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Lee asió un paquete de seis Red Dog del frigorífico y al salir cerró la puerta lateral de un portazo. Se detuvo junto a la Honda, preguntándose si no debía montar en la monumental moto y correr hasta agotar la gasolina, el dinero o la cordura. Acto seguido se le ocurrió otra posibilidad. Podría acudir a los federales por su cuenta, entregar a Faith y decir que no sabía nada del asunto. Porque no sabía nada. Él no había hecho nada malo. Y no debía nada a esa mujer. De hecho, ella no había sido sino una fuente de misterio, terror y experiencias que a punto habían estado de costarle la vida. Entregarla debería resultarle fácil. Entonces, ¿por qué demonios se resistía a hacerlo?

Salió por la verja trasera y recorrió el camino que discurría más allá de las dunas. Lee tenía la intención de sentarse en la arena, contemplar el mar y beber cerveza hasta que, una de dos, o su cerebro dejara de funcionar o se le ocurriera un plan brillante que los salvara a los dos. O por lo menos a él. Por algún motivo, se volvió para observar la casa por unos instantes. En el dormitorio de Faith había luz. Las persianas estaban bajadas pero no cerradas.

Lee se puso tenso cuando Faith entró en su campo de visión. No cerró las persianas. Cruzó la habitación, desapareció en el baño durante un rato y luego reapareció. Cuando empezó a desvestirse, Lee echó un vistazo alrededor para cerciorarse de que nadie lo veía mientras la espiaba. Si alguien lo denunciaba por mirón, la policía pondría la guinda a un día espectacular en la encantadora vida de Lee Adams. No obstante, las otras casas estaban a oscuras, por lo que podía continuar practicando el voyeurismo sin problemas. Faith se quitó primero la camisa y luego los pantalones. Fue despojándose de la ropa hasta que su cuerpo llenó toda la ventana. Además, no se puso un pijama ni una camiseta. Al parecer esta acaudalada cabildera convertida en una especie de Juana de Arco dormía en cueros. Lee vio con claridad todo aquello que la toalla había insinuado. Quizá supiera que él se hallaba allí y estuviera ofreciéndole un espectáculo privado. ¿Por qué? ¿Como compensación por destruir su vida? La luz del dormitorio se apagó y Lee abrió una cerveza, se dio vuelta y se encaminó a la playa. El espectáculo había terminado.

Cuando llegó a la arena ya había apurado la primera cerveza. La marea empezaba a subir y no tuvo que ir demasiado lejos para que el agua le llegara por encima de los tobillos. Abrió otra cerveza y se adentró más, hasta que le llegó a las rodillas. El agua estaba helada pero se internó todavía más, casi hasta la entrepierna; entonces se detuvo por una cuestión práctica: una pistola mojada no resultaba de especial utilidad.

Regresó a la arena, tiró la cerveza, se quitó las zapatillas llenas de agua y arrancó a correr. Estaba cansado, pero parecía que las piernas se le movían por propia voluntad mientras él espiraba grandes bocanadas de vaho. Recorrió un kilómetro y medio a una velocidad que le pareció inaudita. Acto seguido, se desplomó sobre la arena al tiempo que inspiraba el oxígeno del aire húmedo. Pasó de tener calor a sentir escalofríos. Pensó en sus padres y en sus hermanos. Imaginó a su hija Renee de pequeña, cayéndose de su gran caballo y llamando a papá a gritos hasta cansarse al ver que no aparecía. Era como si se le hubiera invertido el flujo sanguíneo; retrocedía porque no sabía adónde ir. Le pareció que las paredes de su cuerpo cedían, incapaces de contener sus entrañas.

Se levantó con las piernas temblorosas y corrió con paso vacilante hacia donde había dejado la cerveza y las zapatillas. Se sentó en la arena durante un rato, escuchó los bramidos que le dedicaba el océano y se bebió otras dos latas de Red Dog. Entrecerró los ojos para escrutar la oscuridad. Tenía gracia. Unas cuantas cervezas y veía con claridad el final de su vida en la línea del horizonte. Siempre se había preguntado cuándo ocurriría. Ahora lo sabía. A los cuarenta y un años, tres meses y catorce días, el Altísimo había expedido su billete. Levantó la mirada hacia el cielo y saludó con la mano. «Muchas gracias, Dios.»

Se levantó y se dirigió a la casa pero, en vez de entrar, fue al patio cercado, dejó la pistola sobre la mesa, se desvistió y se zambulló en la piscina. Calculó que la temperatura del agua era de unos treinta grados. Los escalofríos le desaparecieron al momento y se sumergió hasta el fondo, lo tocó, intentó hacer el pino al tiempo que expulsaba agua con cloro por los orificios de la nariz y luego se quedó flotando boca arriba, contemplando el cielo moteado de nubes. Nadó un poco más, practicó su crol y el estilo braza y a continuación se acercó al borde a fin de beberse otra cerveza.

Salió de la piscina y meditó sobre la ruina de su vida y sobre la mujer que la había causado. Volvió a zambullirse, hizo varios largos más y luego salió del agua definitivamente. Bajó los ojos, sorprendido. Aquello sí que tenía gracia. Levantó la vista hacia la ventana a oscuras. ¿Estaba dormida? ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo demonios podía estar dormida después de todo lo sucedido?

Lee decidió averiguarlo. Nadie podía destrozarle la vida y sumirse acto seguido en un plácido sueño. Volvió a mirarse el cuerpo. ¡Mierda! Echó un vistazo a su ropa mojada y llena de arena y se volvió de nuevo hacia la ventana. Apuró otra lata de cerveza con tragos rápidos, en aparente sincronía con su pulso acelerado. No necesitaría los trapos. También dejaría la pistola ahí abajo. Si las cosas se ponían feas, no quería que empezara a llover plomo. Lanzó la última lata de Red Dog por encima de la verja, sin abrir, para que los pájaros la abrieran y se emborrachasen. ¿Por qué iba a divertirse sólo él?

Abrió la puerta lateral con sigilo y subió las escaleras de dos en dos. Pensó en abrir de una patada la puerta del dormitorio pero la encontró entornada. La empujó, se asomó al interior y permitió que sus ojos se acostumbraran poco a poco a la oscuridad. La distinguió en la cama, un bulto alargado. «Un bulto alargado», pensó. Para su mente saturada de alcohol esa frase resultaba sumamente graciosa. Dio tres pasos rápidos y se plantó junto a la cama.

Faith levantó la mirada hacia él.

– Lee.

No lo dijo como una pregunta. Era una sencilla afirmación que para él no tenía significado.

Sabía que ella había visto que estaba desnudo. Incluso en la oscuridad confiaba en que Faith notara su grado de excitación. Lee apartó las sábanas de golpe.

– ¿Lee? -repitió ella, esta vez en tono de pregunta.

Él contempló las delicadas curvas y la suavidad de su cuerpo desnudo. Se le aceleró el pulso, la sangre corría por sus venas a una velocidad de vértigo, confiriendo una potencia diabólica a un hombre que había sido tratado con injusticia. Se abrió camino entre sus piernas con brusquedad y se dejó caer sobre su pecho. Ella no opuso resistencia, no parecía tener fuerzas. Él empezó a besarla por el cuello pero se detuvo. No se trataba de eso. No había lugar para la ternura. La agarró con fuerza de las muñecas.

Faith seguía tumbada, sin abrir la boca, sin exigirle que la soltara. Eso lo enojaba. Le respiró con fuerza en la cara. Quería que supiera que era por la cerveza, no por ella. Quería que sintiera, que supiera que no era por ella ni por su aspecto ni por los sentimientos que él pudiera albergar hacia ella ni nada por el estilo. Era un cabrón borracho con los ojos enrojecidos, y ella era una presa fácil. No había nada más. Dejó de apretar fuerte. Quería que gritara, que lo abofeteara con todas sus fuerzas. Entonces se detendría, no antes.

La voz de ella se oyó por encima de los sonidos que él mismo emitía.

– Te agradecería que me quitaras los codos del pecho.

Sin embargo él no estaba dispuesto a parar; siguió adelante. Codo duro contra piel suave. El rey y la campesina. «Vamos, Faith, dámelo todo», pensó.

– No hace falta que lo hagas así.

– ¿Se te ocurre otro modo? -preguntó él arrastrando las palabras.

La última vez que había estado casi igual de borracho había sido durante un permiso de la Marina en la ciudad de Nueva York. Sentía intensas palpitaciones en las sienes. Cinco cervezas, unas cuantas copas de vino y ya estaba como una cuba. Cielos, se estaba haciendo viejo.

– Yo encima. Obviamente estás demasiado borracho como para saber lo que haces -dijo ella en tono categórico, como haciéndole un reproche.

– ¿Encima? ¿Siempre mandando, incluso en la cama? Vete a la mierda. -La sujetó con tanta fuerza de las muñecas que sus dedos pulgar e índice se tocaban. Faith aguantó la situación sin proferir un quejido aunque Lee notó que el dolor le recorría el cuerpo, tenso bajo su peso. Le toqueteó los pechos y las nalgas, le pasó la mano con violencia por las piernas y el torso. Sin embargo, no hizo el menor intento de penetrarla. Y no era porque estuviera demasiado borracho para poner en marcha el mecanismo, sino porque ni siquiera el alcohol lo impulsaría a hacerle eso a una mujer. Mantuvo los ojos cerrados, no quería mirarla. No obstante, pegó su rostro al de ella. Quería que Faith oliera el hedor de su sudor, que se empapara de la mezcla de cebada y lúpulo que provocaba su lujuria.

– Pensé que disfrutarías más, eso es todo -afirmó ella.

– ¡Maldita sea! -bramó él-. ¿Vas a dejarme hacerlo sin más?

– ¿Prefieres que llame a la policía?

La voz de ella sonó como un taladro que le perforase la cabeza. Se cernió sobre ella, con los brazos extendidos, posición que hacía resaltar sus desarrollados tríceps.

Sintió que una lágrima le corría por la mejilla, como un único copo de nieve errante, sin hogar, igual que él.

– ¿Por qué no me mandas a la mierda, Faith?

– Porque no es culpa tuya.

Los brazos empezaron a flaquearle y le entraron náuseas. Ella movió el brazo y él la soltó sin que se lo pidiese. Faith le tocó la cara con suavidad, como una pluma caída del cielo. Con un único movimiento le secó la lágrima solitaria. Faith habló con voz ronca.

– Porque te he arruinado la vida.

Él asintió.

– Entonces si huyo contigo, ¿consigo esto cada noche? ¿La galletita de premio, como a los perros?

– Si eso es lo que quieres… -De repente apartó la mano y la dejó caer encima de la cama.

Él no hizo ademán de volver a agarrársela.

Al final abrió los ojos y contempló la abrumadora tristeza del rostro de ella, el dolor vivo en la rigidez de su cuello y de su rostro; el dolor que él le había infligido y ella había soportado, en silencio; el reguero de sus propias lágrimas de desesperación contra sus mejillas pálidas. Era como si un calor abrasador le atravesara la piel, chocara contra su corazón y lo evaporase.