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– Sí -contestó, tras vacilar por un instante.

– ¡Eh! -le gritó el policía al hombre.

Jack miró mientras el agente echaba a correr. El mendigo dio medio vuelta y huyó. Llegó a las escaleras mecánicas, pero la de subida no funcionaba. Se volvió para correr por el túnel, llegó a una esquina y desapareció, perseguido por el policía.

Jack se quedó solo. Miró hacia la taquilla. El empleado del metro seguía ausente.

Jack sacudió la cabeza. Había oído algo. Le pareció un grito de dolor que procedía del lugar donde habían desaparecido los dos hombres. Se adelantó. Mientras lo hacía, el policía, casi sin aliento, apareció en la esquina. Miró a Jack, y levantó un brazo en un gesto cansino para indicarle que se acercara. El tipo parecía indispuesto, como si hubiese visto o hecho algo repugnante.

Jack se reunió con el agente. El poli respiraba afanoso.

– ¡Maldita sea! ¡No sé qué coño está pasando aquí, señor! -El poli se esforzó todavía más en llevar aire a los pulmones. Apoyó una mano contra la pared para aguantarse.

– ¿Le pilló?

– Claro que sí.

– ¿Qué pasó?

– Vaya y véalo usted mismo. Tengo que informar a la comisaría. -El poli se irguió y señaló a Jack en un gesto de advertencia-. No se mueva de aquí. No voy a explicar yo solo todo este asunto y me parece que usted sabe mucho más de lo que dice. ¿De acuerdo?

Jack asintió sin rechistar. El poli se alejó. Jack caminó hasta la esquina. No moverse. El poli le había dicho que no se moviera. Que esperara a que vinieran a detenerle. Tenía que escapar ahora. Pero no podía. Quería saber quién era el presunto mendigo. Estaba seguro de que le conocía. Tenía que verle.

Jack miró al frente. Este era un camino de servicio para el personal del metro y los equipos de mantenimiento. En la penumbra, bastante lejos, se divisaba un bulto de ropa. Jack forzó la vista al máximo. A medida que se acercaba comprobó que se trataba del mendigo. Permaneció quieto durante unos segundos. Quería que aparecieran los polis. El lugar era muy oscuro, muy silencioso. El bulto no se movió. Tampoco parecía respirar. ¿Estaba muerto? ¿El poli había tenido que matarle?

Por fin, Jack se adelantó. Se arrodilló junto al hombre. Qué disfraz tan bueno. Pasó una mano por las greñas. Incluso el olor agrio de la mugre era auténtico. Entonces vio el reguero de sangre que goteaba de la cabeza del falso mendigo. Apartó el pelo. Vio un corte, bastante profundo. Ese era el sonido que había oído. Habían peleado y el poli le había tumbado con la porra. Se había acabado. Habían querido cazar a Jack y habían acabado cazados. Le entraron ganas de quitarle la peluca y el resto del disfraz, ver quién coño había sido el perseguidor. Pero tendría que esperar. Quizás era una suerte la intervención de la policía. Les daría el abrecartas. Confiaría en la poli.

Se incorporó, dio media vuelta y vio al policía que se acercaba por el pasillo a paso ligero. Jack sacudió la cabeza. Menuda sorpresa se llevaría este tipo. «Ya puedes contarlo como tu día de suerte, muchacho», pensó.

Jack salió al encuentro del poli y se detuvo en el acto al verle desenfundar una pistola del calibre 9 milímetros.

– Señor Graham -dijo el poli con una mirada alerta.

Jack se encogió de hombros y sonrió. Por fin, el tipo le había identificado.

– El mismo que viste y calza. -Le mostró la caja-. Tengo algo para ustedes.

– Lo sé, Jack. Es lo que venía a buscar.

Tim Collin vio cómo se esfumaba la sonrisa de Jack. Su dedo se cernió sobre el gatillo mientras avanzaba.

Frank notó que se le aceleraba el pulso mientras se acercaba a la estación. Por fin tendría algún indicio. Se imaginó a Simon más feliz que un niño con zapatos nuevos. Tenía la certeza casi absoluta de que encontrarían la huella del asesino guardada en alguna base de datos. Entonces el caso se abriría como un huevo lanzado desde lo alto del Empire State. Y finalmente las preguntas, las malditas preguntas tendrían respuestas.

Jack miró el rostro, sin pasar por alto ningún detalle. No es que le fuera a servir de mucho. Echó una ojeada a las prendas andrajosas, a los zapatos nuevos en los pies del cadáver. El tipo se había calzado sus primeros zapatos nuevos en años y ahora no los disfrutaría. Jack volvió a mirar a Collin.

– El tipo está muerto -afirmó furioso-. Usted le mató. -Déme la caja, Jack.

– ¿Quién coño es usted?

– Qué más da. -Collin abrió un estuche sujeto al cinto y sacó un silenciador que se apresuró a atornillar en el cañón de la pistola.

Jack observó la pistola que le apuntaba al pecho. Recordó el momento en que sacaban las camillas con los cadáveres de Lord y la mujer. Su turno le llegaría en el periódico de mañana. Jack Graham y un mendigo. Otras dos camillas. Desde luego lo arreglarían para que Jack apareciera como asesino del mendigo. Jack Graham, de socio de Patton, Shaw a asesino múltiple muerto.

– A mí me importa.

– ¿Y a mí qué? -Collin avanzó empuñando el arma con las dos manos.

– ¡Coño, tenga! -Jack lanzó la caja contra la cabeza de Collin en el momento que apretaba el gatillo. La bala destrozó una esquina de la caja, y se incrustó en la pared. En el mismo instante, Jack dio un salto adelante y chocó contra el pistolero. Collin era puro músculo y hueso pero también lo era Jack. Además tenían casi el mismo tamaño. Jack sintió cómo el aire escapaba de los pulmones de Collin cuando su hombro golpeó contra el diafragma. Instintivamente, los movimientos de la lucha libre volvieron a sus miembros. Jack levantó y después estrelló el cuerpo del agente contra el suelo de ladrillo. Cuando Collin consiguió levantarse, Jack ya había desaparecido a la vuelta de la esquina.

Collin recogió la pistola y la caja. Se detuvo a descansar un instante porque tenía náuseas. Le dolía la cabeza del golpe contra el suelo. Se arrodilló hasta recuperar el equilibro. Jack estaba fuera de su alcance pero él tenía lo que buscaba. Por fin lo tenía. Apretó la caja con fuerza.

Jack pasó como una exhalación junto a la taquilla, saltó los molinetes, bajó la escalera y atravesó el andén. No se daba cuenta de las miradas de la gente. Se le había caído la capucha. Su rostro era visible. Alguien gritó a su paso. El tipo de la taquilla. Pero Jack continuó corriendo y salió de la estación por la boca de la calle 17. No creía que el hombre estuviera solo. Y lo que menos le interesaba era que alguien le siguiera. Sin embargo, dudaba que tuvieran cubiertas las dos salidas. Quizás habían dado por hecho que no saldría vivo de la estación. Le dolía el hombro del choque y el aire frío le quemaba en los pulmones. Estaba a dos manzanas de la estación cuando dejó de correr. Se ajustó el abrigo. Y entonces se dio cuenta. Se miró las manos vacías. ¡La caja! Se había dejado la caja. Se apoyó contra la ventana de un McDonald’s cerrado.

Vio que se acercaba un coche. Caminó deprisa y dobló la esquina. Unos minutos más tarde se subió a un autobús, sin preocuparse en averiguar dónde iba.

El coche dobló en la calle L y siguió por la 19. Seth Frank fue hasta Eye y allí giró para tomar la 18. Aparcó en la esquina delante de la boca del metro, salió del coche y fue hasta la escalera mecánica.

Al otro lado de la calle, Bill Burton montaba guardia oculto detrás de una montaña de escombros, basuras y alambres inservibles, correspondientes a la demolición de un edificio. Maldijo por lo bajo al ver al detective, apagó el cigarrillo y sin perder ni un segundo fue tras él.

En cuanto salió de la escalera, Frank echó una ojeada al vestíbulo y miró la hora. No había llegado tan temprano como pensaba. Se fijó en un montón de basura acumulada contra la pared. Entonces advirtió que en la taquilla no había nadie. Tampoco se veía a ningún viajero. Todo estaba tranquilo, demasiado tranquilo. El radar de peligro de Frank se encendió en el acto. Con un movimiento automático desenfundó su arma. Sus oídos acababan de captar un sonido ala derecha. Avanzó a paso rápido por el pasillo lejos de los torniquetes. Fue a dar a un túnel en penumbra. Al principio no vio nada. Después, a medida que sus ojos se acomodaban a la falta de luz vio dos cosas. Una se movía, la otra no.

Frank miró, mientras el hombre se erguía lentamente. No era Jack. El tipo vestía de uniforme, llevaba un arma en una mano y una caja en la otra. El detective acercó el dedo al gatillo sin perder de vista el arma del desconocido. Frank avanzó con cautela. Llevaba años sin hacer esto. La imagen de su esposa y sus tres hijas apareció en sumente hasta que consiguió borrarla. Necesitaba el máximo de concentración.

Por fin llegó a la distancia adecuada. Rogó para que la respiración agitada no le traicionara. Apuntó a la espalda del hombre. -¡Quieto! Soy agente de policía.

El hombre se quedó inmóvil.

– Ponga el arma en el suelo, por la culata. No quiero ver su dedo cerca del gatillo. Si lo veo le volaré la cabeza. ¡Hágalo! ¡Ya!

El arma bajó hacia el suelo poco a poco. Frank vigiló la bajada, centímetro a centímetro. Entonces su visión se volvió borrosa. Le pareció que le estallaba la cabeza, se tambaleó y luego se desplomó.

Al oír el ruido, Collin se dio la vuelta. Vio a Bill Burton que sujetaba la pistola por el cañón. Miró a Frank.

– Vamos, Tim.

Collin se levantó con las piernas flojas, miró al detective y acercó la pistola a la cabeza de Frank. Burton le apartó la mano.

– Es un poli. No matamos polis. Ya no mataremos a nadie más, Tim. -Burton miró a su colega. Le invadió una fuerte inquietud al ver la facilidad con que el joven agente se había convertido en un asesino despiadado.

Collin se encogió de hombros y guardó el arma.

Burton cogió la caja, miró al detective y después el cadáver del mendigo. Miró a su socio y sacudió la cabeza en un gesto de desdén mientras le dirigía una mirada de reproche.

Seth Frank recuperó el conocimiento al cabo de unos minutos, soltó un gemido, intentó levantarse y volvió a desmayarse.