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Lee sujetaba el volante con tanta fuerza que los dedos se le estaban poniendo blancos. Un coche de policía, con la sirena en marcha, pasó a toda velocidad en dirección contraria, Lee exhaló un suspiro de alivio y pisó el acelerador a fondo. Se habían deshecho del otro vehículo y ahora iban en el de Lee. Había limpiado a conciencia el interior del coche del hombre muerto, pero no sería de extrañar que hubiese olvidado algo. Y en la actualidad existían equipos capaces de encontrar cosas que el ojo no veía. Mal asunto.

Faith observó las luces hasta que desaparecieron en la oscuridad y se preguntó si la policía se dirigiría a la casita. También se preguntó si Ken Newman tendría esposa e hijos. No había visto que llevara anillo de casado en el dedo. Como la mayoría de las mujeres, Faith solía fijarse en ese detalle. Sin embargo, Ken parecía bastante paternal.

Mientras Lee conducía por carreteras secundarias, Faith movió la mano arriba, abajo y luego describió una línea vertical sobre el pecho para acabar de santiguarse. El gesto, casi automático, le produjo una imperceptible sensación de sorpresa. Añadió una plegaria silenciosa por el hombre muerto. Luego susurró otra oración por su familia, si es que tenía.

– Siento tanto que te hayan matado… -dijo en voz alta para intentar disipar los sentimientos de culpa que la asolaban por haber sobrevivido.

Lee la miró.

– ¿Era amigo tuyo?

Faith negó con la cabeza.

– Lo han matado por mi culpa. ¿No te parece suficiente?

A Faith le sorprendió la facilidad con la que había pensado y pronunciado las palabras de perdón y remordimiento. Debido a la vida nómada de su padre, apenas había ido a misa, pero su madre había insistido en que estudiara en colegios católicos cada vez que llegaba a un nuevo destino, y su padre, tras la muerte de su madre, había respetado esa norma. Los colegios católicos debían de haberle enseñado algo aparte de los golpes de regla en los nudillos que las hermanas le propinaban con demasiada frecuencia. El verano previo al último curso se había quedado huérfana; su padre había fallecido de un ataque al corazón y, como consecuencia, ella dejó de viajar constantemente de un lugar a otro. La enviaron a vivir con un pariente que no la quería y que ponía especial cuidado en no hacerle el menor caso. Faith se rebelaba cada vez que se le presentaba la ocasión. Fumó, bebió y dejó de ser la virgen Faith mucho antes de lo que se estilaba. En el colegio, cuando las monjas le bajaban el doblez de la falda hasta las rodillas le entraban ganas de subirlo hasta la entrepierna. Fue, pues, un año poco memorable, al que siguieron otros en la universidad, donde intentó encauzar su vida. Luego, durante los siguientes quince años, había pensado que llevaba un rumbo perfecto y que había acertado al tomar las decisiones más importantes de su vida. Ahora luchaba por mantenerse a flote y no estrellarse contra las rocas.

Faith se volvió hacia Lee.

– Tenemos que avisar a la policía y decirles dónde está el cadáver.

Lee negó con la cabeza.

– Eso desencadenaría toda una serie de problemas nuevos. No creo que sea buena idea.

– No podemos dejarlo allí. No estaría bien.

– Sugieres que vayamos a la comisaría local e intentemos explicarles lo ocurrido? Nos pondrán camisas de fuerza.

– ¡Maldita sea! Si tú no lo haces, entonces lo haré yo. No pienso permitir que se convierta en pasto para las ardillas.

– De acuerdo, de acuerdo. Tranquilízate -suspiró Lee-. Supongo que podemos hacer una llamada anónima para que la policía vaya a echar un vistazo.

– Perfecto -asintió Faith.

Al cabo de unos minutos, Lee se percató de que Faith se revolvía inquieta en el asiento.

– Quiero pedirte otra cosa -dijo ella.

El tono exigente de Faith comenzaba a irritarlo. Lee intentó no pensar en el dolor que sentía en el codo, las motas de tierra fría que le habían entrado en los ojos o los peligros desconocidos que se cernían sobre ellos.

– ¿Qué? -preguntó en tono de hastío.

– Aquí cerca hay una gasolinera. Me gustaría lavarme. -Se apresuró a añadir-. Si te parece bien.

Lee miró las manchas que Faith tenía en la ropa y suavizó la expresión.

– De acuerdo -dijo.

– La gasolinera está más adelante… -informó Faith.

– Sé dónde está -interrumpió Lee-. Me gusta saber qué terreno piso.

Faith se limitó a clavarle la vista.

Ya en el baño, mientras limpiaba minuciosamente la sangre de la ropa, Faith procuró no pensar en lo que estaba haciendo. Aun así, tenía ganas de arrancarse la ropa y frotarse con el jabón y la toalla de papel que había en el sucio lavabo del baño.

Cuando subió de nuevo al coche, su acompañante le dirigió una mirada elocuente.

– Sobreviviré, de momento -dijo Faith.

– Por cierto, me llamo Lee. Lee Adams.

Faith no respondió. Lee puso el coche en marcha y salieron de la gasolinera.

– No hace falta que me digas tu nombre -aseguró-. Me contrataron para que te siguiera, señorita Lockhart.

Faith lo observó con recelo.

– ¿Quién te contrató?

– No losé.

– ¿Cómo es posible que no sepas quién te contrató? -inquirió Faith.

– Reconozco que no es lo más normal, pero a veces pasa. A algunas personas les avergüenza contratar a un investigador privado.

– Así que eso es lo que eres, un sabueso. -El tono de Faith destilaba desprecio.

– Es un modo tan legítimo como otro cualquiera de ganarse la vida, y lo hago todo de forma legal.

– ¿Cómo se pusieron en contacto contigo?

– Supongo que gracias al impresionante anuncio que tengo en las Páginas Amarillas.

– ¿Tienes la menor idea de dónde estás metido, señor Adams? -Digamos que ahora tengo las cosas más claras. El hecho de que me disparen siempre hace que me ponga a pensar.

– ¿Quién te disparo?

– El mismo tipo que se cargó a tu amigo. Creo que lo herí, pero logró huir.

Faith se frotó la sien y miró hacia la oscuridad. Lo que dijo Lee a continuación la sobresalto.

– ¿Estás en el programa de protección de testigos? -Lee esperó, pero Faith no respondió, por lo que prosiguió. Mientras te dedicabas a ahogar el coche, me cercioré de que tu amigo estaba muerto. Llevaba una Glock de nueve milímetros y un chaleco antibalas Kevlar, aunque le sirvieron de bien poco. En el distintivo del cinturón ponía «FBI». No tuve tiempo para comprobar su documentación. ¿Cómo se llama?

– ¿Es importante?

– Tal vez.

– ¿Por qué has mencionado el programa de protección de testigos? -quiso saber Faith.

– Por lo que vi en la casita: cerrojos especiales, sistema de seguridad. Es un piso franco, por así decirlo. De lo que estoy seguro es de que nadie vive allí.

– Así que has entrado.

Lee asintió.

– Al principio creí que tenías un amante, pero en cuanto entré me di cuenta de que la casa no era un nidito de amor. Debo admitir que es una casa fuera de lo común. Cámaras ocultas, grabadoras de vídeo. Por cierto, ¿sabías que te grababan en todo momento?

La cara de asombro de Faith basto para responder a la pregunta.

– Si no sabes quién te contrató, ¿cómo te pidieron que me siguieras?

– Fue muy fácil. Recibí una llamada en la que se me dijo que enviarían a mi despacho un paquete con información tuya y un adelanto de mis honorarios. Así fue. Había un expediente sobre ti y una buena suma en metálico. Me encargaron que te siguiese y eso hice.

– Me aseguraron que nadie me seguía.

– En eso soy muy bueno.

– Eso parece.

– En cuanto supe adónde ibas, me limité a llegar antes. Bien sencillo.

– Era una voz masculina o femenina?

– No lo sé; estaba distorsionada.

– ¿No te pareció sospechoso?

– A veces todo me parece sospechoso. De una cosa no hay duda: sea quien sea el que va a por ti, no se anda con chiquitas. La munición que empleaba ese tipo habría derribado a un elefante; la vi bien de cerca.

Lee se calló y a Faith le faltó ánimo para decir nada más. Llevaba varias tarjetas de crédito en el bolso, todas con crédito ilimitado, pero no le servirían de nada porque la localizarían en cuanto las utilizara. Introdujo la mano en el bolso y tocó el llavero de peltre de Tiffany con las llaves de su bonita casa y el coche de lujo. Tampoco le servirían de nada. En la cartera sólo llevaba cincuenta y cinco dólares y varios centavos. En esos momentos, sólo le quedaba esa ridícula suma y la ropa que llevaba puesta. Le vino a la mente el amargo recuerdo de su infancia marcada por la pobreza, produciéndole una profunda sensación de impotencia.

De hecho, tenía una suma considerable de dinero, pero estaba en una caja de seguridad en su banco de Washington. El banco no abriría hasta el día siguiente por la mañana. En esa misma caja guardaba otras dos cosas que también eran de suma importancia: un carné de conducir y otra tarjeta de crédito. En ambos figuraba un nombre falso. Le había resultado bastante fácil conseguirlos, pero había confiado en que nunca tendría que utilizarlos, hasta tal punto que los había guardado en el banco en vez de en un lugar más accesible. Ahora se arrepentía de semejante estupidez.

Con esos documentos podría ir prácticamente a donde quisiera. Se había dicho una y otra vez que si todo salía mal el carné y la tarjeta supondrían su salvación. «Bueno -pensó-, el techo se ha hundido, las paredes comienzan a temblar, el tornado está al otro lado de la ventana y la suerte se está agotando. Ha llegado el momento de cerrar el negocio y darlo todo por terminado.»

Faith miró a Lee. ¿Qué haría con él? Faith sabía que el reto más acuciante consistía en sobrevivir hasta la mañana siguiente. Tal vez Lee podría ayudarla. Parecía saber lo que hacía y tenía una pistola. Si ella lograse entrar y salir del banco sin levantar sospechas, todo iría bien. Faltaban unas siete horas para que el banco abriera, pero para ella serían como siete años.