegaba el momento de hacer la declaración de la renta, la casa de Reynolds se asemejaba a la peor pesadilla de un contable.

– Anne, sé que tienes visitas. Puedo revisar esto yo sola.

– Puedes llevártelo, si quieres.

– Si no te importa lo miraré aquí.

– De acuerdo. ¿Quieres algo de comer o de beber? Comida no nos falta, y acabo de poner la cafetera.

– De hecho, me tomaría un café con mucho gusto, gracias. Con un poco de leche y azúcar.

De repente, Anne pareció nerviosa.

– Todavía no me has dicho si has descubierto algo.

– Quiero estar absolutamente segura antes de hablar. No quiero equivocarme. -Cuando Reynolds miró a la pobre mujer, la invadió un enorme sentimiento de culpa. Sin saberlo, estaba ayudándola a empañar la reputación de su esposo-. ¿Cómo lo llevan los chicos? -preguntó Reynolds, esforzándose al máximo para reprimir la sensación de traición.

– Como lo llevaría cualquier chico, supongo. Tienen dieciséis y diecisiete años respectivamente, por lo que comprenden mejor las cosas que un niño de cinco años. Pero sigue siendo duro para ellos. Para todos nosotros. Si ahora no estoy llorando es porque creo que esta mañana he agotado las lágrimas. Los he mandado al instituto porque me ha parecido que no sería peor que estar aquí sentados viendo desfilar a un montón de personas que hablan de su padre.