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– ¿Dónde coño está? Le dije que no saliera de donde se hallaba. Jack no respondió.

– ¿Jack?

– Oiga, Seth, no me gusta quedarme sentado a esperar que me maten. Tampoco estoy en una situación como para confiar a fondo en nadie. ¿Entendido?

Frank abrió la boca para protestar, pero después se echó atrás. El tipo tenía más razón que un santo.

– Muy justo. ¿Quiere saber cómo hicieron el montaje?

– Le escucho.

– Había un vaso en la mesa. Al parecer, usted se había servido algo de beber. ¿Lo recuerda?

– Sí, una gaseosa, ¿y qué?

– Si no me equivoco el que le perseguía se tropezó con Lord y la mujer tal como usted dijo y tuvo que matarles. Usted se escapó. Sabían que en el vídeo del garaje aparecería saliendo del edificio más o menos a la hora de la muerte de ambos. Levantaron las huellas del vaso y las transfirieron al arma.

– ¿Se puede hacer?

– Claro que se puede, si se sabe cómo hacerlo y se tiene el equipo necesario, algo que probablemente encontraron en la sala de mantenimiento de la firma. Si tuviéramos el vaso podríamos demostrar que fue un falsificación. De la misma manera que las huellas dactilares de una persona son irrepetibles, sus huellas en el arma no pueden coincidir en todos los detalles con las del vaso. La presión aplicada y todo lo demás.

– ¿Los polis de Washington aceptarían la explicación?

– Yo no contaría con eso, Jack. Yo no lo haría. Lo único que quieren es cogerle. Dejarán que otras personas se preocupen de todo lo demás.

– Estupendo. Entonces, ¿qué?

– Vamos por orden. En primer lugar, ¿por qué le buscaban? Jack estuvo a punto de darse bofetadas por tonto. Miró la caja. -Recibí un envío especial de una persona. Edwina Broome. Es algo que seguramente despertará su entusiasmo cuando lo vea.

Seth se levantó con el deseo de poder tender la mano a través del teléfono y cogerlo.

– ¿Qué es?

Jack se lo dijo.

Sangre y huellas digitales. Simon se lo pasaría en grande.

– Me encontraré con usted dónde y a la hora que sea.

Jack pensó de prisa. Resultaba irónico, los lugares públicos parecían más peligrosos que los privados.

– ¿Qué le parece la estación del metro de Farragut West, en la boca de la calle 18, alrededor de las once de esta noche?

– Allí estaré -prometió Frank, mientras anotaba la dirección y la hora.

Jack colgó el teléfono. Iría a la estación del metro antes de la hora señalada. Sólo por si acaso. Si veía algo mínimamente sospechoso pasaría a la clandestinidad hasta donde pudiera. Contó el dinero que le quedaba. Cada vez menos. No podía utilizar las tarjetas de crédito. Se arriesgaría con los cajeros automáticos. Conseguiría algunos cientos de dólares. Serían suficientes, al menos por un tiempo.

Salió de la cabina, miró la muchedumbre. Era la típica multitud de Union Station. Nadie demostró el menor interés en él. Jack se estremeció. Una pareja de policías caminaba en su dirección. Entró una vez más en la cabina y esperó hasta verles pasar.

Compró hamburguesas y patatas fritas en uno de los bares del vestíbulo y después cogió un taxi. Comió mientras el taxi le llevaba a través de la ciudad. Aprovechó el respiro para pensar en sus opciones. Una vez entregado el abrecartas a Frank, ¿se acabarían los problemas? Al parecer, las huellas y la sangre corresponderían con las de la persona que había estado aquella noche en casa de los Sullivan. Entonces la mente de abogado defensor de Jack entró en juego. Desde ese punto de vista comprendió que había unos cuantos obstáculos casi insalvables para llegar a una decisión tan diáfana. Primero, las pruebas físicas podían ser no concluyentes. Quizá no podrían identificarlas porque el adn y las huellas dactilares de la persona no estaban en los archivos. Jack recordó una vez más la expresión de Luther la noche aquella en el Mall. Era alguien importante, alguien que la gente conocía. Aquí tenía otro obstáculo. Si acusaba a una persona así, más le valía tener pruebas concluyentes o el caso nunca vería la luz pública.

Segundo, se enfrentaban a un grave problema de custodia gigantesco. ¿Podían probar que el abrecartas provenía de la casa de los Sullivan? Sullivan estaba muerto; el personal quizá no podría jurar que era el mismo. Christine Sullivan lo había tocado. Tal vez el asesino lo había tenido en su poder durante un breve período. Luther lo había guardado durante un par de meses. Ahora lo tenía Jack y, con un poco de suerte, se lo entregaría al detective. Por fin cayó en la cuenta.

El valor del abrecartas como prueba era nulo. Incluso si encontraban a la persona, cualquier abogado defensor competente demostraría que no tenía ningún valor. Ni siquiera podrían conseguir una orden de acusación basada en la prueba. La evidencia contaminada no servía como prueba.

Dejó de comer de repente y se reclinó en el sucio asiento de vinilo.

¡Pero coño! ¡Habían intentado recuperarlo! Habían matado para hacerse con el objeto. Estaban dispuestos a asesinar a Jack para recuperarlo. Para ellos era muy importante, como si se jugaran la vida. Así que aparte de la importancia legal, tenía un valor. Y algo valioso podía ser aprovechado. Quizá le quedaba una oportunidad.

Eran las diez cuando Jack bajó por la escalera de la estación del metro de Farragut West. La estación, que formaba parte de las líneas naranja y azul del metro de Washington, era un lugar muy concurrido debido a su cercanía con la zona del centro donde funcionaban miles de oficinas. Sin embargo, a las diez de la noche, se veía casi desierta.

Jack salió de la escalera mecánica y echó una ojeada. Las estaciones del metro eran grandes túneles con los techos abovedados y suelos de ladrillos hexagonales. Un ancho pasillo con una de las paredes cubierta con carteles de cigarrillos, y la otra con máquinas expendedoras de tarjetas y billetes, conducía hasta la taquilla en el centro del vestíbulo, con los torniquetes a cada lado. Junto a las cabinas de teléfonos había un enorme plano del metro con los horarios de los trenes y el precio de los billetes.

En el interior de la taquilla, un empleado aburrido se balanceaba en la silla. Jack observó el lugar y después miró la hora en el reloj colocado encima de la taquilla. Volvió a mirar hacia la escalera y se quedó inmóvil al ver a un agente de policía. Jack se obligó a actuar con naturalidad y caminó sin separarse mucho de la pared hasta las cabinas de teléfonos. Entró en la primera. Se apretó contra el teléfono, oculto tras el plástico azul. Se arriesgó a espiar. El agente se acercó a las máquinas, saludó al taquillero con un ademán y contempló el vestíbulo. Jack volvió a ocultarse. Esperaría. El agente no tardaría en marcharse; tenía que hacerlo.

Pasó el tiempo. Una voz fuerte interrumpió los pensamientos de Jack. Asomó la cabeza. Un mendigo bajaba por la escalera. Vestido con harapos, llevaba un manta enrollada sobre el hombro. La barba y el pelo sucios y despeinados. El rostro curtido y tenso. Afuera hacía frío. El calor de las estaciones de metro era un paraíso para los indigentes hasta que los echaban. Los portones de hierro eran para impedir la entrada a personas como él.

Jack echó un vistazo. El agente había desaparecido. Quizá recorría el andén, o estaba tomando un café con el empleado del metro. Miró hacia la taquilla. El hombre no estaba.

Volvió a mirar al mendigo, que se había acurrucado en un rincón,y hacía un inventario de sus pocas pertenencias. Se frotaba las manos protegidas con unos guantes roñosos para mantener la circulación.

Jack sintió el aguijonazo de la culpa. El número de mendigos era cada vez mayor. Una persona generosa podía vaciar los bolsillos en el trayecto de una manzana. Jack lo había hecho en más de una ocasión.

Una vez más miró el túnel y el vestíbulo. Nadie. No pasaría otro tren hasta dentro de quince minutos. Salió de la cabina y observó al mendigo. El hombre no parecía hacerle caso; su atención estaba enfocada en su pequeño mundo, muy apartado de la realidad normal. Pero entonces Jack pensó que su propia realidad tampoco era normal, si es que lo había sido alguna vez. Él y el mendigo al otro lado del pasillo estaban librando sus propias luchas, y la muerte podía reclamar a cualquiera de ellos, en cualquier momento. Excepto que la muerte de Jack sería un tanto más violenta, un tanto más repentina, aunque quizás era preferible a la muerte lenta que le esperaba al otro.

Sacudió la cabeza para despejarla. Estos pensamientos le perjudicaban. Si quería sobrevivir debía mantener la concentración, tenía que creer en su capacidad para vencer a las fuerzas lanzadas en su contra.

Jack dio un paso hacia delante y se detuvo. La descarga de adrenalina fue como una bomba; sintió que se le iba la cabeza.

El mendigo llevaba zapatos nuevos. Unos zapatos de cuero marrón que costaban más de ciento cincuenta dólares. Destacaban entre los andrajos como un enorme diamante azul en una playa de arena blanca.

El hombre le miró. Sus ojos se clavaron en el rostro de Jack. Le resultaban conocidos. Debajo de la masa de arrugas, pelo sucio y mejillas curtidas por el viento, había visto antes aquellos ojos; estaba seguro. El mendigo comenzó a incorporarse. Parecía tener mucha más energía que antes.

Jack miró a su alrededor, desesperado. El lugar parecía un sepulcro. El suyo. Miró atrás. El hombre caminaba hacia él. Jack retrocedió, con la caja apretada contra el pecho. Recordó la fuga por los pelos en el ascensor. El arma. No tardaría en verla. Le apuntaría al pecho.

Jack caminó por el pasillo hacia la taquilla. El hombre metió la mano debajo del abrigo, una prenda que perdía el relleno de lana a cada paso. Oyó pasos. Miró al hombre mientras decidía si echaba a correr para subir al tren. Entonces apareció.

Jack casi gritó de alegría.

El agente apareció en una esquina. Jack corrió hacia él, al tiempo que señalaba al mendigo que ahora permanecía inmóvil en el pasillo.

– Aquel hombre no es un mendigo. Es un impostor. -Jack había pensado en la posibilidad de ser reconocido por el poli, pero el agente no pareció darse cuenta de que estaba delante de un fugitivo.

– ¿Qué? -El poli miró a Jack, desconcertado.

– Mire los zapatos. -Jack comprendió que parecía un imbécil, pero ¿cómo podía explicarle al policía toda la historia?

El agente miró hacia el túnel, vio al mendigo y adoptó una expresión severa. Confuso, optó por las preguntas habituales.

– ¿Le ha molestado, señor?